En El cuidado de los otros Mariano González logró un raro prodigio: filmar un drama social tratando de capturar el pulso de la vida cotidiana, de un puñado de personajes comunes lanzados a un conflicto, sin golpes bajos ni subrayados. Todo eso, en pocas palabras, sin la pedagogía de la crueldad a la que nos acostumbraron cineastas como los Dardenne, Stéphane Brizé o el último Ken Loach, que hacen arrastrarse a sus protagonista bajo el peso de la proclama de turno; como si solo el sufrimiento explícito volviera posible la crítica social. Pero existen otras películas que no suscriben a ese cine de tesis y toman el partido opuesto, el de construir la narración alrededor de los personajes para hacer brotar de ellos, como un desprendimiento magmático, el cine. Adulto sigue ese programa. El guion cuenta elípticamente la vida de Antonio, un chico al que el padre abandona demasiado tiempo, solo en la casa o al cuidado de una vecina diligente. La vida de Antonio cruje en silencio: empieza a faltar a la escuela y diseña con unos amigos un emprendimiento de entrega de productos a domicilio que se sostiene en el robo de mercadería a supermercados de la zona. Mientras tanto, Raúl aparece de tanto en tanto para realizar la pantomima paterna, pero la película evita las sentencias, las frases hechas, y prefiere el camino de la oración sinuosa: las escenas del hijo con el padre están bañadas de un extraño fulgor, como si la distancia infranqueable entre los dos no existiera y ambos pudieran vivir en un presente eterno.
La energía de esas escenas está diseminada con un cálculo justo que busca producir en el espectador la misma sensación de orfandad de Antonio. Ni bien Raúl se conecta con el hijo se hace de su complicidad, le enseña cosas nuevas o intercambia saberes sobre motos. Pero el padre se aleja irremediablemente, mira el celular o hacia fuera del plano, como si algo del off lo llamara siempre demasiado pronto. Un episodio con la policía y el gesto siempre alerta, felino que Juan Minujín alterna con su desenvoltura habitual sugieren un peligro en sordina, un roce innominado con la ilegalidad que la película contrasta con los hurtos en las góndolas de Antonio y sus amigos. Todo se desmorona a una velocidad terrible y González narra desde las ruinas. El derrumbe no le interesa, el cine está en otro lugar: en las esquirlas que se clavan en los personajes, en el cuerpo lastimado de Raúl durante un accidente incierto, en las preguntas desesperadas, casi policiales, de Antonio, en las maniobras distractivas de la vecina (complotada con el padre). Adulto se mueve así, disipando las certezas, elidiendo las explicaciones: lo que importa en el medio del drama, en los entresijos que separan fatalmente al padre de un hijo, es la membrana frágil, casi invisible, que enlaza a Antonio con el mundo de la delincuencia.
González trabaja midiendo distancias y deteniéndose en las costuras que están a punto de deshacerse. Pero su puñado de seres discretamente maltrechos no sirve a ninguna gran-idea-de-la-sociedad, a Antonio o Raúl no les toca la tarea ingrata de penar en las imágenes para ilustrar los males que nos rodean. Generosidad del cine, gesto casi roselliniano: filmar dulcemente el sufrimiento sin volverlo una causa o instrumento para halagar la sensibilidad del espectador o, peor, para confirmar sus prejuicios.
(Argentina, 2024)
Guion, dirección: Mariano Gonzalez. Elenco: Sofía Gala Castiglione, Alfonso González Lezca, Valeria Lois, Juan Minujín, Camila Peralta. Producción: Sandra Roja, Mariano Gonzalez. Duración: 79 minutos.