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CRÍTICAS - STREAMING

El juicio de los 7 de Chicago (The Trial of the Chicago 7)

HUMO DE REVOLUCIÓN

El gran tema de Aaron Sorkin, tanto en guiones para otros como en la única película que hasta ahora había dirigido (Apuesta maestra, 2017), es el del poder. El poder en forma de comedia romántica-presidencial (Mi querido presidente, 1995), escrutado entre los pasillos de la Casa Blanca (The West Wing), revisado durante la última etapa de la Guerra Fría (Juego de poder, 2007) o analizado en su forma de hubris despiadada en La red social (2010) y Apuesta maestra (Molly’s Game). Tres de esos guiones se resolvían en juicios o en audiencias de conciliación: Cuestión de honor (1992), La red social y Molly’s Game. Segunda película escrita y dirigida por Sorkin después de Molly’s Game, El juicio de los 7 de Chicago gira enteramente alrededor del proceso más escandaloso en la historia de los Estados Unidos, en el que los acusados fueron encausados por amenazar al poder dominante. 

En 1968 el mundo ardía, y Estados Unidos también. Mientras en París los estudiantes apedreaban a la policía, en Praga los checoeslovacos le ponían el cuerpo a los tanques soviéticos y en Japón y Alemania surgían organizaciones terroristas, del otro lado del Atlántico (o del Pacífico) los Panteras Negras estaban en auge, las manifestaciones anti Vietnam se hacían cada vez más numerosas, los estudiantes salían a la calle en masa y en algún caso se aprestaban a tomar las armas (el grupo terrorista Weather Underground se presentará como tal año siguiente). Chicago era uno los epicentros de las protestas, y en el hotel Hilton de esa ciudad se llevó a cabo, a fines de agosto, la Convención Demócrata de ese año, en cuyo contexto se multiplicaron incidentes callejeros que obligaron a suspenderla. Conviene tener en cuenta que los demócratas eran el partido oficialista en ese momento, con Lyndon Johnson como Presidente de la Nación, y que el alcalde de Chicago, Richard Daley, había autorizado meses atrás que la policía tirar a matar, en ocasión de una serie de incendios en protesta por el asesinato de Martin Luther King.

Después de la batalla en las calles, en setiembre de ese año se constituyó en Chicago un Gran Jurado Federal para considerar la comisión de los delitos de conspiración, incitación a la huelga, violación de derechos civiles por el uso de la fuerza, violación de la Ley Federal de Comunicaciones y de las leyes federales de escuchas telefónicas. Los inculpados por esos cargos fueron ocho, pero uno de ellos (el líder de los Panteras Negras Bobby Seale) resultó juzgado aparte, por lo cual el caso pasó a la historia, según quién se refiera a él, como “el juicio de los siete [o los ocho] de Chicago”. El escritor Norman Mailer, el gurú del LSD Timothy Leary, el poeta Allen Ginsberg y el cantante folk Arlo Guthrie fueron testigos del juicio. Antes de Sorkin abordaron el tema gran cantidad de películas, desde Vladimir et Rosa, de Jean Luc Godard (1970) o el comentario colateral (y obviamente cómico) en Bananas, hasta Steal this Movie (2000), que se centra en la figura de Abbie Hoffman, uno de los acusados. Entre los documentales se destaca, por sus archivos de primera mano, la docu-animación Chicago 10 (2007), que elevó el número de procesados al incluir entre ellos a los dos abogados defensores.  

¿Por qué tanta obsesión por recrear el caso? Tal vez porque vista desde el capitalismo consolidado de los últimos cuarenta años, la rebelión representada por Hoffman, Seale & Cía -que fue la de los años 60 y 70 en su conjunto- suena cada vez más como una utopía inalcanzable, y por lo tanto nostálgica y romántica. Por otra parte, en las muertes de Rodney King y George Floyd a manos de la policía resuenan los palazos de las fuerzas del orden en los alrededores del Anfiteatro Internacional de Chicago. Los militantes del Partido Internacional de la Juventud -autodenominados yippies y encabezados por Hoffman y otro de los acusados, Jerry Rubin- no sólo combatían a la policía a pedradas sino que encarnaban también, a full, la tríada de sexo, drogas y rock and roll que era una de las banderas de la época (cabe recordar que el Festival de Woodstock, hito de la cultura alternativa de la década, se celebró al año siguiente). A las camisas floreadas, los pantalones pata de elefante, los porros y la libertad sexual, los yippies (hippies del Youth American Party) le sumaban un gusto por las intervenciones públicas anárquicas-dadaístas, como arrojar billetes falsos en Wall Street para ver cómo los brokers de la época se lanzaban sobre ellos, convocar a una movilización para “hacer levitar el Pentágono” con energía psíquica concentrada (fueron 10 mil personas) o postular como Presidente de la Nación a un cerdo llamado Pigasus, al que llevaron a las puertas de la Convención Demócrata. 

