(Reino Unido, 2018)
Guión y dirección: Richard Billingham. Elenco: Ella Smith, Justin Sallinger, Patrick Romer, Deirdre Kelly, Tony Way, Sam Gittins, Joshua Millard-Lloyd. Fotografía: Daniel Landin. Producción: Jacqui Davies. Duración: 107 minutos.
Richard Billingham se lanzó como fotógrafo en los 90 y se consagró a finales de la década con la publicación de Ray’s a Laugh, un álbum que recolecta sus trabajos exhibidos en galerías británicas. El tema de las fotografías es el padre del autor, Ray, un alcohólico y eterno desempleado que vive en las afueras de Birmingham, Inglaterra, en una vivienda pública. Aparece ya en la tapa: un primer plano borroso de un rostro avejentado y torcido por una mueca que puede ser una risa o un grito. Las páginas del álbum muestran imágenes sub o sobreexpuestas, fuera de foco o quemadas por la luz del flash, y retratan la cotidianeidad de la familia de Richard. Además de Ray, conocemos a Liz, la madre del fotógrafo, una mujer temperamental, excedida de peso, con los brazos tatuados, los puños frecuentemente cerrados y una preferencia por vestidos con diseños florales.
Ray & Liz, el primer largometraje de Richard Billingham, es una adaptación y continuación de aquel álbum, con actores en el lugar de sus padres, ya fallecidos. Dramatiza la niñez y adolescencia del ahora director y guionista, remontándose a los 70 y 80, aunque Richard le cede el protagonismo a su hermano menor, Jason. Hay poco de nostalgia en este proyecto autobiográfico, que funciona más bien como un ejercicio terapéutico. Da la impresión que el autor no quiere recordar sino olvidar, convertir en arte un dolor guardado durante mucho tiempo y luego deshacerse de él, exorcizarlo.
La película está dividida en tres episodios, que podrían funcionar como obras autoconclusivas (de hecho, la primera parte se estrenó como cortometraje para recaudar fondos y financiar el resto del film). En las secuencias iniciales, un Ray anciano está encerrado en un cuarto y tendido en lo que podría ser su lecho de muerte. Subsiste a base de cerveza artesanal y su único vínculo con el mundo exterior es una diminuta ventana. Luego, a modo de flashback, retrocedemos varias décadas, cuando Ray todavía compartía techo con Liz y sus hijos. Pero este pasado no es ningún origen edénico o paraíso perdido sino una seguidilla de anécdotas ásperas y violentas.
Aunque hay humor en la mirada de Richard Billingham, lo que más trasciende es rabia. La casa en la que se crio —según su película— era un caldo de agresividad, en el que no cabían ni el amor ni la ternura.
Liz ocupa sus días ensamblando interminables rompecabezas con imágenes que la transportan lejos del arrabal inglés donde junta más resentimiento que dinero. Cuando no está uniendo una pieza con otra, se dedica a gritarle a los demás. Y cuando sus palabras no producen los resultados deseados, recurre a sus puños o al taco de su zapato. Sus hijos parecen molestarla o estorbarla. Todos los días, Jason se arma un espeluznante sándwich de pepinillos en la cocina. Y ella, en vez de proveerle otro tipo de sustento o convidarle mejores ingredientes, sólo ironiza que no lo deben alimentar en la escuela. Tiempo después, el chico desaparece y se refugia en lo de un amigo. Ni siquiera entonces ella se inmuta. Cuando se lo vuelve a cruzar, en un parque, le avisa que la policía lo está buscando y lo reta tibiamente antes de continuar su camino.
Al lado de ella, Ray es intrascendente. Pierde su trabajo y nunca consigue otro. Sus esfuerzos están dedicados a no llevarle demasiado la contra a su mujer. Hacia el final de su vida, cobrando un seguro de desempleo, le regala a Liz el poco dinero que le sobra, menos por afecto que por un sentido de obligación. Es como si no pudiera escapar del campo gravitacional de ella y se hubiera resignado a orbitarla.
Richard Billingham nos brinda escenas que parecen extraídas de su memoria, sin filtro. Los muebles y el empapelado de época; la textura del frasco de pepinillos y de los caracoles que Jason guarda debajo de la cama; el clima opresivo de la vivienda pública, con su cuadratura apabullante; las actuaciones de Ella Smith y Justin Sallinger, como Liz y Ray, que no se limitan a reproducir los movimientos y gestos que recuerda el director, sino que le dan a sus personajes una vida y una realidad innegables, elevándolos muy por encima de lo caricaturesco.
El problema, quizás —y es un problema que, como crítico, no termino de resolver—, es que la película reproduce y confirma casi todos los clichés y prejuicios que tienen las clases media y alta sobre los menos privilegiados: el alcoholismo, la brutalidad, la falta de buenas costumbres, la dependencia de subsidios estatales.
Obviamente, no podemos negarle sus recuerdos al director. Tampoco, pienso, podemos olvidarnos de alguien clave en esta ecuación: el espectador. Desde hace más de veinte años, Richard Billingham, hijo de un barrio obrero de Inglaterra, viene retratando a sus padres de la manera más honesta y cruda posible, y sus públicos siempre han sido elitistas, en galerías de arte o —ahora— festivales de cine. Hay un elemento de confrontación en esta dinámica. Richard filma y fotografía lo que conoce, y exige que el público lo acepte como es. Desde este punto de vista, que sus padres reflejen ciertos estereotipos no significa nada. Ellos no son Los Pobres, con mayúscula; son apenas Ray y Liz, como anuncia el título. Y por lo tanto, si un espectador piensa ver confirmados sus prejuicios, eso diría más del espectador que del artista.