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CRÍTICAS - CINE

Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald

(Reino Unido, Estados Unidos, 2018)

Dirección: David Yates. Guion: J.K. Rowling. Elenco: Eddie Redmayne, Johnny Depp, Kevin Guthrie, Ezra Miller, Jude Law, Katharine Waterston. Producción: David Heyman, Steve Kloves, J.K. Rowling, Lionel Wigram. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 134 minutos.

CUANDO LA REVELACIÓN NO SE PRODUCE

Lo que ordena la puesta en escena de un film es el final. Y esto es así porque el final es ese lugar de llegada; es donde finalmente confluyen todos los sentidos del film.

Así, la primera parte de esta historia termina en la bella confitería de Jacob. En sus delicias con forma de aquellos animales que cree haber visto, que intuye, que sueña; porque un hechizo se los hizo olvidar. En ese final, en esa confitería, en esas delicias con forma de animales, está cifrado quizá el sentido de Animales fantásticos y dónde encontrarlos.

Es esa visión del mundo que sostiene la primera parte de esta saga, donde lo sagrado, aunque quiera ser ocultado, negado y destruido, permanece y aflora de las formas más extrañas y diversas. De formas secretas y milagrosas. Es la memoria borrada de Jacob la que guarda el secreto de eso misterioso que vio.

Ya lo hemos dicho. La primera parte de esta saga es una verdadera delicia. La segunda en cambio no tiene rumbo. Y esto queda claro una vez que llegamos al final.

Porque a lo largo del film se construyen unos cuantos enigmas que parecen tener un sentido definitivo; un sentido de revelación que nos permitirá comprender aquello que, al parecer, se oculta en los rincones del film. Sin embargo, nada de eso ocurre porque el relato no tiene final. O más bien tiene un final precipitado que busca explicar de manera burda y subrayada algo que ni siquiera intuimos, algo que no necesitamos.

Podemos señalar muchas falencias del relato. Podemos decir que resuelve cosas sin explicar demasiado, que presenta excesivos personajes sin peso suficiente y que hasta tiene extrañas elipsis. Es decir, súbitos pasajes de una escena a otra, sin ningún tipo de continuidad espaciotemporal. Pero aun así durante la primera parte hay algo que mantiene al espectador con ansias de seguir a esos personajes que adoramos del film anterior.

Pero, lamentablemente, una vez que llegamos al cementerio (gracias a un desprolijo corte de montaje), Grindelwald –con un aburrido discurso– nos explica por qué es malvado. Allí nuestras ilusiones se desvanecen como por arte de magia.

Ya habíamos perdonado esos flashbacks ilustrativos que nos trasladaron un pasado sin sentido. Habíamos perdonado también la aparición de personajes que remiten a la otra saga, en pos de saber algo más. Pero esta secuencia final es imperdonable, como el maleficio.

Que Grindelwald haga su despliegue de maldad, su discurso anti muggle, apelando a las imágenes de la Segunda Guerra Mundial y del hongo de fuego de la bomba atómica nos expulsa del mundo de la película. Nos impone una línea de relato que hasta ese entonces se mantenía fuera de campo. Algo que en la primera funcionaba a la perfección como parte de ese espejo entre el mundo mágico y el mundo no mágico;  ambos cooptados por el capitalismo liberal, por la burocracia institucional, por la negación de lo sagrado. Situación especular que arrojaba como resultado la aparición de lo oscuro, lo sagrado, vuelto un ente demoníaco. En la parte final de este segundo film eso se vuelve alegórico, gritado, vulgar. Mientras que en la primera la guerra ocurría fuera de campo, aquí, al mostrarse de manera literal, se vuelve la obviedad más torpe del relato.

Así, en ese desprolijo final donde nadie vence a nadie, donde los buenos se pasan porque sí al lado oscuro, donde el supuesto elegido para vencer al mal queda perdido entre tanto efecto especial, la película pierde su completo y absoluto sentido.

