Dirección e interpretación: Carlos Casella y Gustavo Lesgart Diseño de luces: Gonzalo Córdova Música: Diego Vainer Escenografía: Mariana Tirantte Asistencia: Federico Moreno Prensa: Simkin & Franco
Dos hombres. Sus caras escondidas detrás de un sombrero. Sus torsos desnudos.
Un panel colocado en diagonal desde el costado izquierdo del escenario hacia el medio del mismo, apenas pintado en tonos grises y celestes sucios. En el ángulo derecho al frente, casi cayéndose, la luz que emana de un gran reflector. La misma luz que va a ser eclipsada por esos dos cuerpos moviéndose a la par.
La escasez de escenografía y la tozudez de la luz van a hacer que nos concentremos exclusivamente en esos dos cuerpos y, cada tanto, que levantemos nuestra mirada hacia las sombras que de ellos se proyectan sobre el fondo del escenario o del panel. Sombras que lejos de esconderlos, los potencian y acompañan.
La propuesta es claramente de movimiento. Los dos hombres se hunden en un mundo de acción compartida. Todo lo que pasa sucede ahí, entremedio de ellos dos, de sus cuerpos en contacto.
Comienza la obra con movimientos suaves de sus manos que realizan casi al unísono, como acariciando algo que nosotros no vemos pero que ellos saben muy bien qué es. Se quitan el sombrero -podemos ver sus caras- y se ponen una remera. De ahí en más, los movimientos van tomando fuerza y velocidad. Los intérpretes juegan con pasajes de peso, se sostienen uno al otro, se recorren.
Aunque la obra pueda estar en clave bastante abstracta, nunca se convierte en un recorrido puramente formal, inexpresivo. Al contrario, cada acción que se produce repercute en los bailarines y nosotros podemos acompañar como espectadores, con el apoyo fundamental de la música, algunas de las sensaciones que se generan arriba del escenario. Por momentos, las series se repiten y se aceleran multiplicando su fuerza y sentimos el nerviosismo o quizás algún reproche o simplemente alguna discusión. En otros instantes, los movimientos se vuelven tranquilos y amigables y en otros, apasionados y eróticos. Hay series que se reproducen en los mismos espacios del escenario como indicando caminos recorridos más de una vez, acaso con pequeños cambios pero siempre entre los dos. Hacia el final, uno se apoya de espaldas sobre el panel, y se reclina hacia adelante con los brazos extendidos y las manos rozando el piso. El otro comienza a rolar desde ese encierro, que producen las piernas y los brazos del que está parado, hacia afuera. A medida que pasa por debajo esas manos extendidas que ejercen una mínima presión, los dedos de las mismas se deslizan suavemente por la espalda del que está rolando. Este movimiento se repite varias veces y uno tiene la sensación de poder y querer quedarse eternamente observando esa pequeña y plácida serie.
El entre del que hablábamos más arriba se sostiene hasta cuando sus cuerpos se separan. El único momento en que uno de los bailarines se queda parado, como perplejo y un poco confundido, es cuando el otro genera un traslado veloz por el piso formando un gran círculo que ocupa casi todo el escenario. Se alejan, pero sus movimientos siguen siendo compartidos, el uno está en función del otro.
Y claro, esta es mi lectura. Lo atractivo de estas obras más abstractas (por supuesto que vale para todas en general, pero algunas dejan abiertas más puertas que otras) es que cada uno puede establecer con lo que está pasando sobre el escenario una relación muy particular y personal.
Como postdata, Casella y Lesgart nos regalan una elocuente yapa.