Ahí viene la plaga
He llegado a comprender que todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro.
Albert Camus, La peste
Cuando Orson Welles filmó El proceso a partir de la novela de Kafka, estaba eligiendo un libro que no le gustaba y se propuso refutarlo. Welles trató de demostrar que Joseph K era todo lo contrario de lo que decía el autor. Un director de cine está en su derecho de hacer lo que quiera con un texto literario. Después de todo, grandes películas provienen de obras mediocres, y grandes bodrios de ilustraciones minuciosas. Pero Luis Puenzo dice haberse propuesto respetar a Camus. Declara: “He sido fiel a Camus. A mis principios y a los de Camus”. Su oficina de prensa reclutó a la hija del escritor para que certifique tal fidelidad, como si el haber heredado los derechos de autor le diera también un poder especial para interpretar la obra de su padre. Agrega Puenzo, citando a Godard: “Cada palabra del guion es elección moral”. Después de leer La peste de Camus y ver La peste de Puenzo, estoy convencido de que la lectura que Puenzo hizo de la novela no solo la desvirtúa sino que la ataca en sus puntos más importantes. No sería exagerado sostener que Puenzo odia a Camus y al libro.
Como se sabe, la acción de la película transcurre en Buenos Aires bajo la ficción de que su nombre es Orán, la ciudad argelina que en tiempos de la novela estaba bajo la administración francesa. En esa ciudad tan reconocible por el Riachuelo, la vuelta de Rocha, la cancha de Boca, Puenzo decidió instalar, junto con la peste, un gobierno autoritario que aprovecha la epidemia para tomar medidas represivas. Con insistencia machacona se repiten las consabidas escenas con las que el cine argentino suele subrayar la maldad de los funcionarios oficiales. Mientras que la peste es, en Camus, un mal esencialmente metafísico, que tiene una sombra alegórica en el nazismo pero sin ninguna presencia humana que lo identifique, en Puenzo el fascismo se superpone con su metáfora: las ratas animales coexisten con las ratas humanas. El director lo justifica por motivos didácticos, diciendo que el público de los noventa está embrutecido por los medios y necesita de estos elementos más concretos. Es curioso el afán didáctico del hombre que en La historia oficial nos enseñara que la gente adoptaba chicos durante la dictadura sin saber que eran hijos de desaparecidos ¿Qué quiere enseñarnos Puenzo esta vez? Aparentemente, que el autoritarismo es malo, que todos contribuimos a instalarlo y que nunca aprendemos la enseñanza. El encargado de transmitir ese mensaje es Cottard (Raúl Juliá), el personaje más gris de la novela, un asesino cuyo proceso está suspendido hasta que se vaya la plaga, momento en el que será probablemente condenado. Puenzo lo convierte en un torturador pero, al mismo tiempo, en un personaje vital y simpático “Es un animal”, dice alguien de él, pero el tipo es el único que entiende. Cottard nos enseña: “No aprendieron nada. No saben que la peste va a volver”, y él, obviamente, es la peste. Puenzo dice que trató a Cottard con ternura porque el pobre “carece de imaginación”. El crimen del Cottard de Camus no es la falta de imaginación (es bien posible que un torturador la tenga, a juzgar por lo que se sabe) sino “haber dejado entrar la peste en su corazón”, lo que motiva cierta piedad por parte del autor (y no precisamente ternura). Cottard es un animal pero es simpático, no tiene imaginación pero se las sabe todas, es un represor lúcido. En cambio, Tarrou (Jean–Marc Barr) no lo es. Puenzo declara que no quiso que fuera “demasiado lúcido” y eliminó del guion su pasado como camarógrafo en Latinoamérica. En cambio, Tarrou es para Camus la lucidez absoluta, casi su propia voz. Es el que todo lo comprende por haberlo visto todo. Tarrou huyó de su casa porque su padre era un fiscal que hacía condenar a muerte a las víctimas de la justicia burguesa. Lo que Puenzo le hace decir a Tarrou termina aquí. Pero el Tarrou de Camus agrega que luego se hizo comunista y que fue culpable de otras muertes a las que contribuyó a justificar ideológicamente, hasta que comprendió su error. Por eso, Tarrou tiene una sola idea clara: “negarse a participar en esta repugnante carnicería [], negarse, tanto como a uno le sea posible, a estar a favor de las plagas”. Ese era el Tarrou de Camus. Ese era Camus, que advertía en un temprano 1947 la mentira del estalinismo. Puenzo, en cambio, cree en las simplificaciones, en los olvidos, en sacarle la lucidez a los personajes para reservarla para él o regalársela al torturador. Desde estas confusiones, Puenzo puede declarar: “La peste es Cavallo” (Imaginamos a Camus recibiendo el Premio Nobel con la frase: “Monsieur le Ministre de Finances c’est la peste”). Si algo sabía Camus, si algo intentó con su obra, es mostrar que las cosas nunca son sencillas. Que la peste es un asunto mucho más complicado que un ministro de economía. Nadie que admire a Camus podría decir, por ejemplo: “La peste es Luis Puenzo” sin avergonzarse, aunque Puenzo sea, como Cavallo, un predicador de necedades. Pero Puenzo sí se parece al Cottard de la novela: es el hombre que intenta sacar partido de la peste.