La justificación de que es la segunda entrega de un relato en cinco partes no es suficiente para sostener semejante vacío en la trama. Tampoco para sostener un final que, lejos de realizar una construcción simbólica, nos deja afuera con una explicación burda y recargada. A lo que se le suma la vuelta de tuerca de la vuelta de tuerca, obviamente innecesaria.

Si el film tuviera un verdadero punto de llegada, un final en el que los personajes, el pasado, el presente y los misterios confluyeran para construir un nuevo enigma, entonces esto daría paso natural a una tercera parte. Pero para que ello ocurra se necesita un film que entienda qué es lo que está narrando, y en cuyo final –más allá de aquellas cosas que quedan abiertas y a la expectativa del siguiente film– se cierren elementos fundamentales de la trama. Porque en esos elementos de la trama residen los misterios, reside el verdadero sentido del film. Una película sin final es una película sin dirección.

La autora y el director se han olvidado de un aspecto central. De esa clave que es puesta en escena en la primera. Newt, el que entiende y sabe mirar más allá, el que protege y conserva a aquellos animales fantásticos, guarda en su bolsillo un pequeño animalito que es un tallo verde. Ese extraño ser, que tiene una relación especial con Newt, es el que posee ese sentido iniciático y secreto del primer film. Es el que resume el arco dramático que se construye a partir de Newt y los personajes que lo rodean. Porque el joven zoomago (como hemos leído por ahí) es en realidad un maestro iniciador que despierta a Jacob de su sueño no mago, llevándolo a recorrer los caminos de la verdad. Una verdad que se configura como lugar secreto y misterioso y que toma cuerpo en esas criaturas mágicas que Newt custodia.

Eso, que era el eje central del primer film y que construía a Newt como el elegido para afrontar al mal, en este nuevo film queda apenas reducido a esa frase que dice Leta Lestrange: “Newt, en todo lo monstruoso ves algo bueno”.

Aquello que Newt era en el primer film se ha perdido y olvidado en esta segunda entrega de la saga. Newt se pierde entre tantos personajes, vueltas de tuerca y referencias externas puestas para conformar a los seguidores del mundo Harry Potter.

Perdido Newt en medio de tanta parafernalia, nos quedamos sin héroe, sin maestro iniciador y sin neófito –sin tallo verde– que iniciar. Y es que en la trama están latentes todas las posibilidades, porque ese joven Dumbledore podría ser el maestro del maestro, debido a que es, sin más, el maestro de Newt. Porque hay dobles pululando por la trama: hermanos de sangre, hermanos no reconocidos, hermanos separados por formas de mirar el mundo tan distintas como Newt y su hermano Scamander. Y sin embargo nada de esto se concreta más allá de frases sueltas que explican lo que la puesta en escena no logra elaborar.

Quizá el único y verdadero momento sea cuando Newt doma a ese fabuloso dragón chino haciendo gala de sus conocimientos secretos. Es en esa grandiosa escena donde acción, personaje, sentido y efecto visual confluyen. El 3D es allí tan perfecto como pocas veces hemos visto, no por lo técnico sino por su función narrativa y dramática. Mientras miramos, los espectadores volvemos a vivir un poquito de aquél otro sentido; ese que se va perdiendo escena tras escena y que se desvanece en el final, cuando Gridelwald gana la película.

Entendamos: el mal gana finalmente. Pero no en la trama sino en la operatoria simbólica del film. Gana la alegoría, gana el vacío y la literalidad. Entonces sentimos que todo está perdido.

Y sin embargo, siempre podemos volver a mirar el primer film. Ver cómo Newt doma a esa tremenda rinoceronte en el Central Park, volver a mirar al fantástico hipogrifo, volver a la perfecta confitería de Jacob. Y allí sabremos que aunque nos lo quieran explicar de manera literal, nosotros ya lo entendimos antes. De manera secreta y misteriosa. Como ese perfecto neófito que tiene Newt guardado en su bolsillo.

 

 

 

© Melina Cherro, 2018 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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