(Estados Unidos, 2018)
Dirección: Spike Lee. Guion: Charlie Wachtel, David Rabinowitz, Kevin Willmott, Spike Lee. Elenco: John David Washington, Adam Driver, Damara Lewis, Harry Belafonte, Alec Baldwin. Música: Terence Blanchard. Producción: Jason Blum, Spike Lee, Raymond Mansfield, Sean McKittrick, Jordan Peele, Shaun Redick. Distribuidora: UIP. Duración: 135 minutos.
Teatro del poder
Como un fantasma escondido en la baulera que cada tanto necesita salir a tomar aire, el racismo en los Estados Unidos siempre vuelve en el cine de Spike Lee. Desde que irrumpiera a la consideración mundial con Malcolm X, la cuestión negra es para el director tanto el hilo que cose su obra como una de las columnas sobre la que se apoya buena parte de la historia de su país, desde los días de la colonia hasta la actualidad. Que la acción en El infiltrado del KKKlan adopte rasgos de comedia y que se ubique en la década del setenta responde en buena medida a cierto apego para con la historia real que sirve de disparadora. Pero Lee es también un cineasta de su tiempo y como tal le interesa la política, por lo que nunca deja de preocuparle la Nueva América de Trump, horizonte al que apunta dejando varias señales a lo largo de la película, de manera cada vez más explícita. Si en el final algún distraído todavía no terminó de darse cuenta, el cierre con imágenes documentales de diversas manifestaciones de supremacistas blancos avalados por el actual presidente de los Estados Unidos termina de confirmarlo. A Lee no le preocupa el trazo grueso.
Los hechos que narra El infiltrado del KKKlan son verídicos, aunque a priori suenen tan poco creíbles que parecen confirmar aquello de que la vida imita al arte. Son también, gracias a su sesgo disparatado, el pasto con el que Lee alimenta el costado cómico. Ron Stallworth fue el primer negro miembro de la policía de Colorado. Agente encubierto, un anuncio en el diario le permite introducirse en la estructura local del Ku Klux Klan. Cuando de las conversaciones telefónicas es necesario pasar a las reuniones físicas, la dificultad se hace evidente. Flip, un policía judío compañero de Stallworth, es el elegido para hacerse pasar por él. A partir de allí, Stallworth es uno y son dos: el policía negro que habla por teléfono; el blanco que asiste a las reuniones y le pone el cuerpo al asunto. La treta logra llegar hasta David Duke, el Gran Mago e histórico líder del KKK. Duke, encantado de sus conversaciones al teléfono con Stallworth, acepta ser el oficiante en su ceremonia de ingreso a “la Organización”, como ellos mismos la llaman. La de Lee es una película de seres desdoblados, de apropiación de identidades ajenas, de gente que aparenta ser lo que no es.
Ese tópico del ocultamiento y el cambio de la identidad son usados de manera permanente. Apenas ingresado a la policía, Stallworth, cansado de su puesto en el archivo del destacamento, solicita ser destinado como agente encubierto. Es un hombre de acción, decidido y con valores. Es también un negro que cree al mismo tiempo en la policía y en la liberación de su raza, que reniega de la violencia como método. Reacio en un primer momento a aceptar el requerimiento, el jefe finalmente lo envía como infiltrado a un acto en el que hablará Stokely Carmichael, uno de los líderes de las Panteras Negras, hombre de oratoria inflamatoria e inflamada. Se sospecha que su discurso puede ser la piedra de toque que dispare la guerra racial en la ciudad. Stallworth asiste al mitin y escucha al líder hablar desde el atrio, que parece ir convenciéndolo de a poco, o al menos eso sugiere la alternancia entre el discurso del líder y su rostro, cuando una mención a los “puercos” policías rompe el hechizo. Todo ese segmento exhibe un refinamiento visual que parece llegar desde un meteorito, sorpresivo y luminoso. Siempre con el fondo del discurso de Carmichael, los rostros negros de algunos de los miembros de la multitud se aíslan, solo ellos dentro de un cono de sombras. Es la imagen que encarna el orgullo de tener “labios gruesos, nariz ancha, pelo moteado”, como señala el orador. La secuencia tendrá su corolario en la hermosa escena siguiente, cuando Stallworth y Patrice, la estudiante negra a la que intenta seducir, vayan a bailar a algún pub cercano, en una auténtica celebración de la cultura negra. A Lee puede no preocuparle el trazo grueso, pero imprevistamente demuestra que además de picar como una abeja también puede volar como una mariposa.
