SCHMÄH
No recuerdo quién fue (creo que Edgar Morin) quien decía que las estrellas de cine eran personas de las que se escribe mucho y se dice poco. Los grandes íconos cinematográficos tienen toneladas de biografías y artículos de diarios y revistas en las que nos enteramos sus aspectos personales, pero pocos estudios serios sobre sus formas de actuar. Hay excepciones notables: La política de los actores, el maravilloso libro de Luc Moullet, quizás sea el más extraordinario libro que se haya hecho hablando exclusivamente de actores de cine. Allí Moullet demuestra, entre otras cosas, que un actor de cine bien utilizado es clave muchas veces para entender toda una estética de una película y toda una serie de decisiones que puede tomar un guionista o director. Es decir, puede existir, a su modo, un “cine de actor” que se diferencia ostensiblemente de la clásica teoría de autor, que la mayor parte de los casos identifica al director como el mayor responsable de un film.
Cuando se toma el enfoque de Moullet empezamos a entender una virtud que rara vez se analiza: el carisma. Esa característica de unos pocos bendecidos, que nos cuesta explicar de forma precisa y que le da a la persona que lo porta un magnetismo especial.
Sospecho que el carisma puede ser un don tan importante como cualquier otro. De esta forma, podemos hablar sin problemas de que hay “genios del carisma” y poner en el panteón de genios tanto a Einstein como Van Gogh, Beethoven y Marilyn Monroe. Cada uno especializado en su métie. Como casi todos los genios, ese talento es inexplicable hasta para ellos. Simplemente tienen algo excelso que el resto de los mortales no.
Pensaba una y otra vez en esto mientras veía Arnold, la serie de tres capítulos de Netflix sobre la figura de Arnold Schwarzenegger. No es un documental especialmente extraordinario; por el contrario, se trata de esos productos que las plataformas sacan cada tanto para glorificar a alguna estrella y que no consisten en otra cosa más que uso de material de archivo mechado con entrevistas.
En este caso, el documental tiene tres partes muy diferenciadas: la del Schwarzenegger fisicoculturista, la del actor y la del político. Y una nula intención de abordar a esta figura como alguien complejo y ambivalente con sus claroscuros. Apenas, simplemente para inclinar un poco la balanza entre tantos halagos, hay una mención tímida a sus acusaciones por acoso sumado a su hijo extramatrimonial con una niñera. Por lo demás, cualquiera que vea Arnold con ojos inocentes podrá ver el retrato de un hombre brillante, disciplinado, con grandes ambiciones pero también modestia. Capaz tanto de reconocer su habilidad como dejar en claro la contribución de otros para que él pueda llegar a sus fines. De hecho, la última media hora de la tercera parte del documental funciona como un tributo tanto a la gente que ayudó a Schwarzenegger en su carrera y ya no está (como el realizador Ivan Reitman, quien se dio cuenta de su veta cómica), como a las ambiciones particulares de un hombre que supo ser un extraordinario deportista, una superestrella de cine y un gran político.
No es que uno descrea de estas tres virtudes. Es más, las dos primeras al menos están clarísimamente probadas. Pero es imposible cuando uno mira el documental no quedarse intrigado con una palabra que el actor/deportista y político pronuncia cada tanto: Schmäh. Palabra alemana que de forma un tanto inexacta podría traducirse al español como “mentira” (en inglés hay un equivalente más exacto: bullshit).
Schwarzenegger la usa cada tanto para hablar de todas las veces en las que mintió o simuló para ganar algo: sea una competencia de físicoculturismo como un debate político. No obstante, uno no puede dejar de pensar todo el tiempo también que en su relato hay más “schmäh” de lo que Schwarzenegger está dispuesto a admitir, sobre todo teniendo en cuenta la forma simplificadora en la que habla de su vida como un relato de autosuperación permanente, como una suerte de biopic de manual que reduce la existencia a un par de lecciones.
Esa sensación constante que recorre los tres capítulos es lo que vuelve a esta serie interesante y por momentos fascinante, y esa virtud tan particular se debe ante todo y sobre todo a su protagonista. Arnold es, como diría Moullet, un ejemplo perfecto de la política de los actores, una serie hecha a medida de un protagonista que ha sabido construir un personaje.
Y acá, creo, está la verdadera reivindicación de Schwarzenegger. Aquel héroe de acción que en el momento de su mayor popularidad nadie creía merecedor de un premio, este hombre al que poquísimos (quizás ninguno) pensaba como un intérprete brillante, es y siempre fue un gran actor de cine. Un título similar al que tuvo su némesis de los 80: Stallone, otro gigante de la pantalla al que injustamente se acusó de ser inexpresivo. Ambos no solo representaron la figura del duro en los 80 y 90, sino que supieron cultivar como pocos el gesto sutil y una presencia hipnótica en pantalla.
Ambos son también genios del carisma. Schwarzenegger –intuyo- lo debe saber, por eso cuando uno empieza a prestar atención al documental, es inevitable no pensar que lo que tenemos allí es un hombre astuto actuando siempre frente a nosotros y haciendo que compremos su discurso porque sencillamente nos cae demasiado simpático.
Lo increíble de Schwarzenegger, en todo caso, es que se dio cuenta de que su enorme presencia, su habilidad para posar y hasta su acento alemán, podían servir tanto para recorrer el fisicoculturismo, el estrellato de Hollywood y luego la política. Las tres disciplinas terminan sintiéndose en este documental como tres caminos que pueden recorrerse si se sabe construir un personaje adecuado, en el momento indicado, con la compañía debida, y la habilidad interpretativa de un hombre que, como todo genio del carisma, supo de hacer de sí mismo una obra de arte.
(Estados Unidos, 2023)
Dirección: Lesley Chilcott. Producción: Craig Repass. Duración: 190 minutos.