En busca del placer perdido
¿De qué sirve un top 10 del BAFICI a dos meses de finalizado? Hoy, de mucho: hace menos de una década, si no se veía una película en el festival, no se la veía más, al menos en su gran mayoría. Si bien las ganadoras y algunas argentinas solían estrenarse (varios años después las primeras, un poco menos las segundas), el resto se perdía para siempre, a menos que el espectador atento recordara aquello que se perdió, sumado, claro, a nuevos festivales y a nuevas pérdidas.
Hoy el estreno en salas no ha cambiado demasiado, pero las nuevas tecnologías nos permiten al menos buscarlas, conseguirlas y apreciarlas en una calidad cada vez mayor.
Para uno u otro caso -el postergado estreno o la búsqueda en red-, cualquier “listado” es útil, ahora o siempre. Pero sobre todo, porque gracias a esa misma red, dichas sugerencias pueden ser leídas por miles de personas que no residen en Buenos Aires y no pueden ir a ningún BAFICI . Aplaudo las recomendaciones “en directo”, mientras el festival está en marcha y queda alguna función, porque sirve para verlas en la mejor calidad (y comodidad) disponible, pero cuando la suerte, el tiempo o la distancia lo impiden, todo ranking, por más tardío que sea, es válido.
Sobre 55 películas vistas (me parece pertinente aclararlo, para dimensionarlo), éstas son las 10 maravillas que deberían verse como sea, ahora o en 7 años. Quiera el dios caprichoso de la distribución que sea en salas.
Y no: que 5 de ellas sean latinoamericanas no es ninguna casualidad.
THE OTHER SIDE OF HOPE (Finlandia)
La mejor película vista en este y varios BAFICIs más. La obra más graciosa y triste (o sea, Kaurismaki puro) del finlandés es supuestamente la más “comprometida”, pero eso es tan solo un detalle para un artista del detalle: se trata de una nueva fábula con el impresionismo y humanismo (des)encantado y asordinado de siempre, ése que no conoce vencimientos ni fronteras, y que simplemente, al agregar una pátina de coyuntura -esto es, los refugiados sirios en particular y los refugiados a secas en general- se enriquece aún más, sin resignar un ápice una visión del mundo que no necesita toponimios, ni siquiera “temas” para ser profundamente universal. Ni lo que realmente le importa: que la vida es una tragedia pero que aun así (y Kaurismaki es el artista supremo del “aun así”), vale la pena vivirla. O bueno, padecerla. Después de todo, ¿quién no es un refugiado en sus películas?
Este parco amable que solo filma en 35mm, ama a Chaplin y a Keaton, y hace cine mudo pero hablado, en blanco y negro pero a colores, y que es el amo del “deadpan” (ese arte de hacer reír sin reírse) no es jamás reaccionario, y eso le permite incluir en su gran lienzo lo que se le antoja.
Entonces, ¿más de lo mismo? Gracias a Odín, sí: este dulce y melancólico tango finlandés (que esta vez casi no los usa), de un minimalismo feliz y gestos y silencios que lo dicen todo habla a las claras de lo que es tener un estilo: el de esa gente calladita que solo habla –lo justo y necesario- cuando tiene algo importante para decir. Y reconfirma a un autor capaz de hacer reír, emocionarse y reflexionar con 1 plano, 2 personajes y 3 palabras.
Si hay algo que Kaurismaki debiera legarle a la posteridad del cine, eso es dejar de hablar de “pequeñas obras maestras”, ese remanido oxímoron al que le sobra el primer adjetivo.
The Other Side of Hope es una de esas películas donde apena estar en un festival, porque dan ganas de irse a la casa y no ver una más por unos meses.
Yo, en el cine, me declaro K incondicional.
