(Estados Unidos, 2017)
Dirección: Alexander Payne. Guión: Alexander Payne, Jim Taylor. Elenco: Matt Damon, Kristen Wiig, Christoph Waltz, Alec Baldwin, Neil Patrick Harris, Jason Sudeikis, Rolf Lassgård. Producción: Mark Johnson, Alexander Payne. Distribuidora: Fox. Duración: 140 minutos.
Payne y sus enanos
Las películas de Alexander Payne forman un sistema de fábulas sociales en tono de comedia. Payne no es tan sutil como Lubitsch, ni tan demagogo como Capra, ni tan esnob como Jarmusch, ni tan cínico como los Coen, para nombrar a otros practicantes de ese género en el cine americano. Es más bien un director en busca de temas en los que expresar sus propias contradicciones, que son las de un demócrata al viejo estilo en tiempos difíciles (cada vez más difíciles) para conjugar humanismo y moderación. La última vez que lo encontré fue el día de la elección presidencial de 2008, cuando se dedicaba a recaudar fondos para un grupo llamado “Griegos por Obama”, un asunto de cuyo ridículo era consciente y que, mirado de cerca, revela buena parte de su ideología. Payne nació y se educó en Nebraska, un estado agrícola cuya mayoría es descendiente de inmigrantes europeos, que vota masivamente a los republicanos y donde la vida cultural no es una prioridad. Payne es un tipo cosmopolita, habla varios idiomas (el castellano entre ellos) y no es un campesino de Nebraska, pero el centro de sus preocupaciones son esos americanos de buena fe, anteriores a la grieta actual, de limitados recursos para vivir y de recursos aun más limitados para entender lo que les ocurre, desde la situación familiar hasta los avatares de la economía. Eso le pasa a su serie de protagonistas masculinos en La Elección (Election), Las confesiones del señor Schmidt (About Schmidt), Entre copas (Sideways), Los descendientes (The Descendants), Nebraska y ahora en Pequeña gran vida (Downsizing); el Nicholson de Schmidt y el Clooney de Los descendientes, por nombrar dos, tienen dinero, pero están tan perdidos en la vida como sus congéneres de clase media, atravesados por dilemas éticos, de esos que resultan difíciles de manejar en la pantalla sin caer en la manipulación y la mentira. Pero Payne se las arregla. Lo suele ayudar una gran inteligencia para estructurar los guiones, un genuino interés por lo que ocurre en el mundo y la elegancia para equilibrar el entorno con la sustancia dramática, el humor con el conflicto social, las locaciones bellas pero discretas y la distancia que toma con la sordidez.
Pequeña gran vida, un viejo proyecto de Payne y de su coguionista Jim Taylor, es un desafío para su sistema (en otra escala, para hacer un chiste obvio). De la comedia de costumbres, Payne salta aquí a la ciencia ficción distópica con otro presupuesto y otras necesidades de producción. La idea de partida es muy ingeniosa: unos científicos noruegos, preocupados por los desastres ecológicos, descubren la manera de achicar a los seres humanos. De ese modo, el consumo se minimiza y el planeta puede evitar una segura catástrofe. Pero los americanos descubren que achicarse puede ser no solamente un sacrificio, sino una manera de aumentar la riqueza: las familias de clase media como la del protagonista Matt Damon, aquejadas por el deseo y la imposibilidad de progresar económicamente, pueden vender sus modestas propiedades y, con el dinero obtenido, pasar a vivir varios escalones más arriba en una ciudad de liliputienses, donde un anillo de diamantes a su medida cuesta menos de un dólar y el presupuesto mensual en comida no alcanza a los diez. Así, achicarse no es solo un sacrificio para salvar al planeta, sino una impensada vía hacia la riqueza. Dicho de otro modo, la tentación de achicarse es la posibilidad de agrandarse y sobre esa paradoja se asienta la película.
Claro que cuando las circunstancias de su matrimonio lo dejan con menos de lo que tiene, el achicamiento empieza a tener otro color y Damon pasa a vivir en un departamento en vez de una mansión y a tener que trabajar en un call center. Con gran ingenio, el relato lleva al espectador a descubrir paulatinamente que la sociedad de los pequeños tiene tantas diferencias sociales como la de los grandes. Así, un viaje en ómnibus hacia la periferia latina en compañía de la refugiada vietnamita que interpreta Hong Chau nos lleva con Damon a conocer regiones aun más miserables, propias de una pesadilla. Ver en grande significa así ver lo pequeño, lo sórdido de la vida de los pobres.
A esa altura, el conflicto ético, político, psicológico y económico en el que está envuelto el personaje de Damon llega a su plenitud: es pobre, está solo, la sociedad que lo rodea es tan hostil e injusta como la que abandonó y no puede volver atrás. Pero Pequeña gran vida no es un panfleto ni una alegoría del orden social, sino una comedia que tiene que moverse hacia alguna parte. Dos personajes son los encargados de sacar a la película de su potencial parálisis narrativa. Uno es el de Hong Chau, activista, luchadora por los derechos humanos que vive ayudando a su comunidad y arrastra a Damon a obedecerla por falta de algo mejor. El otro es Dusan, contrabandista serbio, traficante en placeres que representa el deseo de disfrutar y de vivir en el lujo así como en el común barro de los mortales, fuera de cualquier mandato religioso. Pero hay otro polo en la película: el de los noruegos, con su rectitud moral, su utopía del Arca de Noé y su comunidad de hippies adoradores de la naturaleza.
En Noruega se instala el juego final a tres bandas de Pequeña gran vida. A esta altura, Damon está enamorado de Hong Chau, seducido por la posibilidad de hacer historia (otro de sus defectos demasiado humanos es el cholulismo) y abrigado por sus amigos, Dusan y el disipado capitán de barco. Es decir, se debate entre el amor, la lealtad, la solidaridad, la ambición y también la sospecha (lubitschianamente introducida por Dusan, que parece un personaje de Ninotchka) de que los manifiestos y las consignas son nocivos para los individuos. No hay manera de resolver estos dilemas sin un golpe de guión más o menos arbitrario. El de Payne se inclina por los valores más humanos (en el sentido íntimo y terrenal de la palabra).
Con su punto de partida absurdo, su continuo cambio de perspectivas y sus peripecias de caricatura, Pequeña gran vida resulta una película original, un poco descolocada de los tópicos sociales y de su tratamiento. Y lo que parece un defecto, que las opciones morales no sean nítidas ni lacrimógenas, hacen a su ligereza, que molesta a A.O. Scott, el crítico del New York Times, quien le pide algo “más grande”. En una entrevista con The Guardian, el periodista recuerda una cita de Preston Sturges en Sullivan’s Travels, en el sentido de que el único objetivo de un cineasta es entretener. Payne responde que no está del todo conforme con esa frase. Pero lo bueno que tiene como cineasta es que tampoco está conforme con las utopías, con los grandes discursos. Por eso le salen películas tan raras para Hollywood y tan reconocibles. Payne intenta siempre aclararse algunas dudas sin enfermarse de importancia. Y en general lo logra.
© Quintín, 2018 | @quintinLLP
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