Además de poner al espectador en situación sirviéndose de algunos fragmentos documentales, el prólogo de El juicio de los 7 de Chicago establece cuáles son los tres grupos que participarán de los hechos de rebelión, con carteles aclaratorios e identificando a los acusados más relevantes. Por un lado están los Estudiantes para una Sociedad Democrática (SDS), representados por Tom Hayden (Eddie Redmayne, perfecta elección de casting) y Rennie Davis (Allen Sharp). Por otro, Mobilisation for the End of War in Vietnam (MEWV), cuyo líder es David Dellinger (el siempre cumplidor secundario John Carroll Lynch) y los yippies Abbie Hoffman (Sacha Baron Cohen, bien elegido porque como actor serio es un careta y eso no le sienta mal al personaje) y Jerry Rubin (Jeremy Strong). Bobby Seale, uno de los encargados nacionales de los Panteras Negras (Yahya Abdul-Mateen II) viaja hasta Chicago a título personal, sólo para “pispear” que la cosa no llegue a mayores. Para que la cuenta dé siete (u ocho) faltan dos y la historia no los recuerda: se trata de un par de “perejiles” elegidos a dedo por la muy astuta fiscalía (Joseph Gordon-Levitt es el más hábil de los dos fiscales) para usar a dos inocentes como prueba de que no se trata de un juicio político.

El propio look de los distintos actores ayuda a caracterizarlos cultural y políticamente. Los estudiantes del SDS, de camisas con botoncitos en el cuello (estilo Legacy, se diría) son serios y se revelará que están en contra de la guerra de Vietnam, pero no del sistema capitalista en su conjunto. Dellinger, que parece un ejecutivo de cualquier gran empresa, le enseña a su hijo que los conflictos no se resuelven con violencia, y a Rubin se lo ve en la escena inicial enseñando a sus alumnos secundarios la fabricación de una bomba molotov. El que escapa al estereotipo es Bobby Seale, que rechaza la posibilidad de viajar armado a Chicago, aunque los Panteras Negras no iban a ninguna parte sin algún objeto metálico debajo del cinturón. Después del título la acción salta al edificio del Jurado Federal, haciendo una llamativa elipsis de los episodios de violencia. De allí en más y durante las siguientes dos horas de metraje la diégesis de El juicio… (de aquí en más abreviaremos) se circunscribe a la sala tribunalicia, cumpliendo con los más codificados preceptos del drama judicial. Que la elipsis previa no significa un modo de sacarle el cuerpo al enfrentamiento de manifestantes y policías lo ratifica el hecho de que aquéllos serán evocados a través de varios flashbacks por parte de los asistentes. Prueba también de que la de Sorkin es, como suelen serlo sus guiones, una película coral.

Los números hablan por sí solos del nivel de fuerzas desplegadas: 10 mil efectivos policiales, 10 mil manifestantes y 5 mil miembros de la Guardia Nacional. Todos ellos (los efectivos de seguridad, obvio) provistos de armas largas, bombas de gas lacrimógeno y tanques. El conflicto en la sala de Tribunales surge en cuanto el juez Hoffman (el siempre temible y genial Frank Langella) apoya el culo en el asiento. Lo primero que hace el juez, que hasta que se saque del todo lucirá un tono de sardónica superioridad, es dejar constancia de que si bien tiene el mismo apellido que uno de los acusados no guarda parentesco con él. “No te preocupes, papá”, lo “tranquiliza” su tocayo Abbie, que luce peinado afro y vincha de colores. Al mismo tiempo Bobby Seale avisa que su abogado guarda cama en un hospital, por lo cual reniega ser defendido por nadie más, renegando por ello del juicio en sí.

