Lo que sigue es, quizá, un texto demasiado optimista. En ocasiones se aproxima a un diario lo menos autorreferencial posible del Festival Internacional de Cine de Entre Ríos, en otras contiene críticas pequeñas de las películas programadas, y con frecuencia bosqueja una idea más amplia sobre cómo me gustaría que fuesen todos los festivales de cine.
I.
En Cien niños esperando un tren, un hombre —que parece un funcionario limitado a cumplir órdenes— retira distintos objetos de una parroquia, entre ellos un trozo de tela que servía como mantel del altar. A esa imagen de abandono y desidia hacia algo que otros consideran sagrado le sigue otra que reafirma la voluntad de resistencia de quienes habitan ese lugar: reutilizan la tela usurpada y la transforman en la pantalla de proyección del taller de cine para niños, elemento central de la extraordinaria película de Ignacio Agüero. El FICER, un evento sostenido y creado desde la propia fuerza del cine argentino, adopta un gesto similar al de los personajes retratados por el cineasta chileno, invitado especial de la séptima edición. Agüero, como el festival entrerriano, observa con atención el espacio y el tiempo que lo envuelven, una tarea que muchos no pueden y otros no quieren emular.
II.
En su séptima edición, el FICER se acerca a una encrucijada. Consolidado ya como uno de los festivales más relevantes en un país donde estos eventos comienzan a escasear, conserva aún una escala amable que permite gestionarlo con soltura, aunque lo suficientemente exitosa como para tentarse con una expansión que podría diluir su marcada personalidad. Una reflexión interna sobre el deber ser; “son decisiones”, sostuvo cierto director técnico. Mientras tanto, conserva como rasgo más valioso la construcción de un clima de comunidad entre quienes deciden ser parte de él.
En los espacios comunes, durante las funciones y a lo largo y ancho de los pasillos de ese complejo futurista que constituye el Centro Provincial de Convenciones de Paraná, el FICER busca reinstalar un modelo de encuentro más inmediato y, sobre todo, absolutamente genuino. Así, recupera una dinámica que era habitual y que la desmesura creciente de muchos festivales terminó sacrificando en pos de una lógica de números en aumento que sólo le sirve (e importa) a políticos y gacetilleros que de cine entienden poco y nada.
Mientras en la Ciudad de Buenos Aires aparecieron voces del primer mundo para explicar cómo debe programarse un festival y por qué es necesario preservar el patrimonio fílmico del país, el FICER puso el foco en una inquietud más amplia, urgente y concreta: el pasado, el presente y el futuro del cine argentino y regional. El reconocimiento a Paula Félix-Didier, la programación atenta a lo que hoy se filma en todo el territorio y la mesa dedicada al porvenir de la industria funcionan como indicadores claros de dicho desasosiego. Un evento amable y preocupado. No es poca cosa.
III.
Pero lo realmente importante de todo festival es, al fin y al cabo, las películas que lo conforman. Con un número cercano a las cincuenta proyecciones, era posible obtener una visión amplia de la programación simplemente acercándose todos los días a las sedes del caminable circuito del FICER. Y aunque siempre existe cierta desigualdad entre lo que el festival exhibe y lo que el público alcanza a ver, en este caso resulta relevante considerar la programación como un todo, particularmente porque aspiró a trazar un diagnóstico del cine argentino contemporáneo y mostrar, al mismo tiempo, cómo determinadas películas internacionales se articulan con ese mapa nacional.
El príncipe de Nanawa y La noche está marchándose ya son dos milagros. No porque sus directores no hayan mostrado credenciales antes, sino porque su aparición nos recuerda que existe un margen para hacer cosas diferentes y, sobre todo, mejor. John Ford repetía que contaba con la capacidad de condensar la historia de un pueblo entero en la figura de un solo personaje. Clarisa Navas retoma esa lógica. El príncipe de Nanawa retrata la vida de Ángel en la frontera entre Argentina y Paraguay y, durante sus casi cuatro horas, retoma un tipo de cine en constante peligro de extinción. Mientras muchos documentales de festival parecen concebidos para demostrar la inteligencia y el pulso formal de sus directores, Navas recurre a una forma elemental, casi artesanal, y se dedica simplemente a caminar al lado de su personaje durante casi una década. Todo lo dicho y escrito sobre El príncipe.. es real.
