Por el camino de la sumisión y el arte sintético.
Resulta innegable que Tim Burton viene en picada prácticamente desde El Planeta de los Simios (Planet of the Apes, 2001), un declive relacionado con cierto devenir errático que por suerte ha tenido alguna que otra excepción, léase las epopeyas animadas El Cadáver de la Novia (Corpse Bride, 2005) y Frankenweenie (2012). Casi todos los films del período magnificaron a niveles insospechados las dificultades narrativas y esas inconsistencias temáticas que siempre lo han caracterizado, problemas que nunca pudo solucionar y que para colmo se agravaron a la par del apuntalamiento de una estrategia reciente orientada a privilegiar su gran obsesión de estos últimos tres lustros mainstream: la megalomanía saturada de estrellas de Hollywood, muchísimo CGI y un barroquismo cada vez más hueco.
Agotada la cantinela del nene dark y su gigantismo formal, finalmente encaró lo que sus fanáticos alrededor del globo le pedían, una vuelta a las propuestas más pequeñas centradas no en la fastuosidad gótica sino en el desarrollo de personajes. Lamentablemente Big Eyes (2014) no pasa de ser un gesto retro y bastante inofensivo que busca recuperar algo de la magia y el encanto perdidos, no por nada aquí reincide con Scott Alexander y Larry Karaszewski, el dúo de guionistas de Ed Wood (1994), su obra maestra definitiva. Si bien la realización supera por poco a sus predecesoras, la desastrosa Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010) y la fallida Sombras Tenebrosas (Dark Shadows, 2012), la verdad es que no estamos ante ese regreso triunfante que esperábamos con ansia.
Nuevamente a través de una edición fragmentada y un ritmo volátil y por momentos torpe, el relato pretende construir una crónica de la relación tanto sentimental como profesional entre Margaret (Amy Adams) y Walter Keane (Christoph Waltz), un matrimonio que en la década del 50 sacudió al mercado del arte gracias a retratos de niños huérfanos con ojos saltones y un aspecto lúgubre. Mientras que el señor afirmaba ser el responsable de los cuadros y se abría camino como un genio del marketing y un pionero a la Andy Warhol de la producción en serie, la cual le generó una fortuna vía las primeras duplicaciones símil afiche a precios populares, ella era la autora real de las pinturas. Margaret se mantuvo en silencio en segundo plano hasta que un buen día decidió ponerle freno a la estafa pública.
Más allá de la consabida incapacidad dramática de Burton, el principal elemento de fricción en Big Eyes se reduce a la dirección de actores, ya que literalmente la pareja protagónica parece estar trabajando en películas distintas: Waltz ofrece una interpretación efervescente que bordea la caricatura y el desparpajo controlado, y Adams compone a una pobre mujer con la tragedia de la sumisión incrustada en su rostro, producto de años de angustia, un contexto social en extremo castrador y una educación volcada al machismo. Pareciera que el cineasta quiso complementar la fotografía luminosa de Bruno Delbonnel, alejada diametralmente de las marcas de estilo de Burton, con este juego de registros opuestos, sin embargo la abulia y tristeza de Margaret hacen que todo quede en las buenas intenciones.
De hecho, el opus jamás llega a analizar en profundidad la psicología de los personajes ni tampoco posee la valentía para torcer el timón hacia la comedia estrafalaria de Beetlejuice (1988) o las alegorías sensibles en sintonía con El Joven Manos de Tijera (Edward Scissorhands, 1990). A pesar de que el resultado final indica que el objetivo de Burton fue combinar el tono light de El Gran Pez (Big Fish, 2003) con la algarabía naif de Ed Wood, una vez más sus dubitaciones y un pulso que no se define entre la seriedad y la farsa -sin sobresalir en ninguna de las dos vertientes- terminan dilapidando la oportunidad, hoy vinculada al examen de una de las primeras experiencias del arte sintético y el doble discurso ultramasificado, puesto al servicio de la hipocresía de la legitimación cultural…
Por Emiliano Fernández