Puenzo decidió no respetar las convicciones de los personajes de la novela. Tomemos al lujoso y colorido obispo reaccionario que ha creado Puenzo para el personaje de Paneloux (Lautaro Murúa). El personaje aparece dando un sermón fundamentalista en el que afirma: “Todo lo que pretenda acelerar el orden inmutable conduce a la herejía”. La frase de Camus es la misma pero el contexto en el que la pronuncia le da un sentido totalmente diferente. El Paneloux de Camus no es precisamente un progresista, pero está a años luz del discurso hipócrita de la jerarquía eclesiástica argentina. Lo que está diciendo es que es herético que un cristiano se suicide después de gritar a sus fieles: “Habéis pensado que unas cuantas genuflexiones compensarían vuestra despreocupación criminal”. Pero en la película, es justamente Paneloux el que se suicida, superado por la muerte de un monaguillo cantor (escapado de una película de Greenaway). Justo Paneloux, que en la novela gritaba: “Hermanos míos, hay que ser el que se queda” y en la película proclama: “He tomado la única determinación que puede tomar un hombre” aludiendo a su suicidio. Puenzo hace que Paneloux reniegue de su fe y, al mismo tiempo, se arrepienta banalmente de su pasado como si, en lugar de un cura que vive casi fuera del mundo, se tratara de Norma Aleandro en La historia oficiał, que comprende que ha vivido equivocada.
Todo le da igual a Puenzo. Por eso, tal vez, incluya una escena en la que una manifestación rompe las puertas donde están detenidos los presos políticos. “Era la noche de la liberación, no de la rebelión”, dice, en cambio, Camus cuando la gente sale a celebrar el fin de la peste. Todo se politiza en el sentido más familiar, más banal y, nuevamente, más confuso: no se sabe si la peste es la enfermedad, el gobierno en ejercicio o uno que está por venir. No se sabe si cayó el gobierno o todo sigue igual. Y si Cavallo ya es la peste, ¿por qué hace falta que vuelvan los torturadores? Pero todo sirve. Si algo se encarga, en cambio, de aclarar Camus es la crueldad que adquiere la estructura social durante las catástrofes: “Las familias pobres se encontraban, así, en una situación muy penosa, mientras que las familias ricas no carecían casi de nada”, dice Camus y nada de esto se insinúa en La peste de Puenzo, en la que la sociedad es invisible a pesar de su declamatoria politización. Mientras tanto, la madre del doctor Rieux (William Hurt), que nació en la pobreza, es interpretada por China Zorrilla con su piano y sus aires de gran señora. La peste de Camus está oculta en la estructura de la sociedad, la constituye secreta y misteriosamente La peste de Puenzo es, como la lluvia, culpa del gobierno y se arregla votando correctamente.