Dobles aquí y allá, intercambios, manipulación: El infiltrado del KKKlan es de manera bastante obvia una película sobre el racismo en la cultura estadounidense, pero también, y no en menor medida, es una película sobre el poder y sus disfraces. Lo que Lee muestra es que el poder es siempre una disputa sobre un escenario y frente a un público, y que aquellos que son capaces de llevarla adelante de la mejor manera son los que finalmente ejercen el comando. Ron Stallworth camufla su voz en el teléfono y habla “como un blanco” para infiltrarse. Flip cambia de nombre; es judío y aun así sobreactúa el odio hacia su propia raza; tiene la inventiva suficiente como para salir del paso con inteligencia cuando algo en la coartada falla y debe corregirse sobre la marcha; incluso ejerce su papel con tanta habilidad que a pesar de ser un novato logra la consideración de su jefe cuando hay que elegir un nuevo líder para la sección local del KKK. Ese rasgo ya aparece de manera notable en la escena inicial, una humorada a la que luego, sabiamente, Lee decide no regresar pero que le permite introducir el tema general con rapidez y concisión. En ella Alec Baldwin representa a algún político supremacista, con su esperable diatriba acerca del dominio de la raza aria y su rechazo a los negros, los amarillos, al sionismo, al comunismo o a lo que fuere que no cuaje en la cultura blanca, anglosajona y protestante. Las imágenes en las que Baldwin transmite correctamente el mensaje se alternan con las tomas descartadas, momentos en los que el personaje tartamudea, o interrumpe el discurso porque se olvida lo que tiene que decir. El momento es hilarante, pero el contraste entre una versión y otra, entre el Baldwin que recita su parte con eficacia y el que no puede hacerlo muestra ya desde el comienzo el poder de la actuación y de quien puede sostenerla. Pero tal vez ningún personaje sea tan inquietante como el de Duke, capaz de desplegar sus ideas infames y hacerlo siempre con un tono mesurado y convincente. Duke es a su manera el caballero de una plantación sureña, y en su elegancia algo distante, en su elocuencia, se asienta su dominio, lo que vuelve aun mayor el contraste con sus seguidores, trabajadores de cerveza en mano y armas siempre humeantes, un poco como el estereotipo del norteamericano medio: aquellos que no actúan, que se comportan siempre como son. Si Stallworth y Flip finalmente triunfan, es porque son capaces de llevar sus disfraces más lejos y de mejor manera, porque a diferencia del personaje de Baldwin nunca tartamudean.
Me detengo nuevamente en el elemento cómico y en el peso que aquí adquiere. La comedia es siempre un corrimiento en el funcionamiento esperable de las cosas, es aquello que se desplaza hacia un costado y al hacerlo atrae hacia sí las miradas. Mientras el drama parece avanzar con sus propias leyes, con esa rara alquimia en la que al mismo tiempo fagocita algo del mundo y puede prescindir de él (o dicho de otro modo: el dolor, si aparece, no necesita de un espectador), la comedia lo es solo y cuando hay una escena, alguien en ella llamando la atención y alguien observando. Solo hay comedia si hay un otro. No es casual entonces que un Lee tal vez más maduro haya optado por ella para hablar de la segregación en un momento histórico en que reaparece con fuerza. Pero como sus personajes, El infiltrado del KKKlan también se duplica, o más aún, se vuelve múltiple: puede ser comedia, thriller de denuncia política, drama o suspense, y puede hacerlo siempre con fluidez, con los excesos propios de quien expresa una alegría por y con el cine que logra transmitirse de manera permanente. Como toda buena obra de arte, cada uno tomará aquello que le interese. Pero con esa suma, la película parece querer decir algo más. “Basada en hechos reales” puede ser un latiguillo siempre eficiente para engrosar la taquilla, pero las menciones a El nacimiento de una Nación, de Griffith, o a las películas de blacksploitation de los setenta son a su manera una declaración de principios, la evidencia que funde la ficción del poder con el poder de la ficción. Lee pertenece a Hollywood, y si algún secreto fue descubierto allí desde siempre es ese.
© Sebastián Rosal, 2018 | @Rosal_Se
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