LA FRONTERA
Los cortometrajes pueden ser un gran camino de aprendizaje en la carrera de un realizador -en este caso realizadora- porque permiten dentro de un terreno de exploración la posibilidad de narrar con libertad, sin corsés ni ataduras comerciales. El caso de Agustina San Martín demuestra que el fogueo en un formato más amable antes de romper el cascarón puede ser el más pertinente antes de lanzarse a la dinámica de una película. La transición entre esos trabajos iniciáticos y la ópera prima se articula con un momento especial del cine, a saber, el fenómeno de directoras que cuentan historias protagonizadas por mujeres dentro de un paño formal y narrativo ubicado en el terror o en el suspenso. Este proceso en los últimos años nos dio obras de diferentes partes del mundo. Hace unas semanas se estrenaba El prófugo de Natalia Meta, pero también (por otras vías de acceso) se pudo ver Censor de Prano Bailey Bond, Saint Maud de Rose Glass, entre otras. El cine argentino -y la presente edición del Festival de Mar del Plata lo demuestra- ya tiene su propio corpus de películas ubicadas en la columna de género hecho por mujeres. Lo que en otro tiempo para nada lejano era “este director entiende a las mujeres”, como si se tratara de un valor o de un don, hoy ya aparece como una cualidad rancia. No solo las historias están protagonizadas por mujeres de cierto porte, carácter y configuración psicológica sino que, además, los encuadres y la fotografía están confeccionados también por ellas mismas.
Matar a la bestia transcurre en una gran atmósfera; todo sucede en un pueblo fronterizo entre Argentina y Brasil y a la vez los contornos son difusos. No solo los territoriales, también los que el cuento traza porque los borra, los vuelve a delinear, los borra otra vez. En ese “loop” nos encierra San Martin, en un espacio fantasmagórico que se presenta desde el plano de apertura con un horizonte nocturno neblinoso, de rasgos dibujados, casi como si se tratara de una escenografía teatral. Adosada a esa imagen aparece una voz telefónica, la de Emilia (Tamara Rocca), que le deja un mensaje a su hermano, Mateo, al que irá a buscar a su pueblo natal. Su regreso es obligatorio y desesperado, a pesar de que nunca manifieste ese estado en su rostro. La pesquisa por el paradero de Mateo tiene dos carriles: el de lo urgente y el de lo impensado. Esto último vinculado a sus 17 años, una edad marcada por los cambios, las dudas, los deseos y demás sentimientos encontrados en ese pasaje entre la adolescencia y la adultez. Los personajes que se cruzan en el camino son fundamentales para el despertar de diferentes situaciones. Hay roces, un despertar sexual y una revuelta amplificada por un mito oral de unos lugareños sobre una bestia con forma de buey, en el que habita el espíritu de un hombre del mal. El gran mérito de la película es abrazar el devenir particular de un personaje en el contexto de una época actual y, a la vez, exhibir un escenario cargado de una idiosincrasia colorida y fascinante.
El primer trabajo de Agustina San Martín es una sorpresiva mirada sugerente por diversos temas, sin caer en la declamación discursiva ni en la banalización de una cultura. La idea de los cruces de los pueblos, en esa localidad fronteriza, auspicia de metáfora para el tratamiento tonal de la película. En consonancia con las ideas, la destreza fotográfica de la DF Constanza Sandoval es apabullante; una muestra de ello se aprecia en un plano secuencia final pocas veces visto.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
Guion, dirección: Agustina San Martín. Elenco: Tamara Rocca, Ana Brun, Julieth Micolta, Joao Miguel, Sabrina Grinchspun. Directora de fotografía: Constanza Sandoval. Producción: Lucila De Arizmendi, Diego Amson. Duración: 79 minutos.