Este último fin de semana lo pasé fuera de la Patria. El cumpleaños número cuarenta de una de mis amigas fue la excusa para salir de rotation en comparsa rumbo a una de las ciudades más excitantes del mundo: Río de Janeiro. Ocho minas, de festejo, rumbo a Ipanema, con el cometido de darnos alegría, amor, dancing y océano. Y como el mar es uno de mis mejores amigos de la vida, el viaje era también una gran y maravillosa excusa para verlo a él. Hasta acá todo más que perfecto.
Viajar sin el Chuchi para mí suele ser bastante duro. Viajar sin él, o que él viaje sin mí. Somos dos energías, dos almas, dos cuerpos que hace mucho se han unido. Y cuando digo “unido” pretendo usar el sentido absoluto de esa palabra. Nos hemos juntado, amalgamado, mezclado, integrado… Nos hemos unido en toda la extensión del término y, por ende, no sabemos claramente donde empieza uno y termina el otro. Así que cada separación que sufrimos, se me presenta y la vivo como un desgarro. Es como si mi energía sufriera una rotura y debiera recomponerse para operar de una manera nueva y desconocida. Y eso significa entrar en un terreno del todo inhóspito. Así que, cuando viajo sola (que no es muy seguido), sufro de jet lag emocional. Nunca he sufrido jet lag que me arranque síntomas físicos. Pero sí, siempre, he padecido un desfasaje emocional y psíquico que se manifiesta profundo y realmente duro en las primeras 24 horas de la llegada a destino. La primera noche siempre es terrible. Sueños extraños, pesadillas, angustia, sudor, terror…
Todo eso más tarde se disipa y, si el viaje es lo suficientemente largo, desaparece dejándole paso a un nuevo estado de conciencia que me permite, generalmente, aprender de mí, analizarme en profundidad (a veces muy dolorosamente) y cambiar. Cambiar irreversiblemente. De los viajes importantes de mi vida he vuelto siempre cambiada. Siempre, todas las veces. Y este no fue la excepción. Entre la angustia, la alegría, las caipiriñas, el dancing, la arena, el sol, el agua, las caminatas y las risas, he aprendido, me he transformado y he regresado.
Llegué en la madrugada del lunes, abrí el whisky que había traído y me emborraché con el Chuchi para realizar la catarsis final, el ritual de aceptación y canalización absoluta del cambio. Y después me fui a dormir. Y a la mañana del mismo lunes, en botas pata de oso y pijama, me encaré con el nuevo capítulo, el cuarto, de Game of Thrones.
El cuarto capítulo sea, tal vez, el de mayor cantidad de eventos de la temporada. Y, creo, todos estamos de acuerdo en que esta temporada necesitaba de eventos. Estábamos hartos. Sí, la resurrección de Jon fue algo importantísimo, pero lo cierto es que algunos mirábamos con desconfianza lo que esa vuelta a la vida representaba. Y en este cuarto episodio, la promesa de que algo sucederá vivificó el show y nos renovó la esperanza.
A la serie ya no le quedaban personajes sexis, y la gestión de Daenerys se había vuelto en verdad lenta y sin un punto. En la temporada pasada, la caminata de Cersei la había colocado en la palestra como uno de los personajes a seguir, a mirar, y prometía una redención fuera de los límites conspicuos a los que nos tienen acostumbrados los shows habitualmente. GoT no es un show común, es la serie más exitosa de todos los tiempos. Pero, aun con su intriga inigualable, su despiadada capacidad de asesinar personajes que amamos y su enorme y fastuoso esfuerzo de producción y acting, ya nos había hartado con eso de tener que temerle al exabrupto del autor. Porque como se dice por ahí, hasta al infierno uno se acostumbra. Y esa cuestión de que nos dejaran sin nada cada tanto (sin héroes, sin esperanza, sin sexo, sin calentura) nos había agotado redomadamente la paciencia.
Por suerte, los sabios muchachos de HBO percibieron esto con mucha astucia y, en este capítulo cuatro, nos dieron algo de lo que queríamos: la reunión de dos de los Stark, y un plan en el cual tener fe. Por supuesto, en el final, se dieron el lujo de apretar el botón de “reset” y restaurar el orden de aquella maravillosa primera temporada, en la que todos pedíamos a gritos el regreso de la Targaryen a los siete reinos de Westeros.
Así que aquí estamos nuevamente, re bautizados, limpios, llenos de esperanza frente al nuevo camino que arranca a partir de este capítulo. El viaje parece haber comenzado su etapa final. El horizonte parece ya estar mostrando algo del premio al valor de haber viajado y haber cambiado. Y eso nos excita, nos interpela, nos provoca y también nos atemoriza. Pero el show ha revivido, ha vuelto a poseer ese deseo vertiginoso que nos llevaba a devorar las primeras temporadas y a recordarlas vívidamente durante todo el año que dura el intervalo entre ellas.
Es ahora donde parece que llegará por fin la trama que estábamos esperando. Es ahora donde parece que llegará por fin la venganza de Ned Stark de entre los muertos, y es ahora que parece que llegará por fin la restauración de derechos que tanto hemos anhelado. Parece que la enfermedad está curándose ahora y del todo, que seremos libres del mal y las cadenas como siempre quisimos.
La batuta ha cambiado de manos, y se nota. Martin ha tenido que replegar un poco su influencia, para dejar que los magos de la cadena que cambió para siempre a la televisión hagan lo que mejor saben hacer: cautivar a la audiencia y atenazarla. Necesitábamos un poco de azúcar entre tanta yerba mate que nos estaba metiendo el gordo sádico por el trasero. Y, por ahora, nos estamos dando el lujo de soñar. Eso sí, mucho ojo, no nos relajemos en el sofá, porque en cualquier momento lo dejan pilotar de nuevo el barco al loquito, y nos deja culo al norte con Jon muerto, el enano preso y Daenerys pelada por una bocanada de fuego. Con este escritor hay que estar “siempre como culebra”.
Pero ahora estamos de vuelta y es momento de gozar.
Se supone que las temporadas que vienen tendrán menos de diez capítulos, así que es justo decir que ya estamos en lo que parece el segundo punto de giro de la historia. Es ahora o nunca y hay que conseguir el sueño deseado que tanto tiempo se vio amenazado por la violencia, los fantasmas y los desvíos. Cada cual sabe dónde le aprieta el zapato.
Así que amigos, a apretar reset, a montar el Dragón y a volar por la nuestra incendiando el mundo para inventar uno nuevo.
Laura Dariomerlo / @lauradariomerlo