TODO VERDOR PERECERÁ
“Hay que observar que al apoderarse de un estado, debe el que lo ocupe examinar todas aquellas ofensas que le es necesario hacer, y hacerlas todas de una vez, para no tener que renovarlas cada día y poder, al no renovarlas, asegurar a los hombres con beneficios. Quien hace otra cosa por timidez o mal consejo, está siempre necesitado de tener el cuchillo en la mano (*); (…) las ofensas se deben hacer todas juntas, de manera que saboreándolas menos, ofendan menos; y los beneficios deben hacerse poco a poco, de manera que se saboreen mejor”.
Maquiavelo, “El Príncipe”, VIII.
*comentario de Bonaparte: “y eso cuando se lo permiten”.
La vuelta a casa, el regreso al hogar, ha sido desde la Odisea motivo de recurrentes configuraciones mitopoéticas. Desde el célebre poema de Konstantinos Kavafis, a la que posiblemente sea la mejor lírica cantable del tango de todos los tiempos, “Volver” de Alfredo LePera.
Hay todo tipos de regresos. El regreso del soldado. El regreso del hijo pródigo. La vuelta al primer amor. El reencuentro con el ser amado. También hay un mito del eterno retorno que, como bien ha explicitado Mircea Eliade, refiere a la cosmovisión de las llamadas culturas arcaicas, que no “primitivas” y mucho menos “atrasadas” o “infantiles”.
Hitchcock le hacía decir -en lo que muchos juzgamos una confesión- a uno de sus personajes en Rebecca, que su padre aficionado a la pintura, una vez pintó una flor y que ésta le pareció tan lograda que no hizo otra cosa a lo largo de su vida que pintar variantes de esa flor, ya vuelta arquetipo.
El cine de Martin Scorsese había logrado tempranamente el reconocimiento de su flor o, mejor aún, de su raíz originaria. Pero no ese reconocimiento banal o crematístico de aficionados siempre prestos a exaltaciones glandulares, o a descubrir supuestos cultos que palian la falta de secreto de este mundo global. Sino ese otro que antes que nada permite la autoafirmación de su efectividad vital. Esto puedo darse o no en lo estético: y desde luego si se consigue esto en el cine, lo estético es siempre soporte de muchas otras cosas.
Como participante de la definitiva autoconciencia del concepto del cine, tuvo al igual que sus pares de ese ya illo tempore, Coppola, Bogdanovich, DePalma y Friedkin, el peso y la responsabilidad de mostrar cómo es el entero, la totalidad de esa manifestación anímico-espiritual que, por nuestra parte, hemos llamado el concepto del cine.
Hegel apunta en un escrito temprano que “en la vida es mejor una media zurcida que una rota; pero no así en el reino de la autoconciencia”. En nuestros términos cuando se sabe el qué del que, no puede volverse atrás so pena de petrificarse. Lo que hemos llamado “signo meduseo”. Es decir, cuando algo se termina, pero porque llega o está a punto de llegar a su meta, se corre el riesgo de ir raudo hacia esa totalidad que se aproxima como tal; pero a la que le falta determinada manifestación última para su completud.
Las dos obras que abrieron y abarcaron la totalidad de la autoconciencia fueron las casi paralelas en el tiempo El padrino y El exorcista. Hacia 1972-3.
El padrino es y sobre todo sigue siendo a todas luces una totalidad épica. Es decir un relato donde el despliegue de las acciones físicas guarda una completa simetría con la Historia. Nos arriesgaríamos a apuntar aquí que la épica más lograda es aquella que consigue esta ecuación Historia-historia; ecuación que muchas veces puede escribirse con los términos invertidos sin cambiar el resultado.
Centrándose en un tema más que peliagudo pero urgente, el film de Coppola, y su cada vez retrospectivamente más importante autor de la novela base y del guión Mario Puzo, fijaron esta meta épica, así como la ecuación antes mencionada.
“Mafia” era palabra desgastada periodísticamente. Llevada y traída como cosa juzgada sin apelaciones. Cuando se sospechaba que esta ya casi milenaria sociedad secreta, tenía y mantenía una, digamos más que afinidad con el despliegue del concepto del cine en el Hollywood clásico. Así como un poder dentro del poder político, en franca simetría con Hollywood.
Terminado éste período clásico de toma del poder cultural, porque se había llegado a la primera meta de su recorrido, la autoafirmación de la dupla o Jano bifronte del judeo-catolicismo, frente a su enemigo natural, incluso hasta necesario, e históricamente ya probado -el mundo anglosajón y protestante-, aparece de manera inevitable la autoconcienica.
