2ª Parte
(Resumen de la 1ª Parte: De cómo artistas y críticos nunca se miraron con simpatía; Sobre las notas de Juan Pérez; De egos inflados, productores que inflan los del prójimo y editores que patean en contra)
Retomo el hilo. El Festival de San Sebastián se celebra todos los años en el mes de septiembre. En el año al que hice referencia en la primera parte de esta nota (link), tocó días después del estreno de la película que me trajo problemas. El festival vasco, que siempre fue muy amable con el cine argentino, premió la película en cuestión (a propósito de la que, dicho sea de paso, algún colega se quejó de que fui demasiado generoso con la nota que le puse). En el momento del anuncio del premio veo que el protagonista de la cinta se me viene al humo, recorriendo tres pasillos de la sala del Kursaal a paso vivo, hasta llegar a mí y decirme: “Lo tuyo es despreciable”. “¿Qué cosa?”, le pregunté, sin saber muy bien a qué desprecio se refería. “No te hagás el boludo, te hablo de la nota que escribiste”. “¿Y éste cómo se enteró, si esa nota nunca se publicó?”, pregunté para mis adentros. Ahí caí, bobo de mí. Claro, si la película la habían hecho “amigos” del medio en el que me desempeñaba, ¿cómo sus directores responsables no iban a hacerles llegar una nota censurada, si la lealtad entre amigos requiere de esa clase de gauchadas? O sea que la tuve completa: censura, circulación entre “amigos” de una nota que sólo los directores del medio habían leído, y patoteada del actorcito. Cartón lleno.
Quiero aclarar que no me estoy quejando, porque la verdad es que esa clase de agresiones son demasiado pavas para darles alguna importancia. Además se sabe que, por ruines que sean, esta clase de bajezas son gajes del oficio. Las cuento porque son coloridas, nomás. Otra aclaración: si no doy nombres es porque no creo que escrachar o botonear sea cosa de caballeros. Sí me parece que puede tener algún interés transparentar un poco esta interna. O tal vez al menos sea divertido, qué sé yo. Por otra parte no soy el único que ha debido soportar el ego (o los negocios) herido(s) de quienes lo(s) tienen a chorros. A un colega, en pleno Bafici, casi lo sopapea el director de una película, porque había hecho una crítica negativa (una crítica de apenas unos mil caracteres, aclaro) de la película que presentaba en ese festival. Resultado: el conato quedó en conato y la película era tan mala que jamás se estrenó.
A las trompadas
Hay también (o hubo) distribuidores cinematográficos que toman o tomaban toda crítica negativa como una afrenta personal. Uno de ellos, de proverbial volatilidad itálica, amenazó con fajar a un colega, en el por entonces llamado “barrio del cine”. La cosa también quedó en aprontes, como suele suceder con el “dejameló que lo mato” callejero. No quiero dejar de mencionar un caso histórico y legendario: a comienzos de los 60, el crítico Carlos Ferreira habló mal, en un programa de televisión, del opus más reciente del dúo Bó-Sarli. Veloz como el rayo, Armando Bó, que antes de ser productor y realizador la yugó de boxeador, se hizo presente en el estudio y noqueó por error a Jorge Miguel Couselo, a quien confundió con Ferreira. Según cuentan lo habría hecho en cámara. Yo no lo vi y la historia me parece demasiado perfecta para ser real. Tal vez se trate de una leyenda urbana. De ser así, como dicen los italianos, se non è vero è ben trovato. “Aunque sea un bolazo tá güeno, chei”, sería en criollo.
Hay situaciones desafortunadas. Antes de iniciar su carrera, un futuro cineasta que por ese entonces vivía en Nueva York nos invitó con mucha generosidad a su casa, a mi pareja y a mí, que éramos turistas medio pajueranos en medio de semejante monstruo de ciudad. Cuando empezó a hacer películas no me gustaron y, aunque mantenía mi aprecio personal por él (lo mantengo, a pesar de que políticamente se fue a la mierda) no me quedó más remedio que “pegarles”. Lo cual hasta el día de hoy me deja un sabor de boca medio amargo, teniendo en cuenta la hospitalidad que me brindó cuando recién nos conocíamos. Pero, ¿qué podía hacer yo? ¿Decir que sus películas eran bárbaras, porque el tipo se había portado bárbaro? Y, no, lamentablemente no es así, a veces los encuentros personales dejan paso a los desencuentros estéticos. Y cuando uno dice que una película no está bien no está diciendo que el que la hizo es un hijo de puta. Pero suele tomarse así.
Otras veces uno mete la pata con ganas. Me acuerdo de que en una edición del Festival de San Sebastián (¡el mismo en el que el actorcete aquel quiso apurarme, fue un festival movido ése!) me calenté con muchos de los locales porque no habían entendido nada de esa otra película argentina a la que yo le había puesto un 10, y publiqué en el medio en el que escribía poco menos que los críticos españoles eran todos unos cuadrados. A partir de ese momento en los diarios de la ciudad salían notas que se referían a “cierto periodista argentino que viene a darnos clases de crítica de cine”. Comprendí que lo que había hecho era escupirle el asado al anfitrión. Cosa que no está bien. Pero la pata ya estaba metida.
La interna salvaje
Hay un apartado especial que es el de críticos vs. críticos. Tenemos el ego tan alto como los directores de cine. Y como a la vez somos muy chusmas, como todo periodista, en el medio los resquemores, envidias, maledicencias, sospechas mutuas, ninguneos, persecutas y gatos encerrados están a la orden del día. Así como de pronto se producen amistades impensadas: en líneas generales me llevo mucho mejor con los que son “de otro palo” que con los que están en la misma vereda. Un poco por desprejuiciado, otro poco por jodido: con los iguales se compite, mientras que los “distintos” no generan esa clase de problemas.
