Hace tiempo que Mel Gibson sobrevive como puede en una clase B que conserva algún aire de respetabilidad, un cine que no se resigna del todo a hundirse del todo en los baldíos de las estéticas de bajo presupuesto. El tipo lleva su destierro de la industria con el bajo perfil de un profesional: sabe que ya no puede permitirse los lujos de las grandes producciones (Corazón valiente), el escándalo (La pasión de Cristo) o el experimentalismo desbocado (Apocalypto) y que se somete de buen grado a los requerimientos del director que le toca en el proyecto de turno. Le piden que haga de padre vengador, de loco, de encargado de la Enciclopedia de Oxford; el hombre va y cumple a conciencia con la tarea. Esta vez el encargo es un policía retirado, enfermo y cascarrabias que no escucha a nadie. El asunto es así: estamos en Puerto Rico momentos antes de que un huracán golpee la ciudad. Acompañamos a dos policías que están evacuando gente: cada uno tiene una historia, aspiraciones, conflictos personales, un pasado, esas cosas, pero no nos importan por el momento. La película demuestra una incapacidad extraordinaria para imprimirle el más mínimo interés a lo que cuenta: entendemos que hay que dejar que los dos policías hagan lo suyo sin importunarlos; si se apuran, con un poco suerte, tal vez nos conduzcan pronto a Mel Gibson. Los protagonistas se cruzan con un tipo que hace lío en un supermercado, lo escoltan a su edificio y ahí se encuentran con que hay que evacuar a dos viejos que no quieren ir al refugio. Siguen escenas de una extrañeza absoluta: el tipo al que llevan detenido pasa por la casa a darle de comer a su mascota, una bestia voraz guardada detrás de una puerta con mil candados (algo parecido a lo que pasa en La adorable revoltosa pero sin metáfora). En otro departamento, un comisario viejo y rezongón discute con la hija y se rehúsa a dejar su casa: es Mel Gibson, amigos, que tiene a su cargo una breve comedia sobre la senectud y el mal carácter.
El hombre está sentado y tose, gira los ojos desorbitadamente, grita, se ahoga, se sobreexcita y maltrata a todos: no se si sabe si actúa, si está dirigido, si le dieron indicaciones o si simplemente improvisa, si hace de él mismo o si se aprovecha de la fama de loco malo que supo endilgarle Hollywood. Ahora, la amenaza: al lugar llega un grupo de mercenarios high tech en busca de algo, un botín, plata, objetos, nadie sabe. Empieza un juego de gato y ratón que imita pobremente el modelo vertical de Duro de matar: malos armados hasta los dientes corren por los pasillos a los buenos que alternan la fuga con el ataque sorpresivo. Esto, que debiera ser el corazón de la película, un espectáculo de coreografías y tiros y explosiones, el director lo gestiona burocráticamente, como si quisiera sacarse de encima un embrollo.
Lo más parecido al cine en esas escenas es Gibson arrastrándose por los pasillos con el arma levantada y el cuerpo que no le responde. Uno apenas se da cuenta, pero al director se le escapa algo así como una idea, una poesía involuntaria: la premisa del huracán, de la catástrofe próxima, de la tormenta y la destrucción por venir tiene su reflejo en el comisario que hace Gibson reventado por enfermedades, varias de ellas mortales. La idea de la force of nature liberada, imparable, inminente, tiene una réplica a escala humana en ese hombre quebrado y consumido que ahora apenas puede calzarse el chaleco antibalas, pero que se lanza igualmente a batirse a tiros y trompadas con los adversarios de ocasión.
Hubo quejas de portorriqueños y periodistas indignados que vieron con malos ojos que Mel Gibson fuera a hacer sus cosas de siempre a ese país. La pregunta sería, en todo caso, qué puede filmarse hoy que no moleste a nadie. Un poco como el olfatea el peligro, el director se anticipa a todo este lío y dispone en el relato una denuncia contra el racismo y la violencia policial: el tipo de la mascota en cuestión es un negro que escapa de Estados Unidos después de denunciar a la policía local por maltratos. La razón de esa inclusión pareciera ser cubrirse de las críticas del progresismo remitiendo a una causa sensible del momento (aunque totalmente ajena a la realidad de Puerto Rico). Un gesto incomprensible en términos políticos y narrativos, un delirio fruto de las presiones crecientes que enfrenta el cine. Por supuesto, Gibson no se prende en ese juego de correcciones; de su boca no sale nada que remita a esas cuestiones, ningún diálogo edificante, sus intereses están en otro lado: ponerle el cuerpo a una película maltrecha, sacar lo mejor que se pueda de la adversidad, medirse con un huracán y agujerear a un par de enemigos de paso. Repetir el ritual que alguna vez supuso el cine: contar una historia por el único placer de hacerlo sin militar causas de moda, sin rendir explicaciones. Una forma de ver, comprender y hablar del cine que no está blindada contra adefesios como Force of Nature, pero que es mejor que nada.
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(Estados Unidos, 2020)
Dirección: Michael Polish. Guion: Cory Miller. Elenco: Emile Hirsch, Mel Gibson, David Zayas, Kate Bosworth. Producción: Randall Emmett, George Furla, Luillo Ruiz, Shaun Sanghani, Mark Stewart. Duración: 91 minutos.