Si el futuro de la Ciencia ficción –o la construcción definitoria de su presente– es la senda que marca Cielo de medianoche, el panorama que se vislumbra para la creatividad del género en el marco de la producción a escala industrial es un páramo polvoriento que sólo podrá evocar las escenografías anaranjadas de la saga Mad Max. Lo que vendrá (perdón, Gustavo Mosquera) es lo que será verdaderamente apocalíptico, y no el argumento de esta película.
¿En qué momento las búsquedas del dios Tiempo y las vicisitudes de los multiespacios dieron lugar a una rémora sentimental que se siente ficcionalmente capaz de vincular el destino de la humanidad con la vida personal de un astronauta, como si en ello se fuera la sal de la tierra y el curso de la galaxia? Esta problemática engloba las dos peores catástrofes de la praxis actual del guion en lo que queda de Hollywood y en lo que sobra de Netflix: el sentimentalismo vacuo y la re-realización (re-utilización, exhumación, resucitación, etc.) de toda historia ya filmada con anterioridad pero toda. No me refiero al concepto de la remake en sí, sino a una cierta aversión por todo atisbo de originalidad, como si cualquier idea nueva fuera a hundir para siempre a un Titanic industrial que empezó a zozobrar a mediados de este 2020.
George Clooney, que con apenas 59 años está empatando al nonagenario Clint Eastwood en aspecto matusalénico (quizás demasiada cafeína química de Nespresso) interpreta a un empleado del área espacial del gobierno de los Estados Unidos que se encuentra varado en una estación polar del ártico tomando desayunos con cereales y leche y conversando con una niña que a todas luces representa algo no real. Esta modesta intervención del terror psicológico no aporta ni inquietud ni zozobra psicológica, antes al contrario, una placidez adolescente tal como la lectura incipiente de un libro de Herman Hesse. La presencia de esta niña se incorpora sin que nos demos cuenta en un personaje protagónico y aún no sabemos nada de su origen. Esta rara prolijidad confundida con eficiencia en el cruce de géneros me resulta completamente dramática, no en alusión a un efecto narrativo, sino al molesto estándar de tonos pastel al que se está desbarrancando la Ciencia ficción estadounidense, y las de otras latitudes que décadas antes parecían proveer al mundo de una contracara de Hollywood y hablo de Rusia, cuyo mejor exponente del género en 2020 fue “Sputnik”, una mediocre aventura espacial hecha a imagen y semejanza del cine de Hollywood. La ciencia ficción hacía avanzar al cine. Hoy lo demora en Aduana.
Sumemos a este balance negativo la rendición absoluta del equipo creativo de Cielo de medianoche a un preciosismo digital de manual gélido como los alrededores de la base que ocupa Clooney para que la ecuación devenga en un panorama donde la desolación no es geográfica sino intangible y evidente: visual. Acusábamos a Terence Malick de filmar fondos de pantalla (no estoy de acuerdo con esta apreciación teñida de viveza criolla y autosuficiencia) pero ahora lo hacen todos (aceptando la viveza criolla) y de golpe ya no nos quejamos, gritamos: ¡Qué formalismo tan hermoso!
No es por acá el camino. Nunca lo fue.
Un año que empezó con la purpurina ridícula de Cats y termina con el rococó sobreactuado de El baile de Ryan Murphy es un año para la execración, el expediente, sello y archívese. Reseteemos todo esto y sigamos hablando de El irlandés y Érase una vez en Hollywood, que gracias a la pandemia ahora podemos sentir nostalgia por algo que ocurrió hace 11 meses.
(Estados Unidos, 2020)
Dirección: George Clooney. Guion: Mark L. Smith. Elenco: George Clooney, Felicity Jones, David Oyelowo, Kyle Chandler. Producción: Bard Dorros, Grant Heslow, Keith Redmon, Cliff Roberts. Duración: 119 minutos.