No voy a estar en Mar del Plata este año. Pero voy a ser tutor (virtual) del Jurado Joven, un grupo de críticos latinoamericanos que le darán un premio a la mejor opera prima de la región entre las que participan de las competencias. No importa si no entendieron, yo tampoco, pero estos críticos en formación tienen enfrente una selección de diez películas y deben elegir una. Mi trabajo es… bueno, al menos en los años anteriores en los que tenía un co-tutor (ahora estoy solo) era algo así como ayudarlos a ser jurados, además de trabajar en textos suyos a la manera de un taller. Vivo hablando en contra de los talleres literarios, pero acá me tienen. También solía hablar mal del los jurados y siempre me pregunto si hay una manera de aprender a serlo. Sería la única habilidad que conozco sobre la que todo el mundo coincide en que requiere solo de un CV pero de ninguna habilidad, y así salen las cosas.
En fin. No voy a tener mucho tiempo porque además de esta tarea (que tendrá lugar entre el lunes y el jueves) tengo que escribir mi columna semanal sobre fútbol europeo (y ver los partidos, claro), además de la que publico en Perfil (sobre temas varios) que escribo los miércoles y se publica los domingos. Y también tengo, los viernes, la reunión con Alejandra y Christian, los amigos chilenos con los que revisamos la obra de Raúl Ruiz. Por otro lado, debo leer un par de libros y preparar la columna literaria para La agenda del otro lunes. Por otro lado, me gustaría ir algún día a la playa y estrenar la temporada de baños de mar. Pero quería escribir algo sobre las películas de Mar del Plata, así que decidí comentar una por día ya que tengo acceso a la videoteca de Cinando del festival, que tiene unos ochenta títulos, aunque hay una mayoría de cortos y muchas de las que me gustaría ver no están a disposición de los que miramos el festival desde lejos.
Así que empezamos hoy con Sexo desafortunado o porno loco (un título entre llamativo y espantoso), del rumano Radu Jude, que ganó el Oso de Oro en el último Festival de Berlín. Permítanme otra digresión. Una sola vez en mi vida participé como actor en una película. Fue en El crítico, una película de 2014 dirigida por Hernán Guerschuny. Allí hice un muy pequeño papel. La escena transcurre al principio y la recuerdo así: yo aparecía con otros colegas esperando que comience una función de prensa. Comíamos medialunas provistas por el distribuidor de la película y hablábamos pavadas (la sala, las medialunas y la costumbre de hablar pavadas eran reales). En un momento, alguien decía que cierta película argentina, que ninguno de los presentes había visto, estaba seleccionada en Berlín. A modo de teléfono roto, cada uno que hablaba le agregaba a la información un plus de maledicencia. Hasta que me tocaba el turno a mí y yo decía: “Si va a Berlín, muy buena no debe ser”. Se me ocurrió en el momento y creo que quedó, aunque nunca vi El crítico, porque me daba vergüenza lo que podía resultar de mi presencia en la pantalla. Pero era lo que yo pensaba de Berlín en esa época, cuando el festival lo dirigía Dieter Kosslick, un político hábil al que la programación le era ajena. Pero desde hace un par de años, el director artístico es Carlo Chatrian, que vino de Locarno con Mark Peranson como jefe de programación. Estoy seguro de que las películas mejoraron, pero no sé cuánto y no creo que los años del covid hayan colaborado a ese fin.
La historia es simple: una profesora y su marido se filman teniendo sexo y suben el video a un sitio porno de la internet, y los alumnos lo descubren. Se arma un escándalo y la directora convoca a una reunión para decidir si echan a la profesora. La película tiene tres partes. La primera muestra a la mujer en su vida cotidiana desde que descubre el problema: nerviosa, haciendo compras, caminando por la calle, yendo a visitar conocidos. Fue sin duda una de las primeras filmaciones de la vida en la calle bajo la pandemia (se rodó en 2020): barbijos por doquier, desinfecciones, distancias de un metro y medio en medio de un malhumor social exacerbado con todo el mundo agresivo y dispuesto a pelearse con el prójimo. En esa primera parte se ratifica que los rumanos, más allá de las diferencias entre los directores, saben filmar, tienen una buena escuela: esas escenas de exteriores están bien iluminadas, son elegantes, elocuentes, fluyen sin intentar ser virtuosas y documentan muy bien la vida cotidiana en Bucarest.
La segunda parte (las tres partes están separadas por una cancioncita francesa que revela el tono de farsa de la película) es una especie de glosario, en el que las distintas entradas aparecen ilustradas por imágenes y palabras. Desde luego, tenemos pija y concha representadas literalmente, pero también cosas más sutiles, como el poeta nacional Eminescu o una broma sobre un paciente que tiene paralizado el brazo derecho y los médicos no saben cómo curarlo hasta que a alguien se le ocurre gritar “Heil Hilter” y el brazo se alza automática y vigorosamente. El glosario es la base de la tercera parte, en la que la profesora es juzgada en los jardines de la escuela por colegas y padres, unos delirantes que representan todas las formas posibles del fascismo, apenas matizados por algún intelectual progresista que les recita interminables fragmentos teóricos. Todo termina en un final abierto, con tres desenlaces posibles. A esa altura, sabemos lo que piensa Jude de sus compatriotas pero, después de divertirnos un rato, advertimos que la película termina superponiendo el totalitarismo de viejo cuño, el que reúne historias de intolerancia, racismo, dictaduras, crímenes, hipocresías, imbecilidad, prepotencia y pobreza con el del covidismo, una ideología más universal, inexplicable y descerebrada que los recubre a todos. No es poco que entremos en una era en el que las caras no puedan verse en la pantalla y todo siga como si nada.
© Quintin, 2021 | @quintinLLP
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