DONALD CRIED (Estados Unidos)
Apenas salí de la sala pensé: “Esta es la mejor comedia que vi en los últimos cuatro o cinco años”. A dos meses de vista sigo pensando lo mismo, y es probable que si sigo ingiriendo la comedia americana actual y sus espantosas copias europeas y argentinas me parezca aún mejor.
Estados Unidos solía hacer escupir –literalmente- cosas como Supercool, Stepbrothers, Tropic Thunder, Funny People o Bridesmaids, pero desde hace ya unos años, sólo Spy, Papás en Guerra o Deadpool –imbuida de todas ellas- se salvan de una notable decadencia de la llamada “nueva comedia americana”, y toda película de los Apatow, Mottola e hijos (excepto McKay, que supo correrse de género, como también lo hicieron actores-icono como Jonah Hill o Seth Rogen) suele ser copia infiel de sí misma.
Afortunadamente, Donald Cried pertenece a una nueva-vieja escuela, que podríamos llamar “comedia indie” (y no, ni la demagoga Miss Little Sunshine o la gran Juno son eso), por su factura de autor, su ausencia de estrellas o su sencillez temática, y que viene ganando terreno, por ejemplo, con títulos como Don’t Think Twice. Pero sobre todo, por ser absolutamente clásica en sus intenciones, lejos de las etiquetas que acá se le adjudican.
Para definirla pero no arruinarla, Donald Cried es una suerte de After Hours apareada con Due Date y cierta oscuridad a lo The Cable Guy, pero con una ternura que supera ampliamente las nobles intenciones de un Jason Reitman. Aquella que, precisamente, subyacía en Supercool debajo de tanta testosterona.
Una comedia -una película- perfecta de esas donde no se puede nombrar “la escena” ya que no se trata de una serie de gags, sino que posee una comicidad en continuado y pertinente a todo el conjunto, lo que le da su gracia y su motor de comicidad permanente.
Una de esas que se miran con una mueca de felicidad constante, sólo interrumpida por una carcajada (acompañada, y esto es clave, de perplejidad infinita) o una emoción perfectamente concebida, hija de todo lo antedicho, que no parece siquiera guionada.
Kristopher Avedisian es el autor, director y coprotagonista inolvidable de esta maravilla. Si fuera el protagonista de Memento, me tatuaría ya mismo ese nombre en el brazo.
ARABIA (Brasil)
La terminé viendo en la videoteca digital del festival, no por falta de “recomendaciones” (no las hay en un 80% de la programación, y generalmente son todas las mismas) sino porque ciertas reseñas críticas del catálogo no ayudan a augurar lo mejor. Mala mía, pero también de ellos: ojalá hubieran mencionado que era una soberbia épica minimalista de corte neorrealista -ese anacronismo para referirse a un costumbrismo elegante y respetuoso, tan difícil de conseguir en estos tiempos de anacronismos impostados o modernismos vulgares-, con un desarrollo, estructura y emoción propios de un Forrest Gump del tercer mundo, o, si se quiere y en menor escala, de la indispensable Misterios de Lisboa.
Lo neorreal se percibe desde su matiz claramente político (en este caso la lucha obrera brasileña, pero acá muy alejada del panfleto usual) y en sus ribetes trágicos, razonablemente proclives a una desesperanza tan devastadora como humana. Es en ese humanismo descarnado donde Arabia trasciende cualquier rótulo crítico para llevarnos por esta verdadera road movie de la memoria. Una que tal vez, para justificar la anacronía –o bien ponerla en escena-, acude a un diario de un obrero encontrado por un joven no acomodado pero sí ajeno a ese mundo fabril que lo rodea, al relato dentro del relato, y esta historia pequeña pequeña pero jamás burguesa se va ramificando en el tiempo y en el espacio, como un sutil y elegante juego de cajas chinas. En un momento, en el relato que lee el adolescente (el que presenciamos), el protagonista del relato escribe que su ex novia le mandó una carta, y en ella ésta le cuenta un texto que una vez alguien escribió. Contando el relato primordial -la película-, son 4 las mamushkas que se apilan, en una puesta en abismo que jamás es ostentosa.
Toda vida encierra una historia, o cientas, que si se narran con talento, sabiduría y el tono necesario, pueden convertirse en épica pura. La de Homero el griego u Homero Manzi, no importa. Y en este sentido Arabia es una película inolvidable.
El cine brasilero, país vecino, se estrena poco y nada. Es vital, aunque sólo sea por esta película, revertir esa tendencia.
SAMBA’ (República Dominicana)
Hay una palabra que tipeo siempre en la web del festival: “Box”. Porque amo ese deporte, porque toda película de boxeo vale al menos 2 puntos más (sí, incluso Southpaw, que es un 3 con ese plus incluido), y porque difícilmente las pueda ver en sala.
Este año había dos. La otra era The Happiest Day in the Life of Olli Maki, una biopic danesa estupenda que transcurre en el 62, con un blanco y negro a lo Toro Salvaje –y es casi su reverso “amoroso”- que elige no sólo, si se quiere, un camino más “artie”, sino un ángulo pocas veces visto en el subgénero, y a la que sólo dejo afuera para que no haya dos del mismo palo.
Samba’, por el contrario, y demostrando la ductibilidad del tema, es una purasangre del género purasangre, casi que podríamos decir “industrial” (con una factura técnica ídem y una fotografía en imponente widescreen incluidos), y que, como la gloriosa Creed, mantiene la guardia ortodoxa para tirar los golpes que todos conocemos pero en los momentos exactos: es decir, cuando menos lo esperamos. También comparte con ella el hecho de que –y al contrario de su historia fílmica- los reyes del boxeo son los negros, los latinos y la pobreza desesperada que los hermana. Acá se hace justicia poética a las tres cosas, y el box centroamericano se ve homenajeado con un (anti)héroe local, en su tierra, rodeado de una desesperanza para nada ficcional, y también cierta alegría de paria enmarcada por un hip hop autóctono encantador.
Párrafo aparte merece ese otro código genérico –o “cliché necesario”, y que siempre pide precuela- llamado entrenador, que acá no es el típico viejo sabelotodo, sino un ex púgil tano, joven, fachero y ciego de un ojo; un castigado por el ring y la vida que necesita guita, pero más que nada revancha.
Como toda gran película clásica de box, Samba’ está sabiamente armada como una pelea (¿o será que todo guión es, en el fondo, como un combate?), con sus vaivenes, embates y caídas a flor de piel, y lo que sucede en los últimos rounds del film no se le dice ni a nuestro peor rival. Yo la vi en directo, aunque quien la vea en diferido podrá disfrutar de la misma, intensa emoción de una película de boxeo “convencional”, pero absolutamente inolvidable.
DAWSON CITY: FROZEN TIME (Canadá)
Como My Winnipeg, de Maddin (BAFICI 2008) u Of time and the city, de Davies (BAFICI 2009), por poner dos ejemplos, Dawson City: Frozen Time es la razón de ser de un BAFICI , ésa que justifica acomodar toda una agenda para llegar hasta la sala que la proyecte. Es también una de esas películas que invitan a realizar alabanzas sobreadjetivadas: que la cuestión del cine, que Bazin, que Benjamin y que la mar en coche, para mayor lucimiento del crítico que de la obra en sí. No lo creo: películas así me invitan más a la reverencia propiamente dicha; a agachar la cabeza y describir sumisa, sencilla y sobre todo amorosamente lo visto y acontecido.
En 1978, y en la ciudad del título, alguien encontró un tesoro invaluable: 533 cintas de fílmico de las dos primeras décadas del siglo XX, que habían sido enterradas -tiradas- 50 años antes por su “inutilidad” y su peligro inflamable y porque costaba más devolverlas a las lejanas distribuidoras yanquis que destruirlas o conservarlas. La historia de ese descubrimiento está narradas, mediante foto fija o found footage, a través de extractos de dichas películas… además de la historia de la ciudad, la fiebre del oro del Yukón y decenas de anécdotas imperdibles que repercuten en el presente (¿les suena Trump?), como una verdadera sinfonía de la resurrección al que le sobra rollo(s) para hacerlo, en un verdadero festival de cine dentro del festival.
Gracias a la magia vudú de Morrison, este Arca de la Alianza (o Halcón Maltés) es abierta, y esos fantasmas son invocados con justicia a volver a la vida como el Ejército de los Muertos en El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey, en una sesión de espiritismo y de hipnosis a la vez, acompañados de un montaje sobresaliente y una música sepulcral pero a su vez repleta de vida.
Es cinefilia cinturón negro pero no por enrevesada, sino porque no hay otra cosa que aúne a sus realizadores, sus fantasmagóricos “protagonistas” y el espectador: una trinidad sagrada que no busca ni expresa la pedantería formal, sino una extasiada comunión y experiencia cuasi religiosa.
Dawson City: Frozen Time es justicia poética, redención fílmica y razón de ser del cine. Pero sobre todo, es muchísimo más de lo que estas simples líneas pueden abarcar.
LAS MALCOGIDAS (Bolivia)
Para esos que sólo leen las primeras líneas: Las Malcogidas es una comedia musical boliviana estupenda. Es probable que estas últimas cuatro palabras juntas sorprendan, y si lo hacen es porque creemos que Latinoamérica no puede parir algo así; pero peor aún: son nuestros cineastas locales los que más se creen ese cuento. Esta película es ante todo la refutación absoluta a todo ello, y en absolutamente todos los rubros.
Lo de “musical” es a medias, ya que no hay coreos, los personajes –uno mejor que el otro- simplemente cantan encima de las canciones (ese hermoso e inocentón rock argentino de principio de los 80) y los momentos netamente musicales son relativamente pocos, pero he ahí el glorioso widescreen, los chirriantes colores de y en especial el corazón del verdadero musical clásico. Comedia sí es, de principio a fin, y como pocas.
Carmen sólo quiere tener su primer orgasmo; su hermano, el cambio al sexo que pertenece; y su abuela, que ambos la dejen en paz. Desde su argumento -uno que habla de la búsqueda de la felicidad, pero que a su vez nos la contagia- o su rellena e inolvidable protagonista, Las Malcogidas es una no disimulada remake de la Hairspray de John Waters, impregnada del mejor Almodóvar en su propuesta estética, pero más que nada en la luminosidad de sus disfuncionales personajes y en el encanto de sus diálogos.
Denisse Arancibia no sólo es la formidable actriz principal, sino la directora de esta obra tan caradura como exquisita, tan ambiciosa como entradora, con una pasión exuberante pero jamás arbitraria, y una convicción y ausencia de temor al ridículo pocas veces vista. Las Malcogidas es una gorda soñadora y hermosa que se pone a bailar sola en medio de una fiesta que no existe y que al rato hace explotar la pista.
Ah, y sí: es mejor que Chicago, Los Miserables y todo musical hecho en Hollywood desde Dreamgirls en adelante.
UN SECRETO EN LA CAJA (Ecuador)
Vaya secreto había en esta caja de DCP, o lo que sea que la contuviera. Falso documental literario que aúna a Christopher Guest con un Borges o un Bolaño, pero que está más cerca de los segundos al no tratarse de (y no querer ser) una comedia, más allá del propio –y adecuadamente verosímil- humor que puedan tener los personajes, en especial el ficcionado y apasionante Marcelo Chiriboga, ese escritor del “boom latinoamericano” sobre el que no sabe absolutamente nada, ni nosotros ni los falsos investigadores detrás del falso literato clave.
Y si uno no sabe nada tampoco sobre aquel movimiento literario, tranquilamente puede caer en la bella trampa -o mejor dicho, juego-, hasta ese final fantástico (muy propio del boom, dicho sea de paso) que no solo funciona para avisparnos, sino como su tema o tesis primordial. Es precisamente en ese sentido, de verdadera y apasionante confusión/tensión entre lo ficcional y lo real, donde Un secreto en la caja se convierte en un modelo de mockumentary, sin concesión alguna hacia el espectador desprevenido, uno donde la sonrisa cómplice y la duda se debaten sin tregua; en parodia y crítica a la vez de un modo de narrar (es decir, recordar), pero por sobre todas las cosas una suerte de lápida fílmica para un país sin memoria, ese pecado tan latinoamericano. Y qué mejor ayuda para la memoria que una película así, cuyo género, formato y tema pueden rivalizar con (y vencer fácilmente a) cualquiera de esos ensayos famélicos de ideas y a la vez pedantes que tanto abundan en los festivales. Un documental –saquémosle merecidamente lo de falso por ahora- que no se pega a la “alta literatura” para intentar hacer “alto cine”, sino que es absolutamente llano, transparente y honesto en el juego que nos propone, sin dejar de ser jamás tanto literatura como cine.
Un Secreto en la Caja es, más que coherentemente, realismo mágico del bueno: de ése que, si no podemos creer, al menos desearíamos hacerlo.
SIERANEVADA (Rumania)
Siempre sostuve –y lo sigo haciendo- que el mejor cine independiente del mundo (en proporción cantidad-calidad, claro) se hace en Rumania, Chile y Portugal.
Este 2017, Sieranevada (y The Fixer, también vista en este BAFICI) ubica al país de Drácula bien arriba de ese podio personal.
Las películas rumanas son algo así como un género en sí mismo, que, si bien siempre optan por un marco genérico (el thriller, la comedia, y muy especialmente el drama familiar) y en otras ocasiones por el multigénero, siempre sostienen un pie en una visión cuasi documental de ese estado de las cosas local que vuelve una y otra vez a Ceausescu (y a lo que éste representaba), con una lucidez poco vista para extenderse hacia el estado de las cosas en el resto del mundo, que como recién nacidos (liberados) parecieran entender mejor que nadie. También son usualmente largas, pero jamás “lentas” o soporíferas: las peripecias, los giros dramáticos y sobre todo el humor están siempre ahí para atraparnos o endulzarnos la mirada.
Al igual que la anterior película del director, La Larga Noche del Señor Lazarescu, Sieranevada dura 3 horas, pero uno no quiere que termine jamás, y máxime en este caso, donde podría seguir eternamente las discusiones (y esos silencios que dicen tanto) de esa familia tan parecida a las nuestras… o de ese país tan parecido a todos. Pintar la aldea, que le dicen. Y es que ahí, en una simple reunión familiar de algunas horas –las de la película- Sieranevada (o el cine rumano en general) es capaz, cual Aleph fílmico, de contar el universo. O como mínimo, esa cosa llamada “actualidad”.
Pero el mejor cine rumano no es sólo un espejo donde se puede reflejar y observar el mundo, sino uno en el cual debería mirarse nuestro cine (análogo de presupuestos, talentos y propuestas temáticas), y Sieranevada es la película-retrato no costumbrista que jamás -o muy escasas veces- nos sale.
EL ORNITÓLOGO (Portugal)
En un ranking de diez películas de un BAFICI no podía faltar una portuguesa.
“Hipnótica” es una palabra que suele aplicarse a grandes películas, pero que de tanto usada ya casi ha perdido su valor. El Ornitólogo viene a reivindicarla con vigor, especialmente en ese cándido comienzo repleto de agua, de acantilados imponentes, de naturaleza con mayúsculas; y sobre todo de majestuosas aves exóticas que cuidan sus huevos o nos vigilan (y vigilamos con ellas) desde lo alto.
Una vez hipnotizados, claro, haremos todo lo que este hechicero portugués nos indique.
