“¡Dale, hablá de los boqueteros!”, me dijo mi amiga Luján mientras se despedía, alejándose por la esquina de Maure y Arce, acelerando bastante el paso porque su hijo le acababa de anunciar por teléfono que se había quedado afuera de la casa. Para hacerle justicia al enano, debo decir que llamó justo cuando habíamos terminado de trabajar, pero así y todo, todavía la charla estaba bastante jugosa y además, a mi me hubiera venido bien picarle los sesos a Lujan acerca del robo al banco.
Algunas cosas llegamos a conversar, como el hecho de si queríamos que los atraparan o no, o el tema del seguro para resarcir a las víctimas, o el asunto de la cobertura mediática, y que yo lo escuché todo en lo de Víctor Hugo y que ella lo había visto en la tele y que loco que algunas cajas ni las tocaron y que si habría joyas valiosas y que la guita embarraba medio la cancha porque seguro que había mucha en negro y que la policía y que las alarmas sonaron tres veces y que usaron herramientas muy grosas y que ¡cómo no había cámaras de seguridad dentro del recinto en el que estaban las cajas!, y patatín y patatán… Solo dos cosas nos quedaron en limpio: la primera, que yo debía escribir hoy sobre esto. La segunda, que era fijo que no se trataba de “ladrones de medio pelo”.
Con una mano en el corazón, ¿quién no ha soñado alguna vez con dar un golpe maestro?, ¿quién no ha pensado en salvarse para toda la vida, llevando a cabo un plan sigiloso, maquiavélico, elegante y genial que lo dejara pasar a la historia y ser recordado para siempre? Debo decir que nadie que se precie de romántico, podrá nunca negarse a fantasear con una cosa así. El hecho de robar sin siquiera despeinarse, un fangote de guita, un tesoro maldito o una pieza de arte legendario.
El cine, desde El Gran Robo al Tren para acá, ha retratado de manera perfecta mucho mas de una vez, estas fantasías tan turbias, jugosas y reñidas con la ley de los seres humanos.
Tenía que hacer algunos mandados, así que tendría tiempo de dejar que mi cabeza viajara por rumbos inusitados mientras llevaba a cabo mi faena de ama de casa. Me metí en un local de computadoras a comprar una funda para mi mp3 y me dejé llevar por el recuerdo de la película de Woody Allen que (es hora de que alguien lo señale) es inquietantemente parecida al robo que ocupa la primera plana de los diarios de Argentina por estos días. Ladrones de medio pelo (o de poca monta) tradujeron el título original de ambas maneras, se trataba de un tarado que, junto a su esposa y su socio, alquilaba un local ubicado estratégicamente frente a un banco, en el que ponían un negocio de galletas. La idea era distraer a todo el mundo, mientras trataban de hacer un túnel que llegara hasta la caja fuerte. Por supuesto, todo salía como el culo, porque el tipo era un verdadero bobo. Pero en el ínterin y mientras usaban de fachada el asunto de las galletas, se hacían ricos con eso. Me acuerdo cómo me descostillé de la risa con el primer plano de la película, que mostraba al personaje de Woody, con unos anteojos espantosos, haciéndose el boludo detrás de un diario y mirando hacia el banco tratando de pasar inadvertido. ¡Dios mío si hay alguien que puede parecer un idiota, ese es Woody Allen! La película no es de las mejores que haya hecho, pero la escena en que están cavando y perforan un caño de agua es tan desopilante como inolvidable. Quién sabe, tal vez los ladrones del Banco Provincia, se inspiraron en esto para llevar a cabo su golpe maestro.
Mientras paraba en la verdulería y miraba un poco la fruta, me vino a la mente una película de los años ochenta que mi hermana y yo adorábamos cuando éramos chicas. Mi viejo nos la alquilaba una y otra vez, quizás porque era protagonizada por Jean Paul Belmondo y eso a él le despertaba nostalgia, o porque era hablada en francés o porque aprovechaba, y se mataba un rato de risa mirándola con nosotras. Un Golpe Genial era una coproducción franco-canadiense que se estrenó en 1985 y se trataba de un tipo que entraba a un banco disfrazado de payaso y se robaba todo. Tomaba rehenes entre los que estaban sus dos cómplices, una joven y bellísima Kim Cattrall (que sacaba la guita en su falsa panzota de embarazada) y un súper tonto e increíblemente tierno Jean Pierre Marielle, que estaba enamorado de la chica pero que, por supuesto, la perdía porque ella se enamoraba de Belmondo. Todo esto y las cosas que salían bastante bien, hasta que la femme resultaba fatal y se robaba todo el dinero. El film, dirigido por Alexandre Arcady, terminaba romántico a morir, con un Belmondo disfrazado nuevamente, frente a un banco en alguna ciudad hermosa de Europa que ya no recuerdo, tocando la trompeta, con su viejo amigo cerca, esperando para dar otro golpe. Era la síntesis perfecta de la melancolía, el fracaso y la esperanza. Una especie de estado de ánimo soñador que hizo que nunca me olvidara de esa película.