En los años 90, el ex crítico Claudio Daniel Minghetti publicó una nota muy divertida (y original) en Página/12, ya que trataba un tema aparentemente sin importancia, que sin embargo constituía un micromundo aparte: el de las funciones privadas que se hacían en microcines de la zona de Lavalle y Ayacucho, cuando las películas todavía se estrenaban en cine (y en celuloide). A la salida de una de esas privadas, un crítico lo toreó a otro con el que estaban peleados desde hacía tiempo (por diferencias estéticas, lo cual constituye todo un mérito), y el otro le metió un roscazo que lo volteó. Yo mismo, años atrás -épocas en las que tenía el nivel de mostaza en sangre más elevado que ahora- me dejé llevar por la intemperancia y no sólo me peleé con un colega (de palabra, nomás) sino que armé un pequeño conventillo al interior del grupo de críticos que ambos integrábamos. En fin, cagadas que uno se manda.
Abrir puertas y ventanas
Hay otra clase de colegas que no tienen que padecer ninguno de estos malos tragos: sabedores de que si se les va la mano tendrán que afrontar caras largas, algún que otro apriete y rupturas, practican, como señalé en una nota previa en este mismo medio, lo que podría llamarse “crítica buena” o perdonavidismo auténtico. Abordan la película como quien pisa huevos, le buscan aciertos posibles e imposibles, dan vueltas para sugerir por elevación que la película tal vez tenga algunas debilidades y apelan a todos los eufemismos que ofrece el diccionario. Ojo: esto no se hace con películas de realizadores que nadie conoce, porque esos están para el cachetazo, ni tampoco con las crasamente comerciales, porque lo que defiende a ultranza la clase de crítica de la que hablo es el indie nacional. Se ejerce con las de cineastas consagrados en festivales, monstruos sagrados de cabotaje (muchas veces encumbrados como tales por esa misma crítica), nueva mercadería de exportación o posibles candidatas a circuitos de arte y ensayo del exterior.
Esta crítica cínicamente gambeteadora apunta a dos targets: uno es el cineasta-amigo, el otro el programador de festivales o de las cada vez más contadas salas de arte, que se enteran “de qué va” la película al leer esas amigables reviews aborígenes. Que cuanto más benignas sean, más puertas abren. O sea que la “crítica” (ponele) funciona en estos casos como socia o abrepuertas. Así, claro, queda garantizada la ausencia de enemistades, y se puede seguir compartiendo cócteles, canapés y pasillos de festivales entre sonrisas cómplices y ningún mal momento. Para evitar esta clase de compromisos nunca confesados, un colega cultiva con rigor espartano un principio acertadísimo: directamente no va a cócteles. Con lo cual no queda con las manos atadas por haberle sonreído a un cineasta o haber celebrado el chiste malo de un productor.
Con guantes de seda
Es justamente para evitar esa clase de apretones que los grandes medios estadounidenses y europeos tienen una política que considero perfecta: las entrevistas no las hacen los críticos sino los periodistas de la sección. Cuestión de evitar amiguismos y dejarle al crítico las manos libres. Aun así, las reseñas de los grandes medios son tan gentiles con el cine indie local como las de sus discípulos argentinos. Eso ocurre al menos en Estados Unidos, donde el fracaso de una película se mide en millones de dólares. Léase la página de cine de The New York Times, para ir directamente a lo más alto de la pirámide, y se advertirán los guantes de seda con que se tratan los estrenos yanquis. Sobre todo, oh casualidad, los de Netflix, a los que en algunos casos se les dedican (no estoy exagerando) media docena de notas. Un anticipo, una entrevista, un artículo sobre el contexto social, histórico o gastronómico de la película, la crítica en sí y después las repercusiones. Cuestión que una muestra del más desaforado teatro filmado, como la reciente La madre del blues, recibe una cobertura que no tiene mucho que envidarle al ataque al Capitolio.
Una última aclaración: no toda la gente del medio es tan cerril como los casos que mencioné. Doy fe de la existencia de algún realizador (uno o dos, en mi experiencia personal) que no me quitó el saludo después de alguna crítica negativa, y que incluso intercambió opiniones conmigo, en pie de igualdad y aceptado el obvio disenso. Algún otro me encaró de frente y me preguntó si tenía alguna animosidad con él, porque yo no era particularmente generoso con sus películas, muy elogiadas por otra parte. Le expliqué que no, y a partir de ese momento caballerosidad total entre ambos. Hay jefas de prensa que no te miran torcido porque hayas hecho bolsa la o las película(s) que promocionan. Programadores de festivales que no se inmutan si les críticás la programación.
Incluso existen productores que son gente de ley y a quienes, siempre y cuando la crítica esté justificada, no hay reseña negativa que les haga mella (por más que en la boletería sí puede hacérsela). Más aún: hay un productor (lo juro por mi madre) que un par de veces me dijo, sin que yo le preguntara nada, que mi crítica lapidaria hacía sido incuestionable: la película que él produjo había salido para el demonio. Esos productores rankean por supuesto en lo más alto de mi estima. Y estoy muy tranquilo, sabiendo que ese aprecio mutuo no depende de que en mi próxima crítica le ponga “buena” o “mala” a la nueva película de ese productor. Con esos sí me permito tomar unas cervecitas, porque sé que esa espuma compartida es de los días, y no de las retribuciones.
Ahora, ése que me empujó por sorpresa, y desde atrás, la próxima vez no me agarra desprevenido.
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