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Cine

Una batalla tras otra (One Battle After Another)

La situación es la siguiente: una elipsis de dieciséis años separa una serie de acontecimientos que sucedieron en el pasado con respecto al grupo de revolucionarios al que perteneció Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio) y su presente desde el cual se cuenta la mayor parte de la película. La elipsis se da a partir de un corte por asociación entre el plano de una bebé y el de una adolescente, es decir, señala el crecimiento de Willa, la hija de Bob (Chase Infiniti). El procedimiento es claro. Es el acompañamiento musical a este corte lo que, sin embargo, llama la atención: segundos antes de pasar a la imagen de Willa a sus dieciséis años empieza a sonar la canción Dirty Work de Steely Dan. No es extraordinario en la obra de Paul Thomas Anderson esta introducción musical con canciones sumamente conocidas de artistas aclamados, está prácticamente en casi todas sus películas e incluso a veces de manera excesiva. Esta canción en particular no pareciera estar en gran armonía con lo que sucede en el plano, con las acciones o los movimientos de cámara; a priori se siente forzado. Pero también, si uno cuenta con cierta audacia de Anderson, puede leerse casi como un chiste. Bob Ferguson es —en el presente diegético del film— un ex revolucionario que anhela los tiempos donde era posible hacer aún la revolución, un hombre imposibilitado de adaptarse a los tiempos que corren, tan terco y obstinado en sus viejas mañas que cada enfrentamiento con el nuevo mundo no puede sino afrontarlo con una inevitable irritación malhumorada. Algo parecido a un fanático cualquiera de Steely Dan. De hecho hay una escena en la que Willa le pregunta por qué volvió tan tarde a casa y Bob responde que se quedó en lo de un amigo porque este consiguió cierto equipamiento de grabación del mismo tipo que usaba Steely Dan. Claramente, a Willa esto le importa poco y nada. 

En esa falla de comunicación, en esa imposibilidad de comprensión o entendimiento entre generaciones es de donde zarpa la película. Y es acaso lo que determina muchas relaciones del film en distintos niveles. En principio, un hombre incapaz de acomodarse al tiempo en el que vive, como si ya no fuese suyo, que debe emprender una búsqueda a causa de este desfase o más bien debe escapar, o quizás ambas a la vez. En Licorice Pizza, Gary y Alana corrían hacia el encuentro o corrían inútilmente, por nada en concreto, alegría o excitación quizás, la juventud o las ganas de vivir, de arrancar emprendimientos inverosímiles, disímiles o improbables. Acá también corren, corren todo el tiempo pero huyen, corren escapando, muchas veces sin saber muy bien de qué ni hacia dónde. Una obsesión cada vez más notoria de Anderson es la de filmar a personajes corriendo, sea hacia el famoso beso en Embriagado de amor, hacia el abrazo fallido frente al cine en Licorice Pizza, o al rescate de Alana en el campo de golf después de haber resbalado de la moto de Jack Holden. En Una batalla tras otra es la lógica de la fuga la que rige su sistema: basta con prestar atención a la secuencia de la ruta cerca del final, con los tres autos como tres ciegos escapando entre sí y en ese afán de alguna manera buscándose también. En esta confusión entre partes Anderson brilla más que nunca e inventa una secuencia magnífica, posiblemente de lo mejor que filmó en su carrera. Y cómo no, si es aquella confusión la que mejor le sienta, la que atosiga a sus personajes y los obliga a moverse, a merodear la ciudad y sus rincones oscuros, místicos o sectarios de Los Ángeles en Vicio propio, o, en este caso, los refugios de inmigrantes, los negocios encubiertos, espacios alejados y recónditos donde no los puedan encontrar, pequeñas asociaciones secretas que esta vez están en pos de proteger a los individuos, de proteger a los que supieron luchar o a los soslayados de un país que les da la espalda. Y así como en aquella otra traslación de Pynchon, Anderson reitera una operación que ya a esta altura lo caracteriza: capturar ciertas figuras representativas del poder y trasladarlas al lugar de la sátira. En sus películas, la norma aparece siempre burlada. Tan solo pensar en las descripciones absurdas de la policía de Los Ángeles en Vicio propio, oficiales haciendo un asado y tirándose a la pileta mientras se supone están allanando la casa de un hombre desaparecido. En Una batalla tras otra el poder no es solo patético sino también casi inmortal. El personaje de Sean Penn, si bien caracterizado de forma burlona y ridícula no deja de ser nunca una carnal representación de la violencia policial y militar. El personaje se desliza por esa frontera, escurridizo. Su accionar es feroz, sus movimientos son extraños, Anderson convierte una figura deplorable en un sujeto cómico, un villano idiota pero agraciado en cuanto a sus gestos singulares, sus gesticulaciones faciales o su inexplicable e inigualable caminar. Tal es así que hasta incluso su “resurrección” promueve más la risa que el lamento. Es quizás en ella donde la película hace una de más. En esa operación apresurada —resucitando a un personaje para matarlo nuevamente a los tres minutos— se adivina una intención bastante convencional: la deslucida idea del cierre de personaje, como si cada uno debiera obligadamente terminar en un infalible marco, casi como una pose, una imagen postal para llevarse a casa. Así como en Magnolia, Anderson cede a la tentación pero el resultado se siente impuesto.

