BAJANDO LA ESCALERA QUE SUBE
“Dios escribe derecho mediante líneas torcidas”.
Proverbio portugués
En ese momento todavía impreciso, suerte de limes, zona fronteriza de la consolidación de “el concepto del cine”, en el lado cisatlántico europeo, aparece una primera reacción en la primera década de este medio y fenómeno técnico; un medio que a excepción de Griffith, los demás no parecían comprender, y así saber o poder practicar en su verdadera operatividad.
Es entonces que en Alemania y en Francia surge una forma de cine, ya no mero cinematógrafo Lumière, aunque tampoco cinematógrafo Méliès, con su falsa salida y respuesta a la reproducción fotográfica en movimiento de aquellos, mediante su realismo mágico ante litteram. Son los seriales, los films en episodios. De manera ejemplar, los realizados por Louis Feulliade entre 1913 y 1919.
En ellos, especialmente en Fantômas y en Judex, aparece algo que desde luego estableció también tempranamente el propio Griffith; algo que fue llamado muy ambiguamente “la poesía de los objetos”. Siendo el cine, aun in nuce, el medio por excelencia que actuara ya entonces como mediador de la modernidad y que cumpliría, nolens volens, el fin programático que medio siglo antes Baudelaire había caracterizado como modernité. Una secesión conciente entre lo eterno e inamovible, y lo fugaz y no fijo. Esto que luego Ernst Jünger caracterizó como “movilización total”, fue, sin duda alguna, el programa de todo arte, y podría decirse que de todo pensar y poetizar a partir de ese momento. ¿Cuál? El de la mecanización del mundo, al menos occidental. Eso que hemos llamado “naturaleza bis”.
Una realidad paralela, un ser a la mano que ya no sería -¿ni podía ser?- lo que Heidegger, al parecer inútilmente, buscaba en las tradicionales artes y oficios y aún más atrás, en la labor agraria y campesina; de allí su recurrir constante a surcos y a sembrados como metáforas filosóficas.
Pero esta binariedad no se hizo carne sino máquina; dispositivo, tecla, disco, cable, conexión. El útil, “el ser a la mano” se volvió súbitamente el ser a la mano sobre el teclado: por cierto, algo que ahora mismo estamos empleando para escribir esto…
Los seriales fueron el medio diegético perfecto, epónimo, para establecer desde muy temprano tal puesta en escena de esa secesión y binariedad de la modernité. Su propia velocidad de tramas y acciones, su corta duración y su segmentación en episodios actuaban de consuno con la propia velocidad de las peripecias. Por eso, los diferentes objetos mecánicos y sus variantes, ya vueltos standars, tomaron una segunda significación al volverse, por la necesidad de la narración, segundas cosas. Que es precisamente la clave y razón de ser de lo poético: volver otra cosa todo lo externo y natural. Claro que aquí se trataba súbitamente de incorporar en modo poético tales cosas mecánicas; esos artefactos ya producidos en serie. Teléfonos, automóviles, aviones, radios, incipientes y futuribles formas de televisión. Desde luego que a estos desplazamientos diegéticos de los objetos mecánicos, industriales y técnicos, debió incorporarse el paralelo desplazamiento en cosa-bis de los elementos materiales anteriores. Así una mesa, silla, escalera, ventana, puente, puerta, sótano, altillo, et al., sufrieron ese mismo trastrocamiento en algo más y en otra cosa; en paralelo al desplazamiento de objetos de uso a objetos de uso insólito de todas esas cosas nuevas de carácter técnico-industrial, vueltas ya no sólo de producción serial, sino de uso cotidiano. Cierto: de uso cotidiano por aquel tiempo y por mucho más, según el lugar de producción de tales films en relación asimétrica con los lugares de visión y recepción.
En el siglo pasado y en lo que va de éste, cuántos hemos visto un teléfono, un dispenser, un grabador, y luego computadoras y celulares primero en un film y luego –con diversas variantes temporales– en nuestra vida cotidiana.
Así hasta hoy. Y un film como The Guilty parece sumar a esta trayectoria más que centenaria de representación un hecho o situación no sólo reciente, sino plenamente contemporánea; tanto que continúa en este preciso momento en que empleamos este teclado para este escrito en marcha…El aislamiento y distanciamiento pandémicos.
Rodada el año pasado, primer año de la peste sin su Daniel Defoe ni su Alessandro Manzoni, The Guilty intenta sumar, más aún, hacer convergentes ambas instancias. Esto es algo que se nos presenta como más que interesante. Claro que, como somos de aquellos educados también bajo la tutela intelectual de ese otro gran pensador de la movilidad moderna –Kierkegaard–, todo lo que se muestra o se presenta como “interesante” nos sitúa en una inmediata postura crítica, tanto ética, como–de tener fe– también religiosa.