En La noche está marchándose ya, el cine de Sonzini y Salinas se apoya en la generosidad de lo que quiere: una canción, una función del cineclub, cervezas compartidas, y especialmente ese murmullo especial que surge cuando un grupo de amigos se complota para hacer algo juntos, en este caso, una película. Los directores poseen la rara habilidad de capturar el presente con una nostalgia tan poderosa que lo vuelve recuerdo al instante, como si nos perteneciera. El tránsito recurrente entre luz y oscuridad subraya lo enigmático que resulta, sobre todo en estos días, tanto el presente como la cinefilia. La noche… es la prueba fehaciente de eso. Un espacio cultural que se recorta, una vida que se desmorona, el cine como refugio político y personal, la precarización laboral, chistes de pedos y uno de los mejores planos finales de la historia (el de Man’s Castle de Frank Borzage, uno de los fragmentos incluidos en el derrotero cinéfilo de Pelu). Nada falta. Ojalá se pueda ver pronto en salas.
Diciembre y Bajo las banderas, el sol comparten algo más que su origen exclusivamente archivístico: en ambos casos, sus directores eligen no refugiarse en cifras, estadísticas o explicaciones taxativas. Lucas Gallo y Juanjo Pereira podrían haber optado por un tratamiento centrado en datos fríos que permitiera explicar el estallido social argentino de 2001 o la dictadura stronista. En cambio, priorizan la potencia de las imágenes, que supera cualquier cuantificación posible. Todo está ahí: cuatro décadas o unas pocas semanas, ordenadas de tal forma que el apabullamiento de las primeras secuencias abre paso a un entendimiento aún mayor. Las imágenes que reúne Gallo hablan de una ebullición concreta, pero en su reverberación se filtra la historia reciente del país. Pereira, consciente de que ningún relato puede abarcar completamente un régimen tan cruel como grotesco —y las canciones que celebran a Stroessner lo evidencian—, construye un rompecabezas que también reflexiona sobre la pérdida del archivo audiovisual y sobre quiénes se arrogan el derecho de contar (y cobrar en euros) lo que fuimos cuando no supimos ni pudimos preservar nuestra propia historia.
IV.
Durante los seis días del festival, resultó complejo delimitar con precisión el perfil del público del FICER. Algunas funciones reunieron a espectadores muy jóvenes, entusiastas por acceder a un cine que rara vez llega a las salas comerciales; mientras que otras convocaron a habitantes de la ciudad movidos simplemente por el deseo de ver una película. Tampoco es poca cosa en este panorama. Entre los organizadores, desde la dirección artística hasta la programación, parece existir un punto en común: confiar en el espectador como parte activa del proceso.
La confianza también es mutua. Un hecho especialmente ilustrativo ocurrió durante la proyección de Emboscada, película entrerriana de Mauro Bedendo, que convocó a más de 800 personas según las redes sociales oficiales y dejó a buena parte del público sin lugar. Ese desborde generó un desplazamiento espontáneo hacia la sala más cercana, donde se presentaba Mente maestra, la nueva de Kelly Reichardt. Si algún espectador salió de la Vieja Usina con ganas de ver Old Joy o Night Moves, puede decirse que el festival cumplió su tarea principal.
V
Paraná respira a partir del río; todo en ella parece plegarse a su cauce. Las calles, limpias y llenas de flores, son una especie de excusa en el paisaje porque, en el fondo, no hacen otra cosa que conducirnos nuevamente hacia el agua. Durante casi una semana entera, ese control de la narrativa, de ser el encargado de construir las historias de la ciudad, es el cine, que reorganiza el sentido de lo cotidiano.
Siguiendo ese razonamiento, nadie se dejó atravesar por la ciudad como Ignacio Agüero, el invitado ideal. Llegó, presentó su obra, brindó una charla lúcida y generosa (una deriva entre memoria, principios y oficio), habló con todo aquel que se le acercara, se emocionó y, más importante aún, se volcó de lleno al festival como si fuera suyo: durante su estadía en Entre Ríos, se pasó de sede en sede viendo películas argentinas, entre cinéfilos, vecinos y colegas. Esa curiosidad activa, tan poco común en cineastas de su trayectoria, merece aspirar a ser regla más que una excepción.
VI
Después de la pandemia, los diarios de viaje, de rodaje o íntimos comenzaron a ocupar un lugar mayor en las librerías, al punto de que existe hoy una editorial que publica exclusivamente este tipo de textos. Se trata, por lo general, de libros breves, reunidos bajo un solo eje temático y con frecuencia marcados por un cierto grado de arbitrariedad. Esas características se intensifican cuando los diarios se transforman en películas: a pesar de la diferencia de lenguajes, ciertas decisiones antojadizas pueden trasladarse sin filtros. En el FICER, Santiago Loza caminó por ambos bordes. A la mañana presentó el diario sobre su internación; a la tarde proyectó su nueva —y tal vez última— película en Las Tipas. Los días chinos responde con exactitud a su título. Agotado de los rodajes multitudinarios y de las formas industriales del hacer cine, Loza viajó a Asia y tomó una decisión mínima y motivante: filmar una toma por día con una cámara prestada. Posteriormente añadió textos, poemas y reflexiones que dialogan con imágenes de paisajes que oscilan entre lo tradicional y lo exageradamente moderno. Quizás una película tan delicada marque un quiebre en su obra, que él mismo percibe cercana a un final. Loza construye una mezcla singular entre la desnudez del diario y textos que responden a un recuerdo volátil, a un presente que ya no existe. El resultado es una pieza contradictoria, impulsiva y profundamente cercana, que parece abrazar la idea —nacida del viaje y de la distancia— de que los pueblos pueden convertirse, ante la mirada extranjera, en una forma de apego y nostalgia
Las formas de la invención trabaja en una línea parecida, aunque sin alejarse demasiado de Entre Ríos. En el film de Maia Navas, registrado con un celular a lo largo de más de seis años en un barrio correntino, la cotidianeidad irrumpe en cada imagen. Sus sesenta minutos alcanzan un pulso hipnótico, como si abrieran un portal hacia un mundo que espera ser mirado —y filmado— con la frescura y sorpresa de la primera vez. Con el riesgo latente de aproximarse más a la sociología que al cine, Navas toma una decisión crucial: mantener una distancia que favorezca la empatía y la cercanía, evitando la tentación de lo exótico. El hecho de que conozca la zona y a muchos de quienes aparecen en pantalla despeja toda suspicacia respecto de su posición. Como en la película de su hermana, la directora atiende aquello que sostiene la vida: el ocio que da respiro, el baile, los cuerpos, la música, la comida compartida, el pequeño rito de mirar y filmar. Quizás por eso Las formas de la invención encontró en el FICER un lugar donde podía habitar.
VII
Como si en lugar de analizar una programación estuviéramos siguiendo las pistas de un relato detectivesco —o quizá solo dejándonos llevar por una intuición narrativa—, es posible dibujar un recorrido coherente dentro de una de las tantas líneas del Festival. Casi como si los programadores hubieran seguido la geografía de un río. Ese trayecto, que podríamos bautizar el otrora cine latinoamericano, nace en Fernando Birri, desemboca en Raúl Ruiz, se alimenta de la Universidad Nacional del Litoral y descansa en una orilla habitada por Ignacio Agüero. Ese movimiento, casi hidrográfico, fue uno de los recorridos posibles del FICER.
En su faceta de actor, Ignacio Agüero formó parte de Litoral, la serie que Raúl Ruiz realizó para la televisión pública chilena. En sus cuatro episodios —el último trabajo que el maestro filmó en su país— se encadenan relatos y memorias de marinos que, sin saberlo, viajan a bordo de un barco fantasma. Cada historia oscila entre la intimidad y la Historia con mayúscula, un juego simbólico característico del universo ruiziano cuyo origen, curiosamente, puede rastrearse en un punto de contacto con otro litoral, el argentino: el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral, dirigido por Fernando Birri y dónde Ruiz inició su relación con el cine.
Aprovechando el movimiento de gente en la arteria principal del Centro Provincial de Convenciones —convertida todas las noches en patio gastronómico— los organizadores decidieron trasladar la función de Cinemateca Presenta desde la Sala Noble hacia una pantalla al aire libre. Aquella noche ventosa de miércoles, con una primera fila de señoras riéndose del costumbrismo mordaz de Los inundados, la calle fue escenario de un cierre de círculo casi perfecto: el hijo pródigo Agüero, el iniciador Birri, el Litoral chileno y el argentino, el inclasificable Ruiz, el público entrerriano, la familia Gaitán y un cine latinoamericano que se construía sobre sus raíces. Un camino a retomar.
VIII
Eduardo Crespo, director artístico del FICER, escribe en una especie de presente pretérito en su texto introductorio del catálogo. Frases como “En estos últimos cuatro años que me tocó estar al frente…”, “Después de cuatro años de trabajo intenso y compartido…” y “Me
quedo con todo lo aprendido…” revelan un tono de despedida serena, casi celebratoria. La lista de directores que lo preceden —Celina Murga y Nicolás Herzog— muestra que el festival ha optado por una renovación constante, algo que puede interpretarse como parte de su impulso de evolución, aunque también como un recordatorio de que todo proyecto en desarrollo convive con cierta incertidumbre. Aun así, el hecho de que la dirección recaiga siempre en cineastas funciona como un blindaje ante burócratas más parecidos a gerentes inescrupulosos que a Hans Hurch; o personalistas atornillados a un trono imaginario que está perdiendo sus costuras hace tiempo; o peor aún, frente a oportunistas de paso que dirigen festivales que no conocen y hasta desprecian. De allí que la continuidad —no solo de nombres, sino de una identidad y un espíritu de trabajo— aparezca como condición necesaria para que el FICER siga imprimiendo su leyenda. El Festival deberá sortear ciertos requerimientos que tarde o temprano tocarán su puerta: el afán por la figura estelar, la elefantiasis programadora y, sobre todo, la avidez de novedades que atenta contra la posibilidad de encontrar en el pasado las respuestas a los problemas del presente. Sin embargo, Entre Ríos cuenta con una ventaja frente a estos desafíos: una comunidad que respalda el proyecto.
IX
Las actividades especiales volvieron a demostrar un patrón habitual: lo más interesante no siempre es lo más convocante a priori. En El montaje de la memoria, la composición del público no sorprendió: archivistas y cineasta cuyo trabajo dialoga con la preservación y la utilización de material preexistente.
Una de las expositoras fue Karen Spahn, integrante del Museo Provincial de Bellas Artes “Dr. Pedro E. Martínez” de Paraná. Spahn sintetizó el núcleo del debate con una frase tan precisa como inquietante: “En estos momentos estamos trabajando con lo que no existe y nos preguntamos qué hacer con lo que no hay”.
Si el cine argentino se fue sin decir adiós, el FICER tiene una tarea titánica para lo que viene: continuar cartografiando un país desbordado por una riada, a través de ese enemigo público que es el cine. La octava edición será finalmente, como sentenciaron en la ceremonia de apertura sobre la séptima que terminó hace unos días, la más importante de su joven existencia.