Aquella secuencia de la ruta ilustra no solo el desfase comunicacional entre generaciones sino también un problema más contemporáneo que nunca: cierta crisis de identidad en relación con el otro. Cómo persiste ese lazo en un mundo que se repite mientras parece siempre nuevo. El nuevo mundo que es también el viejo. La era Reagan de Pynchon fácilmente trasladable a los Estados Unidos de Trump. Se hablará mucho nuevamente del virtuosismo técnico que Anderson siempre deja ver, de la frescura que trae esta película al mainstream actual, de su mirada sobre ciertos cineastas de los setenta y de los noventa —se puede ver a Mann o a Friedkin pero también a Monte Hellman— o de su extrañeza tonal, de su hibridación entre distintos géneros. Se hablará de eso y claro que es importante, pero también lo es la relación que la película entabla  entre ella y el mundo en el que viene a aparecer. Es decir, cómo desde Hollywood una ficción logra señalar ciertas problemáticas contemporáneas generadas y agravadas exclusivamente desde la agenda oficial del poder. El poder de hoy, no el de otros tiempos que el cineasta acostumbraba a enmarcar en su obra previa —gran parte de sus películas están ambientadas en una época anterior a la que pertenecen—. En este caso, el estreno de Una batalla tras otra —situada en un presente no muy distinto a nuestra contemporaneidad— coincide con el comienzo del segundo mandato de Donald Trump, su momento más despiadado en cuanto a políticas migratorias y en el cual se advierte un clima social más desestabilizado que nunca. El diálogo es evidente y el film lo muestra en primer plano con la labor del personaje de Benicio Del Toro, otro ex-integrante del grupo French 75’. De alguna manera, esos refugios y espacios donde resguardar a quienes se ven reprimidos u olvidados por el gobierno de turno se vuelven en sí los espacios de lucha actuales, los vestigios de aquella revolución que el grupo proclamaba buscar dieciséis años atrás. Es también la tarea de los hijos comprenderlo: ahí encuentran ambas generaciones un horizonte común, una posibilidad de conciliación que es también un cambio de roles, desempolvar la radio para Willa o enseñarle al terco de Bob a sacarse una selfie. 

(Estados Unidos, 2025)

Dirección: Paul Thomas Anderson. Guión: Paul Thomas Anderson, basado en la novela de Thomas Pynchon. Elenco:Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio Del Toro, Regina Hall, Alana Haim, Wood Harris, Tony Goldwyn. Producción: Paul Thomas Anderson, Sara Murphy, Adam Somner. Duración; 162 minutos.

 

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