The Guilty suma al director Antoine Fuqua, hasta este momento dueño de una obra oscilante, no muy extensa, con el guionista y narrador literario Nic Pizzolatto, que se nos aparece como alguien que busca concientemente la heredad de William Peter Blatty. Tras sus tres breves microsagas de True Detective y de la novela Galveston, podemos situarlo sin mucho balbuceo taxonónico como alguien también cercano a las fuentes del epos católico de Cormac McCarthy. Esta deriva anímico-espiritual vuelta expresión estética –que compartimos por nuestra parte– ha llevado a ambos a cierta sordidez full time; a veces, a cierto regodeo en lo oscuro programático; algo que recuerda en estos narradores norteamericanos a cierta ya señera tendencia de la narrativa de impronta católica francesa, como algunos relatos de François Mauriac o de Julien Green. Pero con una diferencia en disfavor de los norteamericanos: su catolicidad, si bien numéricamente importante y creciente, está situada sobre bases para nada fijas; más bien, todo lo contrario. Muy diferente del caso de los autores franceses que, en caso de duda, pueden esgrimir hasta a Juana de Arco.
Buscando volver una vez más la necesidad en virtud, este aislamiento y distanciamiento entre obligatorio y necesario, entre prudente y carcelario, la diégesis de todo este film es una estación de policía de Los Ángeles; más bien el conmutador telefónico de emergencias, el 911, cifra ya también universal y serial cuya triple numeración busca, y hasta parece necesitar y desear su propia figuración simbólica.
También la necesidad vuelta virtud hace que The Guilty consiga o regrese a la unidad clásica de la tragedia; esa otra tríada compuesta por unidad de tiempo, espacio y acción. Además de conseguir que los actores se mantengan a la distancia métrica establecida de antemano por la emergencia planetaria.
Todo esto sumado podía dar lugar a un ladrillo prestigioso; a un objeto secundario de arte dramático para todo uso, uno de esos sintéticos concentrados de buenas intenciones y algo a formar parte de la ahora más que profusa “agenda del bien”. Por fortuna hemos sido defraudados en nuestro pesimismo.
Joe es un operador del conmutador de la policía de Los Ángeles. Estamos en medio de un furioso y protervo incendio que parece avanzar sobre la ciudad. Nos vamos enterando lentamente, casi en paralelo con la propia autoconciencia del protagonista, de una doble fabulación puesta en marcha. Una en marcha desde el “otro lado”; desde ese otro lugar que parece estar más que nunca antes al alcance de la mano y del oído, y donde tiempo y espacio parecen disolverse gracias a esa magia epicena y cotidiana de la técnica, ahora digital y portátil. La otra fabulación comienza a ponerse en marcha en su interior -¿mente?, ¿alma?- y que se irá reflejando especularmente en la ajena y a medida que se involucre en ella,
Joe, como el espectador, es puesto frente a una panoplia técnico-cibernética abrumadora en perfección y representación. Gran parte de la puesta del film son contraplanos de esta cuarta pared exornada de cifras, mapas, planos, signos y señales móviles, todos al alcance y hasta al deseo satisfecho de unos dedos que ejecutan tales teclados. Sumado a tales automatismos, Joe parece tener el reaseguro jerárquico de la función policial. Que si bien está siendo más que cascoteada en su praxis cotidiana por recientes fait divers producidos justamente en tales lugares ahora diegéticos, puede –por el contrario– buscar una paradójica compensación en reduplicar la apuesta de poder agónico.
Hay cuatro espacios en el film. Uno puesto en campo y en el que estamos en agónica espera junto con Joe. Más tres fueras de campo permanentes. Uno compuesto por un coro de voces, cuyas voces solistas discrepan entre sí. Las hay de terror, de delirio, de amenaza, de pánico; pero también están las voces oficiales, decorosas, sobre todo frías y burocráticas. Y también las grabadas, las fijadas de antemano, que repiten en una suerte de gélido infinito la mueca social petrificada en el contestador del teléfono celular.
Tenemos también un segundo fuera de campo. La mente -¿el alma?- de Joe que se refleja a veces en unas borrosas viñetas proyectivas que se resuelven en luces y en contornos de un tráfago urbano que hacen recordar a las pinceladas de algunos pintores futuristas.
El fuera de campo de Joe tiene a su vez un doble apéndice; posiblemente como figuración de esa doble ficción en marcha, interna y externa. Lo que establece a su vez un tercer fuera de campo apendicular: el inhalador para sus ataques de asma, y el teléfono celular donde ha fijado la foto de su hija, con la que intentará en vano comunicarse repetidamente esa madrugada. Siempre responde su ex esposa, que suma otra voz y otro ámbito al laberinto cibernético en curso.
Estos son años plenos de “cualquiercosismo” estético, de nihilismo militante, de conformismo progresista que se refleja en films que sólo buscan exaltar una libertad decretada de antemano por el mismo poder anónimo que antes prohibía las mismas cosas, porque su cadena de producción serial así lo requería entonces, y ahora ya no. Por eso es más que elogiable, cuanto sorprendente, que un film como The Guilty logre eludir tales ripios adocenados de bondad artificial obligatoria.
¿Se han vuelto el bien y la libertad –que sólo es posibilidad abierta de conocerlo– algo tan serial, mecánico y ahora usual y a la mano, como tales artefactos? ¿Puede ahora convertirse el cine en algo similar a ese artefacto que desde su invención técnica se quiso tan sólo como una exaltación de la llegada –seguramente puntual– de un tren a la estación, o como el registro de la salida de los obreros de la fábrica de los propios inventores?
The Guilty es un film pensado, meditado y cercano a la perfección. El uso de las simetrías es certero. La puntualidad simbólica llega a su meta sin esfuerzo. Lo concreto como objeto se vuelve otra cosa sin dejar de ser, hasta obscenamente, aquello que es como materia inerte. Un micrófono rojo, cilíndrico y vertical (como el tengo en este momento sobre este escritorio), se vuelve señal vertical de un llamado de alerta que tal vez no provenga de esa red cibernética, sino de una trenzada con otra estofa espiritual…
Que el cubículo de un baño se convierta en un símil de confesionario, y que siga siendo esa cosa entre higiénica y escatológica y funcione como correlato, es una prueba eficiente de su resuelta temeridad estilística.
Pido que se nos permita una última pero fundamental intromisión hermenéutica como coda crítica. Pocas veces –por fortuna, no la única–, una escena, como aquí la final -simétrica con la primera- consigue con total plenitud de sentido -como dirección de estilo y como significado-sumar la doble raíz etimológica y metafísica de lo escatológico.
“Logos” es la ciencia, el discurso, la práctica, el saber de algo. Del “eskaton” o “esjaton”, aquí. Que es lo todo lo último en un doble sentido. Es decir, la ciencia de los fines últimos.
Estos fines últimos son tanto los desechos corporales, lo que uno expulsa por vía anal, urinaria y bucal, como así también los fines últimos como meta espiritual. En forma metafórica señala la expulsión de algo sucio, un desecho corporal, para así alcanzar, o por lo menos rozar, esa finalidad absoluta y definitiva.
Como siempre, hay un camino que sube y un camino que baja y que son el mismo camino. Lo alto y lo bajo. Lo estrictamente hermético, en suma.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
(Estados Unidos, 2021)
Dirección: Antoine Fuqua. Guion: Nick Pizzolatto. Elenco: Jake Gyllenhaal, Christina Vidal, Eli Goree. Voces de: Riley Keough, Peter Sarsgaard, Ethan Hawke. Producción: Antoine Fuqua, Scott Greenberg, Jake Gyllenhaal, David Haring, David y Michel Litvak, Riva Marker, Svetlana Metkina, Kat Samick, Gary Michael Walters. Duración: 90 minutos.
1 Como Umberto Boccioni o Gino Severini. ¿No fueron éstos los exactos contemporáneos del nacimiento del concepto del cine y de los seriales que mencionábamos? ¿No fueron también aquellos frenéticos italianos del primer novecentoquienes buscaron por sus propios medios pintar, reproducir el movimiento frenético, el caos urbano, así como la propia violencia que exaltaban y temían? Claro que el concepto del cine apenas asentado envió tales esfuerzos a esos mismos y poco antes detestados museos. Ahora sus loas a la velocidad y sus odas a “una Maserati lanzada a toda velocidad por una carretera desierta”, están fijadas tras los cristales de una de las salas del museo de Brera en Milán. Esa misma ciudad donde soñaron tales derivas.
2 El que alcance esa categoría de perfección plena, se debe a una frase algo didáscalica, que un personaje ocasional (una compañera policía de Joe) desliza antes de la contundente escena final. No es una alegoría, por fortuna, pero sí una moraleja. Que mejor hubiera sido evitar.
3 Sobre esto existen y se propagan todavía hoy (v. Wikipedia) errores graves y muchas veces hasta sostenidos por autoridades creíbles y atendibles. Como hemos dichos en una nota al pie en nuestro Hitchcock en obra. “Con el paso del tiempo y las transliteraciones, “eskaton” y “esjaton” se fueron separando pensándose que eran términos diferentes y que el primero atendía a lo metafísico y el segundo a los excrementos del ser humano. Incluso alguien tan estimable, también como helenista –nos referimos a padre Leonardo Castellani–, en su Apocalipsis cae en este error, cuando toma a la filología como ciencia exacta directamente relacionada con la tradicional. Sólo la ciencia simbólica o dato tradicional puede solucionarlo,al entender la fundamental propiedad del símbolo, que es una polaridad. Así que los fines últimos tienen su significado alto, como la metafísica, y bajo, fines últimos como los excrementos humanos. Son lo último en sentido polar y vertical. Otro error que comete Castellani en el mismo lugar es homologar la escatología baja como pornografía, siendo que solo atiende, en todo caso, a lo obsceno, que no es lo mismo. Por cierto, el término escatología fue acuñado en el siglo XVII por el teólogo luterano Abraham Calov. Lo cual puede haber dado lugar a las confusiones anteriores, no por el griego que manejaba, precisamente, sino por el valor simbólico de la acuñación de términos tomados del griego. Cuyos términos, como en todas las lenguas tradicionales, son simbólicos antes que fónicos ¡y menos arbitrarios!