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CRÍTICAS - CINE

La mula (The Mule)

(Estados Unidos, 2018)

Dirección: Clint Eastwood. Guion: Nick Schenk. Elenco: Clint Eastwood, Bradley Cooper, Taissa Farmiga, Alison Eastwood, Michael Peña, Andy García, Laurence Fishburne, Dianne Wiest, Ignacio Serricchio, Robert LaSardo. Producción: Clint Eastwood, Dan Friedkin, Jessica Meier, Tim Moore, Kristina Rivera, Bradley Thomas. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 116 minutos.

Sin frenos. Hace unas semanas un amigo me encargó que presentara una película en el cineclub que programa. El pedido era interesante por sí mismo (se trataba de El amigo de la familia, una de las primeras de Paolo Sorrentino), pero como además era pago y cerca de casa no tenía razones para rechazar la oferta, así que fui, hice la introducción de rigor, vimos la película y al finalizar empezó el debate habitual en esos casos. A la proyección habrán asistido unas cuarenta personas. Todas ellas tenían, excepto dos que definitivamente eran más jóvenes, digamos de 65 años para arriba. No importa acá lo que dijeron, pero si traigo esta situación es porque me sorprendió la libertad con la que se pusieron a debatir entre ellos y conmigo cuando tuvieron la posibilidad de hacerlo. A diferencia de ambientes con gente más joven, me di cuenta que afortunadamente lo que faltaba allí era corrección política, palabras que no pudieran utilizarse o asuntos a los que hubiera que acercarse con un cuidado desmedido. Los jubilados del cineclub se daban la posibilidad de decir sin muchas vueltas lo que se les venía a la mente, sin prestar demasiada atención a temas ni formas, ni al qué dirán.

Pensé en aquella situación mientras miraba La mula. En algún momento de ella Earl, el nonagenario interpretado por el propio Eastwood, la mula que se la pasa llevando en su camioneta kilos y kilos de cocaína de Texas a Illinois, se encuentra con el agente Bates, el policía que interpreta Bradley Cooper. El encuentro entre perseguidor y perseguido ocurre en alguno de esos cafés al costado de la ruta que Hollywood se encargó de entronizar como uno entre tantos íconos del american way of life: paredes vidriadas que dan a la carretera, banquetas, mesera con delantal tras el mostrador, café de filtro, huevos y tocino. En ese momento Bates no sabe aún con quién está hablando, y eso lleva a que la charla derive en temas personales. Poco antes de retirarse, el viejo le da un consejo y luego se disculpa, creyendo que llegó demasiado lejos con un desconocido. Cooper, sin embargo, le responde algo así como “no se preocupe. La ventaja de los que tienen su edad es que no tienen frenos”. Como los espectadores del cineclub, Eastwood conoce los beneficios de la libertad, y su película, casi como al pasar, la ejerce de pleno derecho, mientras aparenta preocuparse por otra cosa.

Free fallin´. Como era esperable tratándose de Eastwood, esa otra cosa que se prodiga por casi dos horas es la narración clásica en su estado más transparente. Aquí el centro y el motor de la aventura es Earl Stone, el horticultor apasionado por su oficio al que Internet le arruina el negocio de toda la vida y un golpe del azar lo convierte en mula de un cartel mexicano. El periplo del viejo reúne varios de los tópicos del cine del director, desde el sentido del deber y el sacrificio al honor que siempre se pone en juego detrás de la palabra empeñada. Es asimismo la historia de quien intenta reconstituir los lazos con la familia, destruidos por años y años de malas decisiones.

Pero hay algo en La mula que aparece con mayor fuerza aún que todo aquello y es el placer de la narración, la alegría de la aventura en la ruta y la música sonando dentro de la cabina, el estímulo vital y divertido de un anciano empeñado en “disfrutar siempre de la vida”, como le hace saber a uno de los narcos que lo acompañan en alguna de las entregas que debe realizar atravesando medio país. Earl es un americano promedio de costumbres hedonistas: baila, se ríe, canta, bebe, es galante con las mujeres. Y todo eso se potencia aún más porque a Eastwood tampoco le importa el qué dirán, hasta hacer que su personaje contrate prostitutas y pueda ser amigo de los narcos, con quienes entabla una relación de cariño mutuo que nunca cae en la simplificación idealista (un momento maravilloso, apenas un segundo preciso de pura delicadeza, es cuando apenas llegado a la cueva donde carga la droga, Earl baja de la camioneta y le pregunta a uno de los narcos, como al pasar, cómo se encuentra de salud uno de sus familiares).