La autoconciencia del concepto del cine que abren los dos films antes mencionados, aparece como imprescindible dilucidación de este despliegue. Es dar vuelta el guante; entrar al restaurante por la cocina, y hacer que la media hegeliana siga intacta y sin zurcido alguno. Pero agregamos por nuestra parte: es también utilizar esa media sabiendo que se ha gastado y desteñido con el uso. Allí se puede intentar fabricar una igual, o hacer mediante diversos recursos que su empleo siga siendo efectivo.
El padrino se volvió saga; es decir una serie de momentos épicos cuya unidad y continuidad está sostenida por una familiaridad y por una ley común: un “Nomos”, al decir de Carl Schmitt.
Su resolución de la Historia mediante la historia, se desplegó nada menos que una tríada de films que pasaron de la interioridad, a la exterioridad territorial, hasta alcanzar la ecumene. Así la historia como hogar y hasta como gueto, se vuelve al origen siciliano, y remata en Roma como punto axial donde todo comienza y termina.
Con este punto alcanzado, los films casi paralelos de Scorsese con una diégesis e historia similar, Mean Streets, Raging Bull, Goodfellas, e incidentalmente Casino, pasaban -quieras que no- a ocupar un segundo lugar, paralelo a la pirámide coppoliana. Esta secundariedad no es algo despreciable si se sabe aprovechar. Su labor anímico-espiritual es de las más importantes y necesarias de llevar a cabo. Es posible que nadie elija esto, pero siempre, o casi siempre es la Historia la que elige por todos nosotros. Scorsese en vez de seguir con la flor, intentó la jardinería y los films sucesivos se convirtieron en flores artificiales o de invernadero.
Intentó la comedia musical pos minnelliana y ni siquiera con la ayuda genética de Liza, logró su cometido. Las muecas de DeNiro alcanzaron las cumbres nevadas del camelo. Luego se dio a reconstruir a una clase alta del Manhattan de antaño ilustrada con toda serie de catálogos de bazar. Siguieron cosas sobre el Dalai Lama que se quedaron en el budismo doméstico y adivinatorio. Buscó luego abrirse a un mundo ancho y ajeno con su ciclo Di Caprio. Y allí pareció hallar una pista de aterrizaje. Pero los deletéreos influjos que lo habían llevado al disparate liso y llano, aparecían en estos films como agentes provocadores acechando en todos los rincones de la puesta en escena. No eran films hablados, eran film gritados.
Ya con La isla siniestra y Hugo se hundió en el zafarrancho de un combate perdido de antemano. Capítulo aparte o sin capítulo alguno merece sus incursiones documentales; salvo el temprano Italiamerican donde entrevistaba a sus padres y donde recuerdo por mi parte una maravillosa ensalada de pepinos.
De todo este periplo entre la ceca y la meca, hubo dos afortunadas excepciones que siguen siendo sus dos obras maestras, El rey de la comedia y After Hours. Sus obras maestras hasta el día hoy, puesto que se suma y supera a las anteriores, El irlandés.
Coppola siguió por una pendiente similar. Pero tras otra épica como Apocalypse Now, tuvo algunas obras breves, como piezas para solista luego de sus titánicas sinfonías. Tales piezas de cámara fueron Los marginados, Peggy Sue, Jardines de piedra y, posiblemente, El poder de la justicia. Lo que vino luego fue su apocalipsis particular.
Ahora, a las puertas de la octava década, casi al igual que sus protagonistas, Martin Scorsese vuelve a casa. Un casa tan cambiada que necesita para volver a ser habitable, buscar y rebuscar en sus planos originarios. Así llegamos desde la Segunda Guerra a este presente, mediante este irlandés, que titula a su último film.
Aquí la cosa ha cambiado. Todo es lento, ceremonial, ambiguo. Y la genealogía es también una historia del catolicismo en la América anglo sajona. Hay tres (¿o son dos?) catolicismos. El de Hoffa, líder sindical de origen húngaro, el de la mafia italiano-irlandesa y el catolicismo de los Kennedy. Tal vez parezca curioso afirmar que esta familia, si bien perfectamente puesta fuera de campo, es también protagonista esencial de este film.
Como en ese íncipit ya clásico de “I believe in América” dicho en una ardiente oscuridad, aquí hubo tres creyentes en esta América en principio tierra de libertad y luego ajena y hostil. Sin extenderme en el tema, porque ya me he extendido, y mucho, en mis libros y escritos ocasionales, la ley liberal es una farsa. El cuento de la igualdad ante la ley no lo cree nadie, salvo los “progresistas”. De allí que el cine y su concepto y su lar, Hollywood, tuvo que arreglárselas, no especulando sino operando.
El sumun de la imbecilidad puritana fue la llamada “ley seca” que dio “el Do”, para que comenzara a funcionar la orquesta católica (también la judía, claro está, pero como en este film de Scorsese se sabe que está, pero no se trata en este lugar).
