(China, 2017)
Director: Wang Feifei.
Como vimos en algunas de las nuevas películas de Jia Zhang-ke, China ofrece todo un territorio donde se vuelven bien visibles muchas angustias modernas. Al ser China tan moderna y a la vez tan tradicional, la yuxtaposición se torna inevitable. Tan solo la imagen de una chica joven con su celular paseando por una isla parece suficiente para hacernos entender que todo eso es tema y problema.
Para nosotros, lo chino siempre se asocia a tradiciones milenarias y a un universo que ya por su lejanía se acomoda inmediatamente en el reino de lo fantástico. Sin embargo, From Where We’ve Fallen (primer largometraje de Wang Feifei) se ocupa centralmente de dos conflictos de pareja relativamente simples que por ciertas causalidades terminan anidándose en el mismo lugar.
Lo central parece ser el matrimonio, pero en su configuración casi plástica de las bodas y de la gente que las vive con toda la parafernalia incluida. En medio de ello, dos relatos de infidelidad que se cruzan, ambos contados desde la perspectiva menos beneficiosa: la del personaje condenado a ser secundario en el triángulo. Así tenemos una joven estudiante que es amante de un profesor y un trabajador gastronómico engañado por su esposa.
La película los acompaña tanto en sus situaciones de melancolía como en sus actos irracionales, porque de alguna manera el espacio comienza a transformarse en ese sentido. Hay una suerte de villano (por así decirlo) encarnado en un comerciante de cristales, que invita a todos a su isla privada donde funciona su propio complejo turístico. Como en The World, de Jia Zhang-ke, se hacen visibles todas las imágenes que China toma prestadas del mundo, con esas habitaciones de hotel que recrean vistas de ciudades importantes.
Una habitación en particular recrea Nueva York, con sus ventanas tapadas con vistas del puente de Brooklyn. El film opone siempre ese mundo de fantasías cumplidas donde “uno puede amar varias veces en el mismo día”, con el otro, más asociado a estos pobres engañados, donde hay más trabajo, vida y realidad.
Para este mundo artificial, la película responde con un destino fatal, irracional, como si el caos mereciera una muerte caótica. Para narrar esto, Wang parece recurrir a metáforas visuales que sobran. Algunas de las casualidades y coincidencias son remarcadas como cosas de alto vuelo, al igual que los sueños y las pesadillas.
Ante la posibilidad de dejar que lo fantástico surja solo, en este film hay una necesidad a veces forzada de desrealizar algunos elementos y pedir a gritos que sean leídos de tal modo. Una metáfora recurrente es la de la chica que se aleja hacia un lugar peligroso. En una escena la joven camina hacia el mar por un camino de piedras (una construcción antigua, sobre el mar, que se suponía que conectaba con Japón) y la marea sube, lo va tapando. Le pregunta a su amante preocupado, en medio de la urgencia, si de verdad la ama. Si así fuera, él se vería obligado a seguirla pidiendo que regrese, pero la escena termina en silencio.
Los espacios, el agua, los cristales y los peces construyen alegorías que tapan algunos momentos muy genuinos. Sin dichas pretensiones, en cambio, también se ven angustias de clase, y lo que ocurre con algunas personas cuando se hallan realmente solas.
© Mariano Morita, 2018 | @marianomorita
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