El peso de los guiones de Sorkin descansa en los diálogos, y obviamente una película de juicio no va a ser la excepción. Varios de sus personajes se muestran inteligentes (Abbie Hoffman, Tom Hayden, David Dellinger, el abogado defensor William Kunstler) tal como lo son todas las criaturas del autor. Aunque Hoffman es el único de entre ellos capaz de disparar ideas tan brillantes como las de Mark Zuckerberg, Billy Bean en Moneyball o Molly Bloom, que lanza a velocidad de metralleta. De hecho es eso, la palabra, sumada a la toma de las calles, lo que los rebeldes tienen como armas, sin contar con la excepción de los Panteras Negras y las bravatas de Hoffman y Rubin, que avisan que durante el desarrollo de la convención demócrata no sólo van a ocupar el parque sino que van a fumar lo que se les ocurra y van a practicar “la fornicación pública”. Es interesante, a propósito, que varios cortes muestren a Hoffman haciendo un show de stand-up comedian en un club nocturno: la cara más visible de la rebelión de la juventud estadounidense en los 60 lo fue porque era un showman de lengua envenenada, al que las cámaras de televisión seguían con delectación. Hayden se lo dice, en un momento que apunta por obvia elevación al presente: “Dentro de cincuenta años, cuando la gente piense en la palabra progresismo va a pensar en vos, no en mí”.

Los yippies acusan a Hayden de tibio. Pero cuando las papas quemen el líder del SDS va a demostrar que no lo es, sino que tiene más clara la correlación de fuerzas: sabe que la revolución con la que Hoffman y sus seguidores se llenan la boca no es posible en esas condiciones, y piensa que para construir poder hay que llegar al gobierno mediante elecciones democráticas. Es, claro, la vieja discusión de la izquierda setentista: revolución violenta o cambio pacífico. Es Hayden el que sale mejor parado de esa rencilla, por lo cual da toda la sensación de que Sorkin le da la razón. El otro diálogo capital es el que sostiene el también ubicadísimo Bobby Seale con una estudiante blanca, cuando le escupe que mientras ella lucha por libertad estudiantil, sexo y droga libres, él y los suyos lo hacen por la vida. Dicho esto no en el sentido estúpidamente consensual de “estamos por la vida”, sino en el más concreto, que se explicita cuando en una redada la policía ejecuta a Fred Hampton, líder de las Panteras en Chicago.

El problema de El juicio… -además de una música horriblemente convencional-, tal vez impuesta por la productora- es el mismo de nueve de cada diez films históricos, y diez de cada diez biopics: la historia que se intenta abarcar le queda grande a la ficción. La única manera de salir a salvo de esa encerrona es sacar a los personajes de la foto de época y darles volumen de tales, además de adoptar alguna clase de punto de vista particular con respecto a los hechos que se narran. Aquí los únicos que tiene algún volumen son el ex Fiscal General de Chicago, interpretado por el infalible Michael Keaton, que pega una voltereta inesperada, Hayden, que es más de lo que se ve, y en cierta medida Bobby Seale, cuya coherencia durante el juicio fue tan obstinada que el muy poco imparcial Juez Hoffman lo hizo reingresar a la sala amordazado y encadenado. Los demás son las estampitas que se tiene de ellos. Aunque es posible que mostrarlos como estampitas sea una toma de posición nada ingenua por parte de Sorkin. Al fin y al cabo y tal como aclara la consabida placa final, Jerry Rubin, para poner un ejemplo, terminó siendo bróker de Wall Street. La revolución se disipó, más ligero de lo que se disipa el humo en las reuniones de los yippies. Y a los Rodney King y George Floyd los siguen matando. 

 

 

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

(Estados Unidos, 2020)

Guion y dirección: Aaron Sorkin. Elenco: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohe, Frank Langella, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Joseph Gordon-Levitt, Yahya Abdul-Mateen II, Michael Keaton.Fotografía: Phedon Papamichael. Duración: 129 minutos.

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