PLAN DE ESCAPE
Como muchas películas de Assayas, las de Mia Hansen-Løve transcurren sin esfuerzo ni artilugios y producen la sensación de estar ante algo parecido a la vida sola, como si no hubiera planos ni montaje ni todo lo que asociamos con el cine. No es lo mismo que el llamado efecto de transparencia que Hollywood fijó y perfeccionó entre los 20 y 50, sino algo distinto, más inasible, menos calculado. Bergman Island extrema lo que la directora viene haciendo ya desde Todo está perdonado, y que parecía haber alcanzado una cumbre estética en El porvenir. Una pareja de cineastas viaja a Farö, donde vivió Bergman, en busca de un refugio para escribir y producir dos proyectos. Allá descubren la paz del lugar y siguen las actividades relacionadas con Bergman: visitas a la casa-museo, tour por las locaciones de sus películas, el cementerio y proyecciones privadas. Pero Hansen-Løve no alimenta ni discute la estatura mítica que Bergman tiene para los habitantes de la isla y el mundo en general, se limita apenas a mirar con curiosidad pero también con distancia, como suspendiendo el juicio sobre ese culto que otros practican con tanto denuedo. No hay, entonces, ningún juego con el cine de Bergman, ningún homenaje, ninguna apropiación estilística o de los temas (cosa que, por otra parte, hubiera sido difícil de imaginar en el universo más bien etéreo y ligero de la directora).
La película cuenta dos historias, la de los cineastas, y la que ella, Chris, le cuenta al marido, Tony, cuando sufre un bloqueo y no sabe cómo terminar. No hay nada nuevo ni muy interesante acá, en el cine dentro del cine, eso que la crítica nombra demasiado seguido como puesta en abismo o juego de cajas chinas (aunque, como dice Angélica Gorodischer, nunca nadie haya visto un juego de cajas chinas). La rareza, en todo caso, proviene de la manera en la que la directora articula las historias, con vasos comunicantes que conectan suavemente el mundo cotidiano y de la ficción. La frustración silenciosa de Chris con su matrimonio pasa a ser la angustia amorosa de Amy, que en la película que escribe y filma la protagonista viaja a Farö para un casamiento y allí se reencuentra con Joseph, su ex. Pero el drama de Amy no es el suplemento vital del de Chris, sino una especie de reflejo apenas deformado que le permite a la directora (a Hansen-Løve) extraer del mismo lugar una potencia distinta, más nocturna, más física, con las salidas y los festejos de los recién casados y sus amigos.
La clave de todo está, a fin de cuentas, en el lugar, que provee menos prestigio (oh, Bergman) que una oportunidad de fuga: para los personajes, pero especialmente para la película. Si uno piensa en películas como esta, o El porvernir, o Las horas de verano de Assayas, se encuentra con un cine que hoy parece desfasado de su tiempo. Filmar la felicidad despreocupada sin otros contratiempos que los amorosos es cada vez más difícil cuando todo el cine, hollywoodense o independiente, de Marvel o de algún autor europeo, vira totalmente hacia los temas del momento: la diversidad, el activismo, la sensibilidad social, el racismo. Las películas sin mala fe, sin culpa burguesa (lo que sea que eso signifique), sin cargo de conciencia, son cada vez más raras. Hasta Garrel, uno de los directores en actividad más libres y personales, inserta en su última película una escena gratuita en la que unos tipos atacan a una pareja por ser negra. ¿Qué curso de acción puede tomarse ante esto, qué hacer?, piensa Hansen-Love.
Como de todos los laberintos, acá también se sale por arriba: hay que irse a una isla, cuanto más paradisíaca mejor, lejos del bullicio del compromiso y de las buenas intenciones y la pacatería imperantes. En Farö la directora da con la libertad y la desenvoltura suficientes para contar dos historias de gente con plata y tiempo que puede permitirse sin culpas el lujo de la cultura, de los paseos, de la deriva y la melancolía. Gente bella que se predispone de buena gana a sufrir por amor, al desengaño, a los malos entendidos, a los juegos de la seducción, gente que cuando coge está desnuda en cámara, disfruta y conversa en la cama después. Si Chris y Tony viajan a una isla salida del mundo para concentrarse en sus deberes creativos y allí se subliman (la palabra es fea y no le hace justicia a lo que sucede en la trama) las tensiones de la pareja, Amy y Joseph, por su lado, abandonan sus trabajos, parejas e hija para asistir a un casamiento y pasar largos días entre almuerzos, paseos y fiestas, donde la única preocupación es encontrarse o no con el amor del pasado, diseñar un acercamiento, descubrir qué le pasa por la cabeza al otro, por qué es que no estuvieron juntos siempre.
Bergman Island deja al espectador perplejo, como si hubiera que esperar siempre algo más, que de ese cruce de historias surja algún estallido en el que, tal vez, la ficción resignifique la vida cotidiana, o al revés, o que una explique la otra, o la complete. Mia Hansen-Løve no está para nada de eso, para ningún jueguito que nos distraiga de la textura misma del relato, del drama atemperado que actúan sin énfasis Vicky Krieps y Mia Wasikowska (ambas alter egos posibles de Hansen-Løve, tanto física como profesionalmente, pero a quién le interesa este psicologismo incomprobable); nada, en suma, que nos haga olvidar que el cine también puede ser esto, un discurrir plácido que nos reconcilia brevemente con el mundo, aunque para filmarlo sea necesario fugarse a una isla perdida en Suecia.
(Francia, Bélgica, Alemania, Suecia, México, 2021)
Guion, dirección: Mia Hansen-Løve. Elenco: Vicky Krieps, Tim Roth, Grace Delrue. Producción: Charles Gillibert, Erik Hemmendorff, Rodrigo Teixeira, Lisa Widén. Duración: 112 minutos.