Y quienes tuvimos la suerte de ver algo de Joao Pedro Rodrigues (director de las prodigiosas pero aún vivas Morir como un Hombre y La Última vez que vi Macau) sabemos que la cosa no va a terminar ahí, ni mucho menos. Aunque no sepamos exactamente dónde, somos conscientes de que todo va a mutar de género, de tono, de ritmo, incluso de cine. Y es así que, jugando con nuestras expectativas de pájaro-espectador, El Ornitólogo va llevándonos hacia una suerte de road movie forestal que se convertirá en thriller naturalista, en comedia de enredos, en épica minimalista o epígono místico-gay pasoliniano. O todo eso a la vez.
Al despertarnos del encanto, como en uno de esos sueños alucinados que nos amanecen con excitación y ganas de seguir soñándolos pero sobre todo la necesidad imperiosa de recordarlos, sólo sabremos que por ahí había unas amazonas chinas, un altar sacrifical hecho de kayak, un “secreto en la montaña” filmado con enorme sensibilidad, un santo y pájaros que hablan. Y que también, claro, por ahí estábamos nosotros, no del todo seguros del papel que jugábamos, pero con la certeza de que éste era tan placentero como crucial.
Acá poco importa si uno -como es mi caso- no leyó la “trama” o no sabe nada sobre San Antonio de Padua ni qué diablos: la película en sí misma es una experiencia sacra, un milagro y a la vez un encanto propiamente dicho que nos va llevando de la manito como si fuéramos de esos animalitos que, aunque no entendamos todo lo que nos quiere decir el Hamelin de turno, somos capaces de dialogar con él.
REINOS (Chile)
En Chile se coge mejor, no hay caso. Eso o lo filman mejor que nosotros. La sospecha se la debo al BAFICI (que si no, acá vemos sólo a Larraín), con títulos como Joven y Alocada (BAFICI 2015) y otros tantos que ahora no recuerdo sus nombres pero sí -más importante- la agradable sensación de estar viendo gente garchando con alegría o furia pero siempre con vitalidad, porque tiene ganas de darse, porque se quiere o todo eso junto, y no meros simbolismos perejiles -o excusas- de lo que no puede narrarse con bolas pero sí mostrándolas. En el adolescente cine chileno hay sexo explícito pero jamás “explicado”. No es exhibicionista, gratuito ni representa una poética o signo barato de lo no dicho.
En Reinos se coge duro y parejo, pero lejos de parecer una gratuidad o signo de “independencia”, se lo hace porque los personajes no tienen más remedio que hacerlo, y se lo muestra sin tapujos ni firuletes porque la historia que presenciamos lo pide, y porque como todo gran romance, la línea que separa ese sexo del amor es absolutamente difusa. En Reinos se coge no siempre con amor, pero sí se lo filma con él. De eso no hay dudas.
Si me detengo demasiado en este asunto no es sólo porque es notable, sino porque de la “sinopsis” no hay mucho para decir. Si se la lee no se la ve, y si se la ve se entiende porqué hay tanto cine que jamás va a entrar en una sinopsis: chico conoce chica, cogen, congenian, se enamoran -bueno, uno de ellos se enamora-, cogen, charlan, cogen, se pelean, cogen, y de repente todo parece perdido. En fin, lo que vimos mil veces (menos las cogidas, que en Hollywood funden a sábana o pared), pero con un amor entre los personajes, hacia el espectador, al cine -un amor real pero inasible que está entre ellos y la cámara, y entre la pantalla y nosotros- que hacen que, como todo nuevo amorío, todo parezca inédito. Noble prima rohmeriana de Adventureland y heredera legítima de La Vida de Adele, Reinos nos coge como espectadores, y deja marca como las del hombro de ella.
Por el sexo o por el cine, es obligatoria para directores argentinos.
© Leonardo Gutiérrez, 2017
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