El escritor Alex Garland entró al cine por la ventana, primero escribiendo guiones para Danny Boyle y después dirigiendo sus películas. Entró como quien duda, como si la casa no fuera del todo de su agrado y tuviera la necesidad de cambiar las cosas de lugar. Bastante tiempo después de hacerse un nombre como guionista, Garland dirigió su opera prima, Ex Machina. Cada película suya es un golpe que busca reinventar una historia o un género; el cine como torsión o golpe de efecto. Los diálogos pesados y largos, largos de Ex Machina y los recorridos silenciosos por pasillos ominosos (embuste que la crítica trafica como “atmósfera”) se prolongan en Aniquilación, esta vez citando visiblemente a Stalker (guiño que encandiló sin resistencias a críticos y cinéfilos). Guerra civil cruza la película de catástrofe con una diatriba política lo suficientemente gruesa y amañada como para que hasta el más despistado de los espectadores entienda (cualquier película que exhiba críticas al trumpismo obtiene algún reconocimiento inmediato en Hollywood). No vi Men, pero se la incluye en el mundo folk-horror, género de moda entre los espectadores a los que no les gusta el terror, y con eso alcanza.
Quien que conozca la carrera de Garland lee la sinopsis de Tiempo de guerra y desconfía: ¿una reconstrucción de una operación militar estadounidense en Irak, y encima “basada en hechos reales”? Qué podrá encontrarse ahí además de la revisión de la expedición a Medio Oriente durante la era Bush, el encuentro de los soldados embrutecidos con la cultura local o el retrato de ocasión sobre la vida de los nativos alterada por decisiones tomadas a miles de kilómetros de distancia. Hollywood ya contó esto un millar de veces hasta que en el inventario del cine bélico no quedó existencia alguna (apenas si pueden contabilizarse los héroes estupefactos de Bigelow y sus dramas interiores). Pero Garland hace sus cosas y redobla la apuesta, como si Tiempo de guerra se propusiera tomar La caída del Halcón Negro para retorcerla hasta secarla de todo.
El punto de partida es semejante: en las dos una operación militar fracasa por errores humanos que se acumulan hasta arrinconar a los protagonistas. Pero Tiempo de guerra está filmada casi un cuarto de siglo después, cuando el cine bélico ya no encuentra resquicios para lujos como la épica o la aventura. La acción se reduce a filmar a un puñado de soldados que toman una casa en un pueblito iraquí y son rodeados por los talibanes del lugar. La narración se concentra en pocos espacios, apenas en los dos pisos de la casa y en la puerta de entrada. La descripción detallista del mundo técnico y burocrático que envuelve a los personajes provee la excusa para el retrato de la crueldad de la guerra. Garland filma piernas deshechas por una explosión con el mismo cuidado que los intercambios repetitivos por radio, pero le interesa más lo primero: la figuración del sufrimiento, de hombres lanzados a los límites del dolor. Filmar la agonía de soldados americanos petulantes siempre queda bien, es una justicia poética creada a la medida del progresismo. Los villanos, previsiblemente, no tienen rostro: ya no es posible, parece, encuadrar de cerca a un talibán y mostrar una cara; los acuerdos actuales de Hollywood exigen el anonimato de algunos villanos.
Como siempre, Garland filma sin pasión, con la precisión y la indiferencia de un traumatólogo. Al primer ataque le siguen varios intentos fallidos de escape que la película acumula sin mucha diferencia: espían, los descubren, viene tanque para rescatarlos, salen, bomba, entran, se va el tanque, atrapados. Las balas y las explosiones hieren, recuerda severamente la película mientras filma a dos soldados destrozados pidiendo a los gritos el último aplicador de morfina que queda.
La guerra es terrible, no le crean a las películas, alecciona Tiempo de guerra, que quiere ser otra cosa distinta al cine: una reconstrucción, un documento, un reenactment. La clave del asunto es un tal Ray Mendoza, navy seal retirado y codirector que viene a dar un baño de verdad, como lo muestran las escenas de los créditos. Es posible que a Mendoza se deban cosas como los impactos sordos de los disparos en las paredes, los movimientos lentos y poco atléticos de los soldados o el aburrimiento de la espera. Pero tampoco hay que cargarle todas las cuentas a Mendoza. Es Garland, sin dudas, el que toma las decisiones: por ejemplo, cuando filma a un soldado herido y baja el sonido solo para volver a subirlo más tarde, como si de esa manipulación caprichosa de los recursos del cine esperara extraer alguna especie de relumbre. Filma los tiempos muertos, la irrupción repentina del peligro o el desacople entre la imagen y el sonido: se puede hacer una película o una filmografía solo con esas fruslerías.
(Estados Unidos, Reino Unido, 2025)
Guion, dirección: Alex Garland, Ray Mendoza. Elenco: Joseph Quinn, Cosmo Jarvis, Aaron Mackenkie. Producción: Andrew Macdonald, Matthey Penry-Davey, Allon Reich, Peter Rice. Duración: 95 minutos.