(Argentina, España, 2019)
Dirección: Sebastián Borensztein. Guion: Sebastián Borensztein, Eduardo Sacheri. Elenco: Ricardo Darín, Luis Brandoni, Chino Darín, Verónica Linás, Daniel Aráoz, Carlos Belloso, Rita Cortese. Producción: Hugo Sigman, Ricardo Darín, Matías Mosteirin, Chino Darín, Federico Posternak, Leticia Cristi, Fernando Bovaira, Simón de Santiago. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 117 minutos.
LA CULPA ES DE UNO
Entre las producciones de esta utopía deforme llamada San Luis Cine estaba Próxima salida (Nicolas Tuozzo, 2004), una película sobre un grupo de ferroviarios que pierden su trabajo durante la crisis del 2001 y la única opción encontrada para solventar los problemas económicos es la organización de un gran robo. En muchas oportunidades los acontecimientos históricos necesitan de una decantación para lograr una perspectiva necesaria de los sucesos, si bien la película de Tuozzo fallaba en el trazo grueso que ensalzaba la historia policial, la cual aparecía como disparador y no como consecuencia de una situación particular. Muchos años después no hubo en el Cine Argentino alguna película narrativa o al menos razonable sobre ese momento oscuro de nuestra historia muy reciente. “Calma” es una palabra que no existe en el escenario sociopolítico de Argentina; el transcurrir cotidiano parece ser eso que se da entre elecciones. Que aparezca La odisea de los giles, justo en la semana posterior a las PASO, puede pensarse dentro cierto oportunismo, pero no sería la primera vez que la industria local reserva un último cartucho para el clímax de una campaña electoral. Tampoco resulta novedoso que nuestro cine industrial incline la balanza en favor de las temáticas más permeables a un público masivo, sin presencia de polémicas trascendentes.
La odisea de los giles tiene un comienzo promisorio: la idea entusiasta de un pueblerino, de cierta fama local, interpretado por Ricardo Darín, quien piensa reabrir, bajo la modalidad de una cooperativa, una acopiadora de granos abandonada. Luego de todo el discurso de emprendedor apasionado aparece una placa que indica que la historia se desarrolla pocos meses antes de diciembre del 2001. Solo en esta introducción aparece ese humor misántropo bien ejecutado de Borensztein, que recuerda a su ópera prima La suerte está echada (2005) y que se disipó con el discurrir de su filmografía. Una obra que se ha expandido hacía el costado de las grandes producciones, es así que su última película exhibe ambición desde la presencia de un gran elenco pero que apuesta a lo seguro. La naturaleza del humor de Borensztein se esfumó a lo largo de sus cuatro películas. En su anterior película, Koblic (2016), la historia se acomodaba a un western de corte última dictadura, pero aquí los mandatos genéricos se moldean al rigor de la fórmula superproducción con miras a festivales del último tramo de la temporada, ¿y por qué no aspirar al Oscar, el gran desvelo cultural de los argentinos sobre Estados Unidos después de la cotización diaria del dólar?
Lo que nace como un drama social lentamente se convierte en una película de robo coral, en el que muchas cabezas cranean el mejor atraco posible, aquí se trata de “gente común” a la orden de una ejecución extraordinaria para sus vidas. El subrayado de los diálogos, para marcar que se trata de hombres y mujeres del interior (bien idealizados por una mirada porteña) que buscan justicia, tiñe el relato de una profunda inseguridad en la propia ideología inicial de los personajes. ¿Por qué no se habrían de vