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Cine

Territorio

BUENOS AIRES AÑO CERO

De Campusano ya está todo más o menos dicho. Hace años que la crítica habla de su irrupción en el cine argentino, de su modelo de producción, de las maneras en las que cada rodaje se arraiga en un lugar y unos sujetos particulares, de los modos en los que su cine, con sus actuaciones, diálogos y formas de filmar, prolonga o dinamita (casi siempre las dos cosas a la vez) la narración clásica. Si hubiera que recordar la división un poco maniquea que Bazin trazaba entre los directores que creían en la realidad y los que lo hacían en la imagen, Campusano entraría en el cantón de los primeros: cada película suya le permite introducirse en un universo humano distinto en los que, paradójicamente o no, el director encuentra las mismas pulsiones elementales. Campusano como un documentalista encubierto dedicado a obtener el testimonio de sus actores no-profesionales haciendo que se interpreten a sí mismos.

Los primeros minutos de Territorio producen la misma perplejidad del resto de su filmografía. Un puñado de hombres actúa historias, gestos y situaciones que parece que ya conocieran de antes, como si lo que viéramos fuera menos el resultado de un guion y de ensayos que de una especie de reconstrucción. Esa oscilación entre ficción y realidad instala la película un suelo inestable en el que no todos los espectadores hacen pie: la historia de Román, entrenador de boxeadores y puntero político, bascula entre el tono de una ficción brutal y de un documental seco. Desde esas coordenadas inestables la película observa un mundo en ruinas sostenido apenas por algunos débiles lazos comunitarios. El tránsito de Roman, como siempre en Campusano, se narra con estructuras tan viejas como el cine: en este caso es el relato de un hombre eclipsado que trata de recuperar lo perdido (su trabajo, el respeto de sus vecinos, la relación con su hijo, a su ex). Esas fórmulas le permiten al director cartografiar la experiencia humana que le interesa: la vida suburbana en la que la supervivencia material se nutre de impulsos primarios, transacciones terribles y el apego a severos códigos de conducta. En Territorio ese escenario lo provee (de nuevo) el conurbano bonaerense con sus personajes golpeados, sus familias al borde de la disolución, sus sitios de reunión (un gimnasio, una unidad básica destartalada), sus rituales al margen de la ley y los agentes de un orden desigual.

Como en sus otras películas, Territorio se apropia de géneros y convenciones con irreverencia, manteniendo un pulso propio que consiste en filmar como si el resto de las películas no existiera y el cine tuviera que ser inventado de nuevo. Esas insistencias dejan entrever una novedad. Román y la banda de muchachos que lo llama se refieren a la mala situación en el municipio producto de dos mandatos radicales. La crisis exige, aseguran, la vuelta al poder del heredero de un viejo clan peronista, del que Román es amigo y una especie de mentor. Cuando Campusano habla de política, descubrimos, lo hace sin muchas vueltas, sin figuras ni elisiones, nombrando partidos, pero también mostrando la desnudez de un sistema de poder al que no se recubre con consignas ni con ideas altisonantes. En el esquema del director, la filiación peronista es otra pasión más: ancestral, incontenible, capaz de prescindir de razones que no sean la de su misma y elemental reproducción.

(Argentina, 2024)

Guion, dirección: José Celestino Campusano. Elenco: Gustavo Vieyra, Farid Herrera, Chris Alé, Juan Marcos Fernández. Producción: Dolores Tezanos. Duración: 89 minutos.

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