Convengamos que, un “amigo de lo ajeno” que tiene la pinta de George Clooney y camina por los casinos de Las Vegas enfundado en un smoking con el cuello desprendido, la corbata de moño colgando y la barba de dos días asomándole en la piel, es irresistible al punto del frenesí. ¿Cómo luchar contra la atracción animal que genera un tipo que es ladrón de guante blanco, que tiene un código ético inquebrantable, que se junta con sus amigos para llevar a cabo un robo imposible y que, para rematarla, está enamorado como un loco de la chica del gánster? ¡Por Dios, se necesita una palada de Rivotril, para sosegar el efecto que eso tiene en las mentes sensibles y sugestionables! ¡Atame a la cama y decime Marta!, es el grito de batalla con el que me lanzaría con la cara pintada y la pluma en la cabeza, a la caza de este personaje. Si, La Gran Estafa también entró en el desfile de películas que se iba prolongando en mi cabeza y, tal vez, mas tarde también me la lleve a la ducha.
La pregunta que tal vez deberíamos hacernos es por qué nos gusta tanto que estos tipos se salgan con la suya. Ya con Rififi, la película francesa que narraba el robo a una joyería y que le dio nombre a un nuevo estilo de delito, la gente había quedado encantada, anonadada, hechizada por esa magia del tufillo prohibido, del dinero fácil, de las joyas que destellan tentadoras y provocativas, de la inteligencia puesta al servicio del delito impecable que se comete de manera perfumada.
Por supuesto, el hecho de que no haya violencia, de que todo se haga de modo inmaculado, sin una sola mancha de sangre, sin un solo tiro disparado o puñalada pegada, hace que las cosas se ablanden de tal manera que todo nos resulte perdonable e, incluso y casi pudorosamente, admirable.
¿Qué jurado condenaría a Steve McQueen o a Pierce Brosnan en cada una de las “El Caso Thomas Crown”? ¡Por favor! Si uno de los dos fuera más caliente derretiría la pantalla. Recuerdo, en la versión original, a Faye Dunaway jugando al ajedrez con Mc Queen, en lo que era la escena más erótica de la película. Ella, con su vestido sugerente y sus labios generosos y él, con su traje impecable, su cigarro, su cara maliciosa y sus ojos azules, los más azules e incitantes que haya tenido alguna vez el cine. Nadie podrá decir jamás que ese ladrón no merecía clemencia (aun cuando él no la tenía con nosotros).
Estos boqueteros del Provincia nos han dado una gran historia para llevar a la pantalla, una historia suculenta, que todavía no está ni cerca de terminar. Todo dependerá de la pericia de la policía y de la inteligencia de los malhechores.
Ahora bien, que es jugoso el asunto, es jugoso. ¡Los tipos hasta alfombraron el túnel, por Dios! Imaginemos que son una banda, no sé, de modelos de Pancho Dotto. Altos, fibrosos, interesantes tipo Ashton Kutcher, a los que todos creemos descerebrados y que, para vengarse, pergeñan esta jodita millonaria. Ahora, pongámoslos a todos en camisetas camioneras blancas, semi sudadas, y con sus overoles grises cerrados solo hasta la cintura, agarrando palas, picos, martillos neumáticos, cucharas y la mar en coche. Después, incluyamos una o dos amantes medio caídas del catre, minas comunes, con lentes, que nos hagan amarlos por ser taaaannnnn sensibles y poco superficiales y ¡zas!, tenemos un éxito de taquilla asegurado. ¡No nos pueden decir que esto no es dinamita pura! Los chorros más amados, idolatrados y venerados por el público argentino. Muchachos buenos, de barrrriiiiiooooo, con madres gordas y padres diarieros que dan el batacazo y se paran para todo el viaje.
Una verdadera historia romántica.
Es cierto, asumámoslo, hay chorros que nos simpatizan. La verdad, es que todos queremos transgredir límites, volvernos inteligentes, brillantes, aventureros, glamurosos, temerarios, bellos, sexys, millonarios… Todos queremos escaparnos del montón, sobresalir, descollar. Pero lo cierto es que la mayoría de los mortales comunes, los buenos, los tipos y minas de carne que van por la calle a laburar y que hoy trajinaron las ojotas para comprarle el regalo de reyes a los pibes, se conforman con la fantasía saludable, con la idea dulce y apasionada, con el sueño bueno y considerado.
En resumidas cuentas, con pagar la entrada y ver la película.