(Suiza, 2017)
Guión y dirección: Lisa Brühlmann. Elenco: Luna Wedler, Zoë Pastelle Holthuizen, Nicola Perot, Regula Grauwiller,Georg Scharegg. Producción: Stefan Jäger, Katrin Renz, Filippo Bonacci. Duración: 97 minutos.
En el cuento homónimo de su libro Pájaros en la boca, Samanta Schweblin convoca una imagen tan poderosa como espeluznante: una madre divorciada y desconsolada llama a su ex marido para pedirle que se presente de inmediato a la casa donde antes vivían juntos con la advertencia perentoria, para el personaje y el lector, de: “esto tenés que verlo con tus propios ojos”. Lo que sigue es una descripción descarnada, con un realismo casi obsceno, del padre que vuelve a la casa familiar para ver a su hija devorarse un gorrión con la naturalidad con que se comería una empanada. Desde hace unos días la chica solo se alimenta de pájaros. La extrañeza —el fantástico— se incrementa por lo despreocupada que se la percibe a la adolescente con su nueva costumbre.
El lector está en los zapatos del padre que se enfrenta a una hija que desconoce, a eso tan cercano que a la vez no comprende, tan aberrante por el hecho en sí mismo como por lo liviano con que se lo toma su hija. Llámesele un deadpan freak. Lo atractivo del cuento (además de la elección del punto de vista del padre y no de la chica) es que, si bien es posible establecer puntos de contacto entre la adolescencia en general y el acto de comer pájaros en particular, se trata de puentes cubiertos por neblina, y la metáfora se siente al mismo tiempo descifrable y misteriosa, cercana e inescrutable. Es una figura retórica activa que pide trabajo del lector, que motiva una elucidación. Totalmente lo contrario a lo que sucede con Blue My Mind de Lisa Brühlmann, película ternada en la Competencia Internacional del 20 Bafici.
Este Bildungsroman suizo cuenta la historia de Mia, una adolescente de 15 años que, por un traslado laboral de su padre, se ve obligada a mudarse con su familia y empezar en un nuevo colegio, en una nueva ciudad, en medio del año lectivo. Naturalmente, lo esperable: Mia intenta encajar, y para lograrlo, se arrima al grupo de las chicas cool que, como casi siempre, son perfectas caricaturas de chicas cool: irrespetuosas de la autoridad, ladronas de maquillaje, se la pasan todo el día haciendo twerking y drogándose con cuanta pastilla encuentran. Por supuesto, también son precoces sexualmente. Mia va acercándose a ellas mientras se va alejando de sí misma y de su núcleo familiar, al tiempo que su cuerpo sufre una multitud de cambios. Y no se trata solo de los cambios esperables de la pubertad, sino de otros inexplicables por la ciencia: Mia ahora se come los peces de la pecera, de noche se levanta con sed de un vaso de agua con sal, sus dedos empiezan a fusionarse gracias a unas membranas que se resisten al cortaúñas, etc.
En fin, como si la metáfora no fuera lo suficientemente obvia, la película nos bombardea con analogías visuales y lugares comunes del teen angst: la falta de aire, la sensación de no encajar, de “hundirse cada vez más profundo”. Y Brühlmann pareciera disculparse por tanta superficialidad estética con la fundamentación de haber contado esta historia remanida con elementos de body horror, naturalismo, escenas arbitrariamente explícitas, pero no deja de ser una petición de principios. Ni la sólida actuación de la protagonista (Luna Wedle), ni la fotografía correcta, ni la impresionante ejecución visual del desenlace, cubren la falta más grande que tiene el film: la falta de espacio para interpretar, para leer, para pensar.
© Andrés Aguilar, 2018 | @andresaguilar1
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.