De Camus queda muy poco en la película: los personajes son su contrario, la vida cotidiana durante la epidemia (tema fundamental de la novela) está escamoteada, la enfermedad tiene una interpretación lineal. Apenas escenas aisladas, frases fuera de contexto, el nombre de la ciudad y de los principales caracteres. Pero tomemos un detalle revelador. En la novela hay un personaje llamado González, de origen español, que es un jugador de fútbol profesional desocupado por la suspensión del campeonato. González tiene contactos que, clandestinamente, pueden hacer salir a Rambert de la ciudad. Puenzo vio la oportunidad y lo convirtió en otro torturado. El tipo es un cínico y utiliza las metáforas futbolísticas que le presta (por supuesto, en otro contexto) el personaje de la novela, un tipo derecho que solo piensa en volver al deporte. Frente a las alteraciones comentadas antes, parece poca cosa. Pero ocurre que Camus fue jugador profesional de fútbol en Argelia y recordaba el juego con cariño. Solía decir que el fútbol le había permitido conocer el alma humana. En un párrafo de la novela se apunta: “unos niños que estaban jugando tiraron una pelota hacia el grupo que pasaba y González se apresuró a devolverla con precisión”. ¿Hubiera aceptado Camus que el pobre González se transformara en un torturador? Parece imposible. Pero Puenzo no sabe /no le importa Pero si le interesa la escena (una escena “filmable”) de la devolución de la pelota y se la adjudica a Grand (Robert Duvall). El único problema es que Duvall, en lugar de devolver la pelota con precisión como González, le pega con el tobillo y para cualquier lado. Ni el fútbol le dejó Puenzo a Camus.
Pero dejemos descansar en paz a Camus y detengámonos en la moral de cineasta que exhibe Puenzo amparado en la cita de Godard. Sandrine Bonnaire interpreta a Rambert (que en la novela es un hombre). En lo que podría ser una bella escena, Sandrine muestra las tetas (!!) cuando, solitaria, graba un mensaje en video para su novio francés, mientras suena un tema nombrado en la novela: “St James Infirmary Blues” por Louis Armstrong. Pero Puenzo introduce un detalle excitante: Barr la está espiando por el monitor. No es el único desnudo. Una enferma, a punto de morir, es exhibida morbosamente. También se muestra desnuda a una mujer en la cama de Barr en situación casual. Y hasta a una bailarina que hace un número de striptease rodeada de ratas (jesto sí es tener imaginación!). Pero cuando Rambert le dice a Rieux que lo desea y se levanta el vestido, la cámara la muestra desde atrás y su cuerpo solo es visible para Hurt. Es decir, cuando el cuerpo femenino desnudo implica la vitalidad del sexo y del deseo, Puenzo se niega a filmarlo. En cambio, aprovecha cualquier otra ocasión para hacerlo. En resumen, pasa de la obscenidad a la pacatería con escala en el voyeurismo. Efectivamente, una elección moral.
También es una elección moral la invención del personaje de Norman Briski, una especie de predicador que le enseña a Tarrou una carta del Tarot en una escena de montaje confuso. Y lo es también que solo al final, en un breve flashback, esa carta se revele como la de la muerte, algo tan previsible como innecesario. Pero, seguramente, estos golpes de efecto habrá que atribuirlos a que el público embrutecido los necesita.
Y qué decir de la idea de ubicar la acción en un tiempo que combina la televisión y la computadora con medicina y autos antiguos ¿Es para mostrar que los tiempos no han cambiado, para gastar en utilería o porque queda elegante, como el bello fonógrafo antiguo que pasea Rambert o la fotografía azulada? ¿Y de las inoportunas citas de Bergman, que nada tiene que ver con todo esto?
La peste es una película aburrida hasta la exasperación, un despliegue de viñetas aisladas, una historia deshilvanada con una producción cara y estrellas internacionales. Sus escenas soportables provienen de la calidad de los actores, que han leído el libro y aprovechan sus oportunidades para que resuenen algunos tonos de la novela por encima de un argumento que bordea lo incomprensible. Es un producto lujoso pero con toques de exotismo tercermundista, destinado a seducir al público y la crítica europeos. Que no lo haya logrado –como sí lo hizo, por ejemplo, Indochina– no es culpa de Puenzo. Hizo todo lo que pudo. Ahora le queda intentarlo en Buenos Aires. La coyuntura preelectoral tal vez ayude.
El Amante N°19 – septiembre 1993
Texto incluído en “Los años irreverentes. Escritos completos en El Amante/Cine. Volumen 1”.
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