Redoblando la apuesta, en el gesto más desafiante de la película su personaje se detiene en algún momento a un costado de la ruta para auxiliar a una familia negra. Mientras conversan, se refiere a ellos como negroes. Cualquiera que esté al tanto de la situación en los Estados Unidos sabe que esa, junto con nigger, su derivada, son las palabras malditas (incluso en la ciudad de New York, aunque sin efectos legales, un edicto prohibió de manera simbólica su uso, por discriminatorias y racistas). La pareja le recuerda que esa palabra ya no se debe usar más, que si quiere mencionarla debe decir “la palabra N” (the N-word) y a ellos llamarlos “negros” (blacks). Earl sonríe y levanta los hombros: finalmente nada debería importar más que haberse detenido en el medio del desierto para ayudarlos. Como muy pocos directores de la actualidad, Eastwood sabe que el secreto no radica solo en la aventura y en la destreza para contarla. También se asienta en los grises, en todo el bien y el mal que cualquiera es capaz de hacer, y en el movimiento que posibilita que podamos convertir el error que fuere en alguna forma de redención. Lo que resulta de todo ese entramado de claroscuros es que la película además de saber cómo apelar a la emoción logra generar un efecto liberador, convertirse en una bocanada de aire fresco entre tanto corset autoimpuesto.

A Brave Old World. Muy pocos días después de mi experiencia en el cineclub, en la misma Texas a la que Earl vuelve una y otra vez a buscar los cargamentos, moría a los 94 años George H. W. Bush, el expresidente de los Estados Unidos. Las tropelías de su hijo hicieron que el apellido goce de mala fama, por lo que supongo que su funeral debe haber pasado inadvertido aquí. Resultó ser sin embargo un evento más que interesante porque en él se estaba desplegando una buena parte de la actualidad política y social de aquel país, un poco como ocurrió aquí con la muerte de Alfonsín en pleno kirchnerismo. Para decirlo brevemente, en varios discursos demócratas y republicanos de la vieja escuela se encargaron de recordarle a Trump los ajados valores tradicionales de la nación, esos que consideran traicionados por el actual presidente. El funeral fue, así, uno de esos raros momentos en los que una etapa de la historia parece estar pasándole la posta a la siguiente.

Entre los diferentes panegíricos (eulogy) brindados hubo uno particularmente notable, por lo emotivo y divertido (hilarante por momentos), el del ex senador Alan Simpson, un viejo amigo de Bush (aquí completo). Ejercicio brillante de retórica, entre otras cosas Simpson mencionó que medio siglo atrás sus padres y el propio Bush acordaron la venta de una casa con un simple apretón de manos, para terminar la frase con un “¿Les suena familiar?”. En esa pregunta, que va a volver un par de veces, lo que está dando vueltas de manera indirecta es la idea de unos Estados Unidos que están quedando atrás en el tiempo, una nación que se encuentra justo en el medio de una batalla de gestos y palabras, de cierta convivencia caballeresca en el que había lugar para todos y que ahora parece estar perdiéndose (una pérdida en la que Trump asoma como el verdugo definitivo). Un mundo por el que esa vieja generación, que inexorablemente se va, peleó en la Segunda Guerra y en otras. El viejo Earl, veterano de guerra él también, puede ayudar a los negroes y convivir con los mexicanos, puede mantener su sentido del deber y del compromiso asumido, su alegría a toda prueba y su confianza hacia todos, pero el suyo es un personaje en retirada, aquello que sonaba familiar en el discurso de Simpson, un Ethan Edwards que cada vez tiene menos lugar. Esa inadecuación puede trasladarse al propio Eastwood, un artista felizmente anacrónico al que la dignidad de la vejez no hace más que agigantarlo en su rol como el último de los clásicos, la cara visible y definitiva de un país y un cine que están virando hacia otro lado. Más que un testamento, La mula bien puede ser tanto un sutil alegato político sobre los nuevos usos y costumbres como un capítulo de su propia biografía, plena de vitalidad en la superficie, toda melancolía en el fondo.

 

 

 

© Sebastián Rosal, 2019 | @Rosal_Se

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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