Siempre es raro ver en Cannes una película de Jean-Luc Godard. Para empezar, que Nicole Brenez (crítica y profesora gurú de la cinefilia radical política y que figura entre los co-autores de la película) recorra la alfombra roja ante las hordas de fotógrafos es algo que roza el delirio, así como la larga sesión de aplausos al final de la película ante el equipo, que también aplaudía, no sabemos si al Godard ausente, a sus fascinados espectadores o a Nicole Brenez misma. Pero el caso es que en medio de esa extrañeza, siendo tan brutalmente distinto de todo lo que puede verse aquí, Le livre d’image se ve con fascinación, al mismo tiempo que se escapa entre los dedos. Y de dedos se trata precisamente durante toda la película, con cinco episodios como los cinco dedos de la mano y que son cada vez más largos. Cierto, esa sensación fugitiva la producen muchas películas de Godard, en las que tenemos la sensación de estar corriendo tras su pensamiento. Pero aquí es diferente, no sé si hay un pensamiento pero encontrarle algo sistemático es difícil. Para empezar, precisamente, por las manos. Godard sabe perfectamente que el cine y la pintura son las dos únicas artes (más que la escultura) que han unido a la perfección el ojo y la mano. Y las imágenes que utiliza para componer su libro nos llegan tras una mani-pulación extrema. Deformadas hasta componer una pasta de colores chillones, despojadas de su belleza natural y volviéndolas casi irreconocibles para crear algo tan fascinante como frustrante, con los planos a menudo cambiando de formato, achatándose, como cuando nuestro lector de DVD se equivoca de ratio. Entre esas imágenes, y esto parece novedoso, hay de hecho muchas del propio Godard, un extraño homenaje a Truffaut, Rivette y Rohmer, con unos retratos saturados, e incluso varias de películas o cineastas que no esperaríamos en sus recetas de cocina. El resultado es como si Godard se alejase del cine, como si asumiese que su tiempo (el del cine y el suyo) ya pasó. Uno de los “dedos” o episodios está dedicado a los trenes, pero nos parece que ya pasaron al verlos. El propio Godard lo insinúa: las nuevos artes llegan para copiar a las viejas al mismo tiempo que acaban con ellos y permiten algo inédito. Como el cine con la literatura. ¿Y ahora qué? O, por citar a Tchernychevski (via Lenin), “¿qué hacer?” Esta podría ser la gran pregunta de la película. Y si algo hay parecido a una respuesta (perturbadora), ésta sería el mundo árabe. Por un lado, es el pasaje más pacífico y calmado de la película, con Godard y otros narradores mencionando que, todo el mundo mira al mundo árabe, mientras que éste se limita a hablar poco del mundo, pero siempre con calma y con sabiduría. Por otro lado, en su gran desesperación, también nos dice que él “siempre estará del lado de los que ponen bombas”. Tras los créditos finales, como si Godard estuviese en modo Avengers, la película regresa con una sucesión enérgica de imágenes, voces godardianas que se cruzan y se sobreponen recorriendo todo el equipo de sonido de la sala con un efecto de caverna o de catedral. Una aparición divina de Godard de una violencia increíble y, al mismo tiempo, con un discurso sobrecogedor: el tiempo de la esperanza ya pasó, pero la esperanza nunca desaparecerá. Del mismo modo que el pasado, hagamos lo que hagamos, siempre estará ahí, inmutable, la esperanza también estará ahí delante, indestructible. Al mismo tiempo que Godard parece volcar su desasosiego en la pantalla como buscando un relevo, como diciendo “aquí queda esto, seguid, destruid, cread algo nuevo: vuestro tiempo”, lo hace confirmando que vive en su propio pasado. Por decirlo así, a Godard le quedó, en un mismo cuerpo, la película de un viejo que vio pasar de largo su batalla y la película de un niño que juega con sus manos esas imágenes que tiene en su habitación, con esa historia del cine doméstica, como si fueran plastilina.
@ Fernando Ganzo , 2018 | @GanzoFernando
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