(Estados Unidos, 2019)
Dirección: Martin Scorsese. Guion: Steven Zaillian. Elenco: Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Anna Paquin, Bobby Cannavale, Harvey Keitel, Jesse Plemons. Producción: Troy Allen, Gerald Chamales, Robert De Niro, Randall Emmett, Gastón Pavlovich, Jane Rosenthal, Martin Scorsese, Emma Tilinger Koskoff, Irwin Winkler. Duración: 209 minutos.
Quién iba a decir que el héroe y benefactor del cine americano en los 80 terminaría siendo Michael Cimino que según arrancaba la década había arruinado a una major a golpe de talonario. Leído en perspectiva se ve claro que su impulso recuerda al de la diosa Kali: generación, destrucción y regeneración. No contento con sellar el final de los 70 con El francotirador, la mayor alianza diplomática entre el clasicismo de Hollywood y el ámbito de influencia de Antonioni, se propuso (acto seguido y Oscar en mano) remediar la trágica quema de esa idílica e imaginada versión completa de Los magníficos Amberson de Orson Welles con una epopeya literaria americana a su altura, Heaven’s Gate, que casi nadie pagó por ver. Hasta un niño conoce las consecuencias, pero la que ahora más nos interesa es el recorte en las carreras prometedoras, camino de un prestigio inmediato, de sus compañeros (no siempre amigos) de generación. Un hiato forzoso en la trayectoria hacia los premios de la Academia en las vidas de Francis Ford Coppola, Brian De Palma, o Martin Scorsese, condenados a rodar muy barato y a pocos palmos del underground. Los grandes maestros del mal llamado Hollywood Clásico habían muerto y el sistema había buscado un reemplazo y entronización exprés, pero aquel crack del veintinueve lo arrasó por exceso de confianza. Como la censura económica a veces afina el ingenio los años 80 y aún parte de los 90 son probablemente los años más brillantes de aquellos cineastas. Por tanto, Cimino no sólo era el más talentoso del grupo, sino que además les impulsó e hizo mejores. La virtud de los muchachos fue convertir en piruetas, cuando no en acrobacias, los andares del resacoso después de la “barra libre” durante el periodo inaugural y setentero de sus carreras tal y como se ve en Zeroville de James Franco.
Pero hablemos ya de Scorsese que en aquellos años compuso películas pequeñas que establecían una curiosa dialéctica bien visible entre elementos que suelen parecer similares, el corte y el montaje; el primero como una técnica omnipresente y externa de edición que diseña un ropaje de aire sofisticado y el segundo como algo más latente y espiritual, un tijereteado más bien brusco y desaliñado entre los planos (quién sabe cuál era Scorsese y cuál Thelma Schoonmaker), con la cámara como inquieta mediadora corporal. Las hizo casi con lo puesto y bajo la complicidad de varios actores y guionistas amigos: comedias medio abstractas medio existencialistas, secuelas y remakes de otros directores que superan a los originales, o estrafalarias cartas marruecas con Willem Dafoe haciendo de Cristo, Harvey Keitel de Judas, y David Bowie de Herodes. Pero entrando en los 90, mientras escampaba en Hollywood y aumentaban los presupuestos, la relación de tensión entre Scorsese y el prestigio se empezó a complicar incomprensiblemente hasta devenir en una obsesión con locomotoras de calidad tan toscas como Pandillas de Nueva York, o El aviador. En ese sentido Buenos muchachos, de 1990, parece un trauma íntimo del director al perder en los Oscar ante un título muy superior, Danza con lobos de Kevin Costner. Se trataba de un nuevo prototipo pop de gran equilibrio entre la armonía externa y la convulsión interna, de nivelado perfecto entre el corte, el montaje y la cámara – todavía más aérea que líquida – que profundizaba en la relación fraternal entre Robert de Niro y Joe Pesci que los tres se inventaron en Toro salvaje. Como una especie de Walsh puesto al día. (Buenos muchachos se convirtió además en una de las poses más influyentes de wannabes del cine de principios de siglo – y casi siempre para mal – en el uso del off, del rock, y de la cámara líquida). Hay cineastas que se relajan e incluso mejoran después de un Oscar (Ford, Eastwood, Spielberg), y otros como los hermanos Coen o Scorsese que quedan prendidos del anhelado reconocimiento académico y eternamente higienizados.
