La literatura de H.P. Lovecraft no será inadaptable pero su prosa es intraducible. Hay algo sutil y profundamente ominoso en el anaquel de los adjetivos de este escritor que es intransmisible desde las imágenes. Frente a su parrafada barroca, a veces pomposa pero siempre escalofriante, el refrán “Una imagen vale más que mil palabras” apesta a pullover de lana municipal. Con leer, no la obra completa sino unos pocos relatos, se puede acceder a la presunción de que, ¡al revés!, una palabra de Lovecraft puede valer más que mil imágenes que sean fotogramas. Adaptar el tufo gravitacional de las mazmorras lovecraftianas a una puesta a cuadros por cuadros perfectamente equivalente no deja de ser una quimera del mestizaje de las más insondables que ha dado el cine.
¿Cómo reemplazar con mera iconografía la supuración de epítetos retóricamente abisal (por emplear uno de los que le encantaba a Lovecraft) usada con una riqueza expresiva arrebatada de otra esfera de existencia dimensional? Ese método de escritura de dudosa estimación – la adjetivación sobrecargada – hubiera aniquilado la credibilidad léxica de cualquier otro autor. Pero supuso en Lovecraft, el Único, uno de los elementos constitutivos de su ADN estilístico y es hasta el presente continuo uno de los secretos que subyace en el placer de acometer, presos de excitación, su gramática de fina redundancia calificativa. ¿Cuál descripción gráfica podría ser una analogía de esto? “Era una monstruosa constelación de luces sobrenaturales, como un enjambre de luciérnagas necrófagas bailando una infernal zarabanda sobre una ciénaga maldita”.
(Ninguna.)
Alguien en internet nombró esta vuelta de Stanley como una de las mejores adaptaciones de Lovecraft al cine. Es cierto, pero también lo es que se trata de un parámetro muy bajo, lo que direcciona la afirmación hacia los acueductos del fandom más subjetivo. Todos los que admiramos al excéntrico Stanley que(r)ríamos que volviese con su mejor obra, pero Color Out of Space es solo buena. (Todo hay que decirlo: para quien escribe, buena alcanza y sobra.) La adaptación de Stanley y Scarlett Amaris es casi un oprobio respecto al texto original, ya que trueca el género de algunos personajes (una interpretación de Lovecraft no es el lugar para la autocensura políticamente correcta), contexto temporal (pasado lúgubre por actualidad calendaria), sustitución de la misteriosa primera persona propia de la obra del escritor por un personaje insulso y telefílmicamente mal actuado.
Pero no todo es descenso. Hay que tener paciencia porque el último acto de la película is the shit: la saturación de eventos malditos combina la fuerza de una locomotora CGI con los trenes a vapor de los FX rudimentarios de la mejor época práctica de Rob Bottin. Color Out of Space también acusa cierta libertad por la gratificante senda de la cinefilia cuando, por caso, otro de los personajes invoca la magia negra que habita las páginas rústicas del Necronomicón, algo que no está en ninguna de las 22 páginas del cuento, si bien podemos conceder que el libraco infernal pertenece al orbe lovecraftiano.
Coincido con los que afirman que todo es adaptable pero coincidirán ustedes que esta frase sí es inadaptable: “El color, parecido al de las bandas del extraño espectro del meteoro, era casi imposible de describir; y sólo por analogía se atrevieron a llamarlo color”. Y esta: “[…] hirviendo, saltando, centelleando y burbujeando malignamente en su cósmico e irreconocible cromatismo”. El cuento alude a un matiz que no existe en la visión humana ni en la ciencia. Por lo tanto, el cine jamás podrá reproducirlo ópticamente. Solamente este detalle ya es una rémora estéticamente insalvable. La psicodelia grotesco-rojo-furiosa de Mandy de Panos Cosmatos – una de las pocas referencias actuales que se pueden observar en la película de Stanley – es pasada por la disolución de una lámpara de lava hippie-chic entre violeta y fucsia (digresión al paso: qué pensarán los venerables de la New Age de la apropiación indebida del matiz de la “llama violeta” de transmutación álmica) que altera la sugestión incomparable de Lovecraft hacia un vaho tumefacto del espacio sideral que tiene el poder de manipular la materia con fines de absorción. La presencia siniestra venida de otro confín del universo es sintetizada visualmente como un velo parecido al ruido blanco de un televisor a tubo, cuando no es representada con las malformaciones viscosas que produce entre los seres vivos, en algunos casos reducidos a figuraciones físicas arácnidas. No falta tampoco el recurso de la voz múltiple simultánea como signo inequívoco de posesión cárnico-espiritual de una entidad de aliento okupa. Paradójicamente, de esta carencia de imaginería propia la película de Richard Stanley extrae su fuerza cinemática, dándole espacio a la truculencia, que no está explícita, aunque sí implícita en el texto original. Hay que dar cabida a la improvisación. Y en eso Stanley es bueno. Ya lo demostró con los dos mugrosos dólares de presupuesto que usó en su obra de máximo culto, la enlatada y rojiza Hardware (1990), una de las producciones más rentables desde la ecuación costo-beneficio de la ciencia ficción de las últimas tres décadas.
Esto también suma: el desequilibrio psicológico in crescendo del personaje de Cage sintoniza el dial de la técnica actoral catatónica que ha venido amasando en las tierras del carisma más kamikaze. El tipo sabe.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
(Portugal, Estados Unidos, Malasia, 2019)
Dirección: Richard Stanley. Guion: Richard Stanley, Scarlett Amaris, basado en el cuento de H.P. Lovecraft. Elenco: Nicolas Cage, Joely Richardson, Tommy Chong. Duración: 110 minutos.