Todos partieron de un alfa: esta ley es una farsa de los que vinieron antes que nosotros a este lugar. Se inventaron una historia que intentó y lo intenta todavía pasar por Historia. los fugitivos del Mayflower, al pavo para el día de Acción de Gracias, George Washington que jamás dijo una mentira en su vida, y hasta la sonrisa estúpida de un gordo barbón vestido de colorado, y que vacía de sentido la Navidad católica.
Bien. Los católicos fueron empujados a hacerse esta pregunta ¿Qué se tiene a nuestras espaldas? Se respondieron: una tradición. Hecha no sólo de un imaginario sino de un ideario y hasta de un legendario con sus mitologemas hondantes. Son tradiciones porque se traen y se reciben, como la Kabalá. Intimidades hogareñas, guiños y figuras retóricas del dialecto originario. Desde luego también formas de cultura que se relacionan con el poder. Y éste se basa en la decisión ¿Y qué puede hacer la decisión si no se tiene un pasado común detrás? Esas espaldas estarían al descubierto y el frente de ataque no serviría de nada.
Esa “legitimidad” tan ansiada por la esposa de Michele Corleone, era y es no sólo una utopía, sino un malentendido que tal vez éste no supo, o no quiso explicar. Y esto, como en toda obra autoconciente corre por cuenta del lector-espectador.
Kay confunde legitimidad con legalidad. Lo que ella desea es la legalidad, mientras la vieja sociedad secreta a la que pertenece su marido ya no aspira a ninguna legalidad, porque ya tiene la legitimidad. ¿Cómo? Por un poder basado en una determinada tradición y que tiene una fe manifestada en determinados elementos de representación.
Precisamente este concepto de la “representación”, es la clave y el centro de toda discusión con respecto a la legalidad de la democracia liberal.
Ahora bien, el que logra la legalidad en el sistema liberal de representación, puede buscar en algún giro histórico emplear esta legalidad para liquidar las treguas y sobre todo los “pactos preexistentes” con otras territoriales o, mejor dicho, con algunos de los representantes de esas legitimidades preexistentes. Así los Kennedy y sobre todo esos dos que fueron los títeres de su padre, antiguo aliado de sus pares católicos, y quienes la emprenden ahora con dos antiguos asociados, relacionados a su vez. La tradición de la sociedad secreta siciliana y el sindicalismo apoyado en parte por aquella.
Desde luego que esta ejemplar lección de Historia y de política está sostenida por una historia también ejemplar. Scorsese se ha liberado de todas esas rebarbas anteriores de escenas alborotadas, inútiles cámara lentas (aquí solo se permite dos, desde luego que inútiles), alaridos y golpes de efecto y litros de hemoglobina. Así como del empleo de una abrumadora panoplia de músicas de todo tipo.
En este film, todo es quieto y sereno. Es una épica de interiores, de bares, trastiendas, habitaciones silenciosas y acogedoras. Aún las calles y callejones parecen sumarse a esa interioridad. Es como si el film surcara por una topografía propia. La misma carretera que actúa como simple, pero magnífico correlato de todo el film, también parece desierta. Es un film sobre el vacío anterior ahora poblado por una indiferencia filial. Esa hija que observa silenciosamente a Frank Sheeran, en sus operaciones bélicas y que finalmente le niega hasta el acceso a una ventanilla burocrática, no por nada de un banco; como si esa legalidad en la que se mueve ahora con soberbia, no escondiera el delito de la acumulación originaria.
Es un film también sobre la muerte. La de una ética. La del cine, posiblemente. La propia y la familiar. Es una danza macabra que arrasa con todo lo humano como “carne pasajera”. Es una meditación serena, un “Memento Mori” sobre la fe y sobre la fe católica y su ya centenaria relación con el concepto del cine.
Más aún, aquí más que sus films anteriores, el catolicismo no es un mero agregado diegético. Tampoco una busca hagiográfica lejana en tiempo y espacio, como en su anterior Silencio, esa suerte de Apocalypse Now con jesuitas.
Aquí el catolicismo es, o la respuesta final o el comienzo de todas las preguntas. Pero un catolicismo afianzado en la Historia, y donde la historia es el despliegue de ese pliegue que ahora se intenta licuar en un limbo llamado “globalización”.
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(Estados Unidos, 2019)
Dirección: Martin Scorsese. Guion: Steven Zaillian. Elenco: Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Anna Paquin, Bobby Cannavale, Harvey Keitel, Jesse Plemons. Producción: Troy Allen, Gerald Chamales, Robert De Niro, Randall Emmett, Gastón Pavlovich, Jane Rosenthal, Martin Scorsese, Emma Tilinger Koskoff, Irwin Winkler. Duración: 209 minutos.