Sin embargo El irlandés tiene algo de histórico para Scorsese porque en ella ha culminado cierta sabiduría en la práctica moral del empleo presupuestario en un sentido godardiano (véase el célebre plano de arranque de Tout va bien). Podríamos elucubrar entonces que la atormentada pelea cristiana que Scorsese mantenía consigo mismo desde Who’s That Knocking on My Door ha culminado en un sorprendente desenlace: una iluminación del dinero, un nirvana pecuniario. Quizá sea su película más costosa, sí, pero al fin la menos agobiada por su prestigio (o no totalmente: es inconcebible que Harvey Keitel –que por lo visto para Scorsese no es lo suficientemente cool– aparezca deslumbrante en tan sólo un par de planos desnivelando el carisma de sus adversarios). También es aquélla en la que podríamos hablar además de cierta comodidad formal (si olvidamos algunas grúas compulsivas durante los juicios impropias de un cineasta con pantalones de pana), especialmente durante su segunda mitad, cuando el DJ Robbie Robertson por fin apaga el transistor (aletargado en una selección rutinaria de grandes éxitos de los 50) y el silencio se convierte en el sonido más vivaz para acomodar unidades de acción muy largas, y dentro en ellas los diálogos. Primero la escritura de Steven Zaillian de perfecto fraseo, métrica y estribillo pegadizo (la cortesía en la puntualidad, y las manchas del pescado serían ahora los nuevos hits scorsesianos). Intercambios del lumpen de una precisión hoy sólo a la altura de los libretos de José Celestino Campusano. Después la sospecha de posibles improvisaciones y free style entre los cuerpos gloriosos de Pesci, Pacino y De Niro que sobrevuela algunas escenas con brillantes parlamentos ofuscados a dos y a tres bandas. Y por fin, el corte poco vestido, el montaje con más cuerpo que espíritu, y la cámara (demasiado líquida durante muchos años para un cinéfilo de verdad en engendros como La isla siniestra, o La invención de Hugo Cabret) de nuevo aérea, incluso alígera, luchando con su peso dentro de los espacios.
El irlandés también pasará a la historia por fruslerías como el habernos prendido el neologismo anglo “de-aging” porque Scorsese quería revivir el placer de trabajar con sus presencias más queridas (y ahí quizá Joe Pesci sea el más conmovedor) al módico precio de 160 millones de dólares. La idea parece seria e incluso algo conceptual aun suponiendo que al director le encantarán un buen puñado de clásicos en los que diferentes actores interpretan al mismo personaje en sus dos o tres edades. Pero no trata El irlandés tanto sobre el hacerse viejo, como de la memoria. Scorsese no proyecta hacia adelante, sino que indaga hacia atrás, así, las impresiones con el modo en el que morirán personajes importantes e insignificantes en la trama impresas en adusta tipografía sobre algunos pequeños tiros de zoom (marca de la casa) son los flashforward más eficaces (por literarios, además) concebidos en mucho tiempo.
Y uno no sabe si le resulta más incómoda la mirada súbita azul de Robert De Niro o su lavado de rostro con treinta años menos dentro de la gestualidad y la frágil torpeza de un cuerpo y una cabeza que hace años ya no se lleva, se acarrea. Hay una escena en la que su personaje, Frank Sheeran, saca a patadas de un local a un frutero incauto. Ya no son las patadas letales de Casino en el 95 sino unas menos certeras, algunas en los ojos y nariz de la víctima, otras fallidas en el aire. El resultado en pantalla parece más bien la paliza de un cuerpo anciano a su propia cara de videojuegos. Pero nadie puede ser tan estúpido para no haber reparado en algo así: ni Martin Scorsese, ni su equipo, ni los ingenieros de efectos especiales, ni los productores de Netflix que aprobaron tanto gasto en la nueva técnica. Así que tiene que haber una razón quizá de orden poético, quién sabe si proustiana, o incluso raulruiziana para justificar semejante desfase entre el peso los cuerpos y las caras durante la primera mitad de la película. Quizá Manoel de Oliveira nos ofrezca una pista en diálogo con Daney y Bellour: “Puedo hablar de la reserva de memoria que tengo. Lo que decimos es más o menos interesante según la calidad de esta reserva que cada uno tiene en su cabeza.”. Y unas líneas más abajo: “Podemos dividir nuestro tiempo personal en tiempo cronológico –digamos, histórico–, en tiempo biológico –que es autónomo– y en tiempo psicológico. Considero que el cine está «en la historia», en todo lo que sucede en el mundo, en todo lo que es exterior”. Es decir, quizá el cuerpo anciano de Sheeran cuente la película en flashbacks encabalgados desde una silla de ruedas de forma que ya sólo se puede recordar preso de una cierta pesadez física (y de una violencia torpe de rinoceronte), aunque con un pensamiento aún dinámico para establecer relaciones entre los recuerdos que aún permanecen frescos. Quizá la tesis que aporta Scorsese es: a recuerdos más vívidos caras más frescas. En cualquier caso El irlandés es uno de sus mejores trabajos por (como diría el portugués) la mera calidad literaria y de peripecia de esos recuerdos, y por la ligereza con que se valora el asesinato de un amigo frente a la gravedad de una simple llamada telefónica anclada en la conciencia como una losa. También por la audacia en rellenar el enigma de la desaparición de Jimmy Hoffa con un incomprobable asesinato. Qué importa la verdad: nothing’s too good for the man who shot Jimmy Hoffa.
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