Hace días que vengo preparándome para escribir sobre esta película. Desde la mismísima mañana de la privada de prensa, que vengo dale que dale escuchando y escuchando, leyendo y leyendo. Y me resulta verdaderamente espeluznante lo divididas que están las aguas en términos de crítica cuando, en lo que a mi concierne, estamos frente a uno de los “tour de force” del año, sin lugar a dudas.
Me he tomado un tiempo para escribir esta columna, porque quería estar limpia de la influencia de la crítica, de los memes, de los pontificadores, de los fanáticos, de los odiadores consuetudinarios, de los snobs, de los amantes y de los parientes. Quería recordar, repasar, representar y volver, una y otra vez limpiamente, a lo que la cinta me hizo sentir y pensar. Quería ser yo, Laura, entera, honesta frente a la película. Y para eso debía dejar pasar unos días y volver a mí, a mi centro emocional e intelectual. A mi centro espiritual, el que guarda celosamente todavía mi capacidad de asombro, mi juventud eterna y mi goce. Y entonces hoy me desperté con el impulso irrefrenable de escribir esta columna.
La mañana de la privada de prensa me desperté temprano, me pegué un baño bien consciente, me puse unas gotas de Chanel N°5 detrás de las orejas, unos jeans de botamanga ancha, una de mis playeras de Superman y una camisa a cuadros por encima por si nos congelaban con el aire acondicionado de la sala y salí con el corazón dándome vueltas en el pecho. Pensé en tomarme un tranquilizante para apaciguar la anticipación, pero descarté rápidamente la idea. Tal vez era la playera o algún hechizo, pero me sentía particularmente fuerte. Aun con la noticia de los atentados en Bruselas, no corrí a meterme debajo de la cama, ni a zamparme diez horas seguidas de noticieros, ni a comprarme una máscara de oxígeno. Mi entusiasmo esa mañana era, sin lugar a dudas, robustísimo y a prueba de balas.
Apenas llegué al Village Recoleta, me encontré con mi querido amigo Matías Orta y una troupe de escritores que estaban exponiéndose al mosquito del dengue sin repelente, esperando que abrieran las puertas del complejo para que pudiéramos entrar. Nos juntamos allí un rato a hablar cachadas hasta que nos vinieron a buscar. Luego de firmar el acuerdo de confidencialidad y de darnos una panzada de baklava y otras delicias que nos sirvió el chef de Turkish Airlines, nos apoltronamos en nuestras butacas con todo y pochoclos. Era cuestión de desinfectar a conciencia mis anteojitos 3D y de esperar a que se apagaran las luces.
Y sí, cuando estuvimos a oscuras, casi, casi lloro del entusiasmo.
No es casual que yo sea una columnista y no una crítica de cine. Además de que no me da el piné para serlo, no puedo olvidar que antes que nada soy una directora, soy una actriz, soy una escritora; y jamás me olvido de eso a la hora de pararme frente un film. No puedo compartimentar lo que soy. Soy todo eso y también una columnista. Soy todo eso y también una mujer que ha visto mucho cine, mucha tv, que ha leído unos cuantos libros, que ha danzado, que ha cogido, que ha comido, que se ha desnudado, que se ha quedado en la superficie y que se ha sumergido profundo. Y también soy una espectadora: una ávida, voraz, impaciente, sanguínea, móvil, volátil y siempre infantil espectadora.
Durante la primera hora de Batman vs Superman tuve posibilidad de pensar un poco, de ir digiriendo ciertas cuestiones. Snyder se toma un tiempo considerable con la presentación de personajes, lo que sirve para bajar un poco el ritmo cardíaco y ordenar la cabeza. El espectador puede meditar, puede acomodarse en la butaca más tranquilo y comprometerse sesudamente con la trama. Durante la mitad de la película el director elige, además de presentar el conflicto, de reanimar por completo a cada personaje y de instalarnos en sus respectivos tonos psicológicos, elaborar un panorama exhaustivo del mundo en el que están viviendo, su estado moral imperante, su humor definitivo y la densidad de su atmósfera. Una atmósfera asfixiante, oscura, desesperanzada, terrorífica. Y embute a Bruce Wayne en esos aires y lo hace verse al borde del cinismo total. Un hombre fuerte, justo, que se ha vuelto (en palabras del propio Alfred) cruel, a fuerza del desencanto absoluto que representa cortarle la cabeza al monstruo para que, en su lugar, crezcan otras siete. Esa desesperanza tan inherente a la condición de mortales que tenemos todos los hombres. Y desde la profunda decepción de Bruce Wayne y, como contrapunto casi perfecto, es construido Clark Kent. Con una esperanza antigua y una ilusión tangible, propia de los que ven lejos a la muerte y de los que todavía no han llegado a reconocer su propia humanidad y su finitud. Así, Snyder elige contar el arco inverso de ambos hombres, utilizando como herramientas catalizadoras a sus alter egos rutilantes: Batman y Superman.
Durante las dos horas y media de película, el espectador es testigo de dos caminos fundamentales: el de un hombre que se reencuentra con su fortaleza, su inocencia y su fe, recuperando así su condición limpia de símbolo; y otro que abandona su natural estado de deidad indestructible, para encontrarse con su humanidad profunda y definitiva. Y en el camino, se salvan entre ellos y salvan al mundo, renovando la esperanza que el género humano tiene derecho a tener en sí mismo.
Hace unos días se me dio por definirla como una “épica, religiosa, titánica”, y creo que por ahí va la cosa. Es cierto que peca de solemne, es verdad que es algo pretenciosa, pero, ¿a quién le importa? Snyder elige contar esta leyenda desde la apoteosis total, y los destellos de humor que brillan son acotados, pero nobles.
El Batman de Ben Affleck es profundamente oscuro, maduro, algo desilusionado y escéptico. Todas esas cosas que van sucediéndonos cuando nos damos cuenta de que no somos especiales, de que moriremos, de que fracasamos; pero él sigue allí, tal vez excediéndose un poco, pero no dando el brazo a torcer. Y es el nativo de Krypton el que viene a su encuentro para renovarle la fe. Affleck está austero, económico, preciso, bellísimo. Es un Batman perfecto y de pura casta. Me emocionó tanto verlo que me daban ganas de saltar dentro de la pantalla para darle un abrazo.
Por su parte, Henry Cavill (mi novio), compone a un Clark Kent ávido de justicia, enamorado, potente y hasta algo irreflexivo, que se halla timoneado por su espléndida juventud y la noción subyacente de inmortalidad. Un hombre que todavía cree en la idea de la justicia y que se ha parado en su propio pedestal, lleno de buenas intenciones, pero necesitando prontamente una dosis de realidad. ¡Y vaya si la recibe! El propio Batman se la propina de una trompada, mientras le deja claro que los valientes somos nosotros. Nosotros que, desde que nacemos, sabemos que vamos a morir. Y a partir de esta irrefutable verdad, déjenme decirles que no es casual que esta cinta se haya estrenado a días de La Pascua.
Grandes actuaciones rodean a los protagonistas. Se destacan las de Jeremy Irons, Amy Adams, Laurence Fishburne y Diane Lane. Lo más flojo desde mis ojos fue el Luthor de Jesse Eisemberg, que vuelve a componer a Zukerberg, solo que con un par de tics nuevos, muy prosaicos y una melena más larga y más prosaica todavía. Gal Gadot hace lo que tiene que hacer: presentar a su personaje para abrir la puerta hacia La Liga de la Justicia. Y es muy refrescante ver una Mujer Maravilla que, de hecho, se ve como una mujer y no como mi viejo anabolizado y con una falda.
Por lo demás, salvo la secuencia en el desierto y algunos planos medio cutre que no me gustaron, la película me encantó. Y estoy segura de que será parte de la saga de súper héroes más grande y potente que hayamos visto hasta ahora.
¡VAYAN A VERLA!
Laura Dariomerlo / @lauradariomerlo