“El tono de su autocrítica es tan exagerado, tan abyecto, que parece obtenido por métodos ignominiosos”, dijo García Márquez sobre la autoincriminación de Heberto Padilla. De alguna forma, García Márquez fue el que mejor comprendió los alcances del juicio. Su intervención es estratégica: el autor de Cien años de soledad no repudia la persecución contra Padilla, sino la teatralidad excesiva de la confesión que, se daba cuenta, lejos de proporcionar un argumento a favor de la sujeción de los artistas a los designios de la Revolución, mostraba, por el contrario, el rostro más feroz de la dictadura castrista.
Leímos fragmentos transcriptos y relatos sobre la famosa confesión pública de Padilla, el caso que abrió las aguas entre los intelectuales de Occidente y dio por terminado el largo entusiasmo de estos con el régimen de Fidel Castro (las adhesiones, por supuesto, continuaron, solo que ya no fue posible la inocencia). Pero nunca habíamos visto imágenes. El caso Padilla, de Pavel Giroud, muestra una gran cantidad de minutos de una velada que duró más de tres horas. El documental, de alguna forma, es pequeño y lábil, como una hiedra que crece y se enreda tímidamente alrededor de materiales cuya existencia se ignoraba. El director sabe que el corazón de su película reside en los momentos en los que Padilla se exalta y, apuntando con el dedo, explica en detalle las variedades e intensidades de sus desviaciones burguesas. Por esto mismo, Giroud se limita apenas a darle un marco de referencia al asunto, a proveer un contexto que traza un breve relato de ascenso y caída: la Revolución pasa de constituir uno de los estallidos políticos más novedosos de la región, un proceso de cambio que entusiasma a todo tipo de gobiernos y figuras, para degenerar velozmente en una tiranía (¿podría haber sido de otra forma?). De fondo, como bajo continuo, está la épica febril de la zafra de los diez millones, cifra impuesta por el gobierno que lanzó el país a una carrera enloquecida, y cuyo fracaso inminente Fidel explica con ampulosidad en un programa de televisión.
Uno ve la performance enloquecida de Padilla y entiende enseguida las preocupaciones de los alineados con el régimen como García Márquez: la condena de sus propios libros, las acusaciones contra Cabrera Infante (de quien asegura que es integrante de la CIA), los elogios a los agentes de la seguridad estatal, la denuncia de vicios y debilidades revolucionarias descargada sobre otros escritores y sobre su propia esposa (presentes en la sala), todo no hace sino señalar, mediante la exageración y el grotesco, los efectos terribles que una dictadura puede producir en sus ciudadanos, incluso en alguien tan dotado para la oratoria como Padilla. Las alusiones a su detención y a las reuniones sucesivas con los agentes, recargadas de loas y agradecimientos, sugieren todo tipo de horrores, desde la extorsión y la amenaza hasta la tortura, que Fidel negó ante la prensa: “Padilla no fue torturado”, aseguró, lo que no puede sino reforzar las sospechas.
En entrevistas, el director suscribe una hipótesis conocida según la cual Padilla, acorralado junto a su esposa por el gobierno, toma el camino de una genuflexión exagerada cuyo verdadero fin consiste en disipar cualquier resto de verosimilitud, como ya había sucedido en algunos juicios del estalinismo. La desmesura y el celo de la performance liquidan la contrición anunciada y dejan en evidencia el trabajo de la vigilancia y la represión estatal. Giroud sostiene (y algo de razón parece que tiene) que Padilla se dedica incluso a imitar la gestualidad exuberante y la verborragia de Fidel, lo que le permite servirse de la autoinculpación como ocasión para ejecutar una operación temeraria: criticar en público nada menos que al Líder Máximo para dejarlo en ridículo ante todos. Imposible saber si Giroud está en lo cierto, aunque todo sugiere que Padilla hacía tiempo que mantenía relaciones tensas con el régimen, como lo indica varias veces Jorge Edwards, el embajador chileno del gobierno de Allende, en su libro Persona non grata.
Después de las más de dos horas de discurso, los nombrados por Padilla asumen la palabra junto al delator, le dan la razón y confiesan a su vez sus flaquezas burguesas y prometen regenerarse y recuperar la senda revolucionaria. Todos salvo uno, que parece salirse de un guion preestablecido, rechaza las acusaciones de Padilla y se vuelve objeto de ataques, tanto del propio Padilla como del militar encargado de la dirección de la revista literaria El caimán barbudo. La mayoría de los presentes escuchan atentamente, celebran algunas declaraciones, aplauden y se abrazan al final. Uno de los pocos que rechazan el esperpento dispuesto por la UNEAC es un chico morocho y desgarbado que se revuelve visiblemente incómodo en su silla: es Reynaldo Arenas, a quien el régimen no tardaría en hacer de su vida un infierno.
Como suele pasar con las dictaduras de cualquier tiempo y lugar, el registro de los actos destinados a afirmar la autoridad oficial comunican por sí solos el horror sin necesidad de comentarios ni explicaciones. Hoy se pueden ver con frecuencia esos gestos en las apariciones públicas de Maduro o Putin. La confesión de Padilla recuperada por Giroud condensa como pocos otros documentos las formas terribles en las que un régimen puede destruir la vida de las personas, pero sobre todo recuerda cómo intelectuales de países libres, invocando razones ideológicas o estratégicas, apoyaron la censura y la persecución.
Guion, dirección: Pavel Giroud. Duración: 78 minutos.