(Argentina, 2019)
Guion, dirección: Sebastián De Caro. Elenco: Dolores Fonzi, Laura Paredes, Julieta Cayetina, Julián Kartun, Gastón Cocchiarale, Jorge Prado. Producción: Sebastián Perillo, Rosana Ojeda, Juan Pablo Colombo, Fernando Abadi, Blas Rimmaudo. Duración: 90 minutos.
CINE APADRINADO
El miércoles pasado asistí a la función de prensa de esta película en el microcine de la DAC, donde pude comprobar el lujo y la modernidad del nuevo edificio de la asociación de directores. Me había invitado José Luis De Lorenzo, responsable de esta página. Él también asistió y, a la salida, fuimos a tomar un café. Lo primero que le dije (JL es un hombre veraz y no me dejará mentir) fue: “Es una película de Llinás”. Me preguntó por qué decía eso y le contesté que llegué sin saber nada de Claudia y la estaba viendo con cierta perplejidad, hasta que creí reconocer la voz de Mariano Llinás en el teléfono, cuando un personaje anónimo amenaza de muerte al padre de la novia y da a entender que ambos son parte de una secta. Después, la presencia de algunos nombres en el reparto y los agradecimientos a Llinás y a su equipo reforzaron mi presunción. La proliferación de situaciones sin explicación y de monólogos rebuscados (recuerdo, en particular, una escena con el Tarot) también sugerían que Llinás había metido mano en la película. No sé si es cierto en un sentido estricto pero es indudable que Claudia es una película que reúne varios parámetros de su cine. En particular, la ausencia de una trama consistente, ya que Claudia funciona como si el argumento original hubiese sido desarmado por la aparición continua de elementos arbitrarios y heterogéneos que vuelven la trama incomprensible. Y, también, por el empeño en que los personajes no se hagan querer por el espectador y este mantenga con ellos una relación distante. Al terminar nuestra charla, le dije a De Lorenzo que la película se dejaba ver, que tenía algunos buenos momentos pero que el deliberado y obvio propósito de sembrar pistas falsas y evitar la emoción había conspirado contra mi paciencia. En cuanto a la autoría de Claudia, no importa demasiado si Llinás intervino o no en su realización. Es un poco lo que ocurre con los crímenes del clan Manson (un tema de moda en estos días): una vez que los discípulos internalizaron las consignas del líder, no importa si ejecutaron sus órdenes directas o actuaron por su cuenta. Lo indudable es que Claudia es una película de Llinás, como las de Llinás, à la Llinás o como prefieran. Lo mismo da.
Me permito escribir en estos términos porque el domingo pasado, Mariano Llinás publicó en Página/12 una encendida defensa de Claudia en la que niega haber participado, más allá de la oscura y acaso metafórica afirmación de que el equipo de De Caro le había pedido prestados “sus libros de brujería y ocultismo”. Sin embargo, la nota es una evidente declaración de padrinazgo sobre la película. Más que declarar su admiración por Claudia, Llinás la coloca bajo su protección, la inscribe en su propio sistema cinematográfico. Llinás empieza diciendo que De Caro no hizo lo que se esperaba de él: una screwball comedy, “un objeto comercial lleno de oportunidades para el disfrute del productor: Números musicales, infinidad de roles pequeños para que las vedettes de la televisión, los instagramers y los influencers repartieran sus gracias a lo largo del permisivo metraje.” Pero, continúa Llinás, después pudo advertir que en el elenco: “mezclados con los atletas de la tribu televisiva aparecían aquí y allá nombres feroces, nombres de la ultratumba del teatro y el cine independientes”. O sea, que en Claudia hay dos clases de actores y actrices: los despreciables de la “tribu televisiva” y los valiosos “de la ultratumba del teatro y el cine independientes”. Es decir, los que Llinás y su productora suelen utilizar.
Pero detengámonos un poco en ese oblicuo elogio a la “ultratumba del teatro y el cine independientes” (que, desde luego, no es tan subterránea como la hipérbole que Llinás pretende) que proporciona una pista muy clara sobre la influencia del teatro en su obra. El teatro siempre tuvo algunos problemas con el cine. Tanto en el mudo como al principio del sonoro era común que los actores declamaran en vez de actuar. Poco a poco, sin embargo, se fue advirtiendo que había un modo de actuación específicamente cinematográfica: sobre ella se asentaron tanto el Hollywood clásico y la Nouvellle Vague. En ambos casos (la cinefilia proviene básicamente de comprender esta novedad estética) la presencia de los actores en la pantalla era de un valor enorme, ya fuera la de John Wayne en The Searchers o la de Ana Karina en Vivir su vida, películas opuestas casi en todo sentido. La fascinación, el encanto de la presencia humana en la pantalla, no venía del teatro, ya que era completamente ajena a los escenarios. En la Argentina esto fue comprendido tardíamente: el cine nacional siempre tendió a lo retórico, a un costumbrismo de origen teatral marcado por el subrayado y el amaneramiento. En los años sesenta, apareció en el llamado “teatro independiente” de entonces la moda del “distanciamiento brechtiano”, por el cual los actores debían mantener una distancia con los personajes porque eso permitía la crítica revolucionaria. De allí surgió un nuevo amaneramiento que politizó el costumbrismo. Con el tiempo, este se convirtió en un brechtismo cínico, de actores que no solo se distancian de sus personajes sino que más bien los desprecian, a veces incluso sin darse cuenta. De ese teatro que atenta contra las cualidades de la figura humana en el cine abrevó Llinás para hacer películas que cortan cualquier identificación por parte del espectador y lo dejan huérfano de empatía con los personajes. En la nota de Página/12 lo sintetiza en estos términos: “Sebastián (De Caro) no iba a hacer un film simpático.” Esto quiere decir, en particular, que a cambio de la simpatía, de la seducción de los actores, de su fotogenia o del brillo de su interacción, el espectador recibe una estructura despojada de afectos. Le queda, a cambio, la posibilidad de admirar ese cine haciéndose cómplice de su propuesta. Buena parte del cine argentino actual trabaja sobre la base de esos personajes-marionetas.
Llinás agrega que, contra lo que se esperaba de él, “De Caro iba a soltar sobre la mesa el póker de ases del misterio y la crueldad.” No está claro si faltan otros dos ases, pero con esos dos alcanza. Es curioso, sin embargo, el particular mecanismo de la crueldad en una película como Claudia. Siempre según Llinás, Claudia y De Caro rompen con una mala palabra que es “profundidad”. Curioso que esa idea se enuncie después de haber hablado contra la screwball comedy, acaso el más superficial de los géneros. Advirtiendo la posible contradicción, Llinás agrega que De Caro rompe también con el género, palabra a la que atribuye ser “el santo y seña del que se vale el pensamiento más convencional y cobarde”. Dicho de otro modo, las películas no deben ser profundas, pero tampoco deben ser de género. Y, en cambio, deben ser crueles. ¿Crueles como El ángel exterminador, preguntará alguien? Tal vez esa sea la respuesta con respecto al segundo as: el misterio. En Claudia, como en la película de Buñuel, hay misterio. La diferencia es que en un caso, el misterio (“por qué los protagonistas no pueden abandonar la casa”) es una premisa de la narración que nunca se explica pero le da consistencia: todo gira en torno a esa dificultad y es coherente con ella. Eso produce angustia, dolor y revela una desnudez en los personajes que la vuelven una película tocante. En Claudia, en cambio, en palabras de Llinás: “la narración avanza aquí como una sucesión de incertidumbres, de pequeños y eufóricos caprichos.” (…) Es un film que defiende su gratuidad como una bandera, su misterio como un norte, su secreto como un Grial.” Dicho de otra manera, no es que haya un misterio en ese casamiento (¿por qué no se quiere casar la novia?) sino muchos, uno a cada rato (¿qué es esa secta amenazante?, ¿qué se propone?, ¿qué pretende la protagonista?, ¿qué papel juega el mago?, ¿qué significan las preguntas idiotas que le hacen a los que asisten a la fiesta?, ¿sabe Claudia lo que pasa y colabora secretamente con el complot, ¿hay toda una explicación alternativa?, etcétera.) Es decir, a diferencia de El ángel exterminador, donde no se entiende por qué pasa lo que pasa (y esa incógnita admite interpretaciones políticas, psicológicas o metafísicas), acá no se entiende qué es lo que pasa porque todo es lo mismo y, en definitiva, no importa. El misterio, dice pomposamente Llinás, es un secreto. Pero un secreto vacío, la nada misma. Una nada que hace mover la trama pretendiendo que es algo, que existe. Pero no, el chiste es que detrás de los afanes de los personajes no hay ninguna explicación. El mecanismo podría enunciarse así: “cualquier expectativa del espectador debe ser disuelta; le esté prohibido desentrañar el misterio porque el director tiró la clave de la explicación al río”.
A esa prestidigitación con el argumento, Llinás lo llama: “un perfecto engaño, una perfecta traición ejecutada a la vista de todo el mundo, con la altivez festiva de una tarántula.” El único problema es que el espectador, más que sentirse traicionado, puede sentirse despreciado. Como si la película fuera un complot del director y los actores contra los personajes y contra él. Un complot en el que la que se divierte es solo la tarántula. No solo se divierte, se festeja a sí misma en la prosa apadrinadora de Llinás.
Hay algo efectivamente cruel en ese cine de la tarántula, pero se trata de algo que ocurre fuera de la pantalla. Dice Llinás: “Como nadie ignora, la batalla del cine ha sido desde el comienzo la del prestigio, y desde siempre ha habido tontos que han exigido que sus imágenes se legitimaran por elementos exteriores”. Lo curioso es que la defensa que hace Llinás de Claudia, una película muy poco generosa a raíz de su solipsismo, coloca a los espectadores frente al dilema de aplaudir lo que no les gusta solo porque la película viene protegida por otro tipo de prestigio. Como en una época era obligatorio legitimar las películas por “el tema, el mensaje, el subtexto, la profundidad” (dice Llinás), ahora se intenta legitimarlas por su superficialidad, su capricho, su oscuridad, su falta de emoción. En definitiva, por su renuncia a la simpatía, a la belleza. Llinás afirma que en Claudia todo es bello y escalofriante. Y, sin embargo, es difícil encontrar algo que lo sea: la gente, los decorados, las acciones, los diálogos, los movimientos son el testimonio de una fealdad que deriva del desprecio que la película les tiene. Tal vez solo los números musicales, despegados del resto, pueden disfrutarse sin que el guion interponga sus idas y vueltas absurdas. El cine que propone Llinás y ejecuta De Caro es un cine sin imágenes, sin espacio y sin tiempo, pero saturado en cambio de muecas. Un cine sin placer y lleno de subrayados aunque en teoría se oponga al cine vulgar de los que no están apadrinados.
De todos modos, más allá de su manierismo y sus escamoteos, hay algo que mantiene Claudia en tensión, que evita que sea una obra completamente inerte. Es Dolores Fonzi (Claudia), a quien la película pone en un lugar imposible. Su personaje, una organizadora de eventos sociales, es una obsesiva que trabaja para una empresa totalitaria y repite lemas vacíos sobre el orden y la eficiencia. Claudia se expresa mediante lugares comunes, no tiene pareja ni amantes y su único capital humano es la tenacidad y la obediencia de su ayudante (otro personaje de caricatura pero remotamente simpático). Desde allí, sin embargo, elige buscar la verdad, aun desobedeciendo a sus jefes. No se entiende bien qué verdad busca ni cuál es su estrategia (en el fondo, sabemos, no hay verdad). Pero Fonzi la pelea. Es decir, como si fuera un caballo cargado de peso suplementario, trata de conferirle humanidad a lo que hace. Fonzi es una actriz popular, mainstream, acaso una parte de la despreciable “tribu televisiva” y su registro es de una intensidad que escapa a los parámetros de la escudería Llinás. Fonzi exhibe una rebeldía contra la situación y contra las limitaciones que el guion le impone: eso le permite, a diferencia de todo el elenco, no ser una caricatura y proponerle al espectador que la acompañe. Fonzi hace que la película siga viva a pesar del peso muerto de los caprichos del guion y, aunque la condene a una doble derrota porque tiene el mandato de no ser simpática (la película, no Fonzi) y, en lugar de premiarla con la solución del enigma principal (y premiar, de paso, al espectador por su empatía con ella), la haga fracasar disolviendo el enigma y hasta proponiendo un segundo, innecesario y macabro final (circular para colmo, porque de entrada De Caro le mata al padre en otro acto gratuito de la tarántula). Sin embargo, la encarnizada batalla de Fonzi canaliza la rebeldía de la neurosis contra el orden jerárquico. Cargada con sus obsesiones, de puro humana como debe ser una actriz de cine, lucha todo el tiempo contra la inanidad de lo que se supone bello porque es siniestro. Es que el cine, entre sus ventajas, tiene la de colarse por los resquicios que le dejan los directores, aun los directores-tarántula.
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