Lo primero que uno nota al llegar a Cosquín es que hay perros por todas partes, lo segundo es que pareciera un lugar poco adecuado para realizar un festival. Aunque debo decir que este último razonamiento se debe más que nada a que quien escribe esta crónica es un porteño algo prejuicioso que piensa que el único espacio donde convendría llevar a cabo un festival interesante es un espacio bien citadino. Lo cierto es que el festival de Cosquín es más que convocante, y que el público con interés por ver un cine distinto es mucho más amplio de lo que mis erradísimos prejuicios y yo pensábamos.
También, de paso, mis prejuicios pensaban que los cortometrajes iban a ser de lo menos interesante que iba a tener este festival, y sin embargo, casi se diría que fue todo lo contrario. De hecho, diría que la primera película excelente que vi allí vino en forma de una película de apenas quince minutos de duración.
Hablo de Coronados, una película documental de Josefina Alin y Abril Lucina. Allí se filma a un conjunto de físicoculturistas que ensaya para un concurso. La cámara, en tanto, mira con una distancia fascinada el contraste que existe entre el trabajo que sucede atrás del concurso y lo que finalmente se exhibe en el escenario. Si escenográficamente lo que se vende son cuerpos estilizados de personas que se han entrenado para parecer semidioses, atrás del escenario no hay más que un conjunto de personas que se preparan y a las que preparan con sprays varios para adornar sus cuerpos, uso de rollo de cocina para desparramar mejor el maquillaje corporal, y algunos miedos e inseguridades. Junto con todo esto hay también en la película una fascinación por los espacios vacíos o ciertos lugares precarios que parecen desencajados de aquello que se está vendiendo. Me atrevería a decir incluso que Coronados es una gran película, uno de esos films documentales que tienen el tino de no querer intervenir nunca sobre lo que filman, y que entienden que en algunos casos la sola presencia de diálogos podría molestar en una película donde sus protagonistas sólo necesitan exhibir sus cuerpos para expresar una forma de vida distinta pero respetable.
Coronados es también el corto ganador de una sección del festival de Cosquín que se llama “Escuela”. Es curiosa esa sección, porque cualquiera podría asociarla con un conjunto de cortos amateurs a los que se seleccionó más por curiosidad de ver a principiantes tomando una cámara que por otra cosa, y sin embargo son películas hechas con gran calidad cinematográfica, por gente joven con ideas y ambiciones. Los cortos fueron, incluso, uno de los fuertes de este festival, aunque ya llegaremos a ellos en la segunda parte de esta crónica; en todo caso volvamos a Coronados porque es un buen símbolo de lo que fue este evento. Un conjunto de deportistas que en un espacio modesto, con los recursos que pueden, tratan de dar lo mejor de sí para entregar un espectáculo distinto.
Un poco el festival de Cosquín es eso. Claramente sin tener el presupuesto ni la infraestructura de un festival grande, busca a fuerza de una programación sólida mostrar las bondades de un cine distinto. El propio director artístico del festival (Roger Koza) insistió en dos aspectos del mismo. En principio cierta idea del cine como forma de poder conectarnos con “la otredad”, y también en la conciencia de estar haciendo un festival en tiempos de crisis económica, con todo el esfuerzo que eso implica.
Acaso la película de apertura no fue elegida por casualidad. Breve historia del planeta verde es un largometraje de presupuesto modesto que intenta, justamente, hablar constantemente “del otro”. Es un film que no había tenido oportunidad de ver en el BAFICI (donde se exhibió por primera vez) y que había venido con muy buenas críticas desde su exhibición en el festival de cine de Buenos Aires. La película de Loza gira en torno a tres marginales sociales que “heredan” un alienígena al que trasladan de un lado al otro.
Es un film rarísimo, que apuesta a una ciencia ficción disparatada donde el extraterrestre en cuestión no mueve prácticamente un dedo y durante toda la película se encuentra en una posición cadavérica. También podría decirse que la película es, por un lado, una película de denuncia política y social sobre el maltrato a los marginados, y una suerte de cuento de hadas que puede que no sea otra cosa que el sueño final de alguien a punto de morir. La obra no carece de virtudes. Tiene ideas visuales originales y un sentido del humor ingenioso (la sucesión de fotos entre el extraterrestre y una señora mayor es el punto más alto), pero se ve resentida por un contenido alegórico molesto, un trazo grueso que nos insiste una y otra vez en que sus personajes marginales no son otra cosa que la continuidad de ese extraterrestre. De este modo, lo que en principio se volvía humorístico termina teniendo después un peso plúmbeo y molesto, cargado de una significación innecesaria. Sumémosle otras escenas innecesariamente solemnes (hay una procesión de intolerantes con antorchas metida con cuchara y un poema bastante cursi) y sobre todo cierta mirada sobre los marginales que me resulta molesta, una que insiste una y otra vez sobre su condición de víctimas permanentes, de perseguidos constantes incapaces de caer en la ira o en la maldad.
Quizás, en algún punto, no deja de ser interesante comparar a Breve historia del planeta verde con la mucho menos demagógica Us, de Jordan Peele, film que reflexiona sobre la condición de los marginales con más humor y con una forma de encarar la figura del marginal sin caer en esta suerte de miradas condescendientes. O si no, para salirnos del ámbito festivalero podríamos compararla con Knightriders, la gran y maldita película de George Romero de 1981 que este festival exhibió sorpresivamente en una función de trasnoche.
El film de Romero sobre unos motoqueros que deciden vivir acorde a los códigos artúricos es una reflexión del cineasta sobre la imposibilidad de volver a ciertas épocas y las reacciones enfurecidas y dementes que pueden llegar a tener ciertos personajes al ver como sus sueños chocan con la realidad. Si se quiere, Knightriders parece una continuación por otros medios de Martin, el amante del terror, donde un joven trataba de vivir en un mundo de fantasías vampíricas mientras una realidad mucho más corriente y una maldad mucho más burda destrozaban sus sueños. Sin llegar a los niveles de la que podría ser quizás la mayor obra maestra de Romero, Knightriders sigue siendo un film dueño de una frescura y un pesimismo secreto, en donde el director construye una suerte de épica de bajo presupuesto (dos horas cuarenta dura esta película llena de traiciones y batallas) que es tanto una batalla entre bandas como una batalla contra una época.
Habría que agregar también que el primer día de este Festival me encontró con el visionado de Los miembros de la Familia, aunque esto ya forma parte de la tercera parte de esta modesta crónica.
@ Hernán Schell, 2019 | @hernanschell
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.