La palabra enormidad es la que mejor le cabe al cine de Nolan recientemente. Sus últimos largometrajes nos sumergieron en mundos inmensos, en imágenes arrolladoras, en pantallas de siete pisos y parlantes que vuelan la peluca. Sus películas se han ido complejizando cada vez más a lo largo del tiempo, como si el hecho de poner millones de dólares en el impacto visual, en puestas en escena imposibles y fotografías impresionantes tuviera la obligación de acompañarse por historias cuya narración sea tan grande, tan compleja, tan intrincada, que se ponga a la altura de esa monstruosidad audiovisual.
El cine de Nolan siempre tiene una carta más bajo la manga, una sorpresa para echar sobre el tapete y un giro inesperado que nos agarra desprevenidos. Pero en su cine más reciente, hay algo en la construcción de esa narración que esconde una trampa, un mecanismo, un artilugio ad hoc, que aparece en el momento justo para salvar las historias y desviarlas hacia el lugar adecuado. Sucedió en El Origen: las reglas del mundo de los sueños no eran finalmente tan estrictas como parecían, morir en un sueño no equivalía a morir en la realidad, el limbo no era un lugar imposible de escapar y demás. En menor medida, aparecían soluciones mágicas en El Caballero de la Noche Asciende: “bati-herramientas” demasiado poderosas, mensajes a cautivos en medio de una ciudad sitiada y un escape imposible, que finalmente no era tal. Por último, sucede lo mismo en Interestelar de la manera más burda y notoria, en ese clímax tan elocuente como estruendoso en que Cooper flota en un limbo espacio-temporal vociferando verdades para luego volver a la normalidad.
No es difícil comprender cómo funciona este artilugio: cuando los mundos creados en el imaginario audiovisual están determinados por reglas autoimpuestas que debemos aprender para meternos dentro de su propio verosímil cinematográfico, todo el poder de la narración recae en el realizador y el espectador se queda afuera, sin poder participar. Esto no quiero decir que una obra no pueda ser imaginativa y crear un mundo desde cero, sino que esa creación, por gigantesca que sea, debe mantenerse siempre aprehensible para el que pone sus ojos en ella. Para que esto suceda, el realizador debe ser lo suficientemente honesto como para asegurar dos cosas: 1) que la cosmovisión propuesta en el producto no se exceda en rodeos, vericuetos e incisos que eviten que el espectador pueda abarcarlos, y 2) que esas reglas autoimpuestas sean claras y no se rompan. Cuando estos dos puntos no se cumplen, evidenciamos el mecanismo tramposo que deja al público en fuera de juego. La situación se agrava aún más si nos encontramos ante propuestas como El Origen, cuya complejidad basada en la descripción de un mundo inexistente, necesario de comprender para el visionado, obliga a una atención total y constante, o Interestelar, cuya temática netamente científica, implica una inacabable serie de explicaciones técnicas, físicas y astronómicas para que el público pueda aprehenderla.
Me gusta pensar que el buen cine se asemeja a lo que en lógica se conoce como un entimema, un silogismo en el que uno de sus componentes (premisa o conclusión) se elimina por ser evidente o estar implícito. Según aprendimos de Aristóteles en La Retórica, el entimema es un recurso que se utiliza en un discurso para darle agilidad, claridad y atractivo. Cuando el público oyente se enfrenta a este silogismo trunco, completa el vacío con su propio saber y, con ello, adquiere participación en el discurso, se vuelve él también parte y protagonista de lo que sucede en el escenario. Del mismo modo, una buena historia debería funcionar como un entimema: no brindar todo masticado a los espectadores, no llenar todos los vacíos, sino darle las herramientas al público para que pueda, desde su lugar, completar los espacios y sentirse parte. Luego, este mecanismo puede no ser exitoso y muchos espectadores pueden -por pereza o falta de ingenio- fallar en su intento de armar el rompecabezas. Lo que no debería suceder jamás es que el narrador esconda las piezas y las entregue cuando ya es demasiado tarde. Interestelar no solo peca de tramposa al no permitir a los espectadores imaginar las soluciones a los enigmas planteados, sino que se excede hasta el hartazgo en las explicaciones que derivan en la resolución de los conflictos narrativos.
En un recordado episodio de Friends, Chandler, preocupado por los problemas financieros de Joey, quiere darle dinero. Ante la negativa de su amigo a aceptar el dinero, Chandler inventa en el momento un juego de apuestas llamado “Cups”, en el que va creando las reglas a medida que la partida avanza, de modo tal de perder siempre y así entregarle dinero a su amigo sin que se sienta avergonzado. El cine reciente de Nolan se acerca peligrosamente a este juego, en donde nuevas reglas, nuevas escenas, nuevos mundos, situaciones, contextos, datos, planetas y accidentes van apareciendo como por arte de magia en lugares oportunos, en lugares en donde el espectador jamás se imaginará, porque las premisas previas no son ni por asomo suficientes como para que puedan pasarle por su cabeza. Allí es donde el público se pierde, se queda afuera de la narración, deja de ser un ojo sumergido en una sala oscura para convertirse en una persona de carne y hueso, no frente a una historia, sino frente a una inerte pantalla en la que se proyectan imágenes y detrás de la cual se ve la mano de un titiritero, moviendo cada hilo, acomodando cada pieza en el lugar que corresponde. Allí es donde los artilugios se evidencian y, sin importar cuántos millones se hayan gastado en crear un mundo verosímil a la vista, la magia del cine desaparece y no somos más que simples mortales, decepcionados en la oscuridad de la butaca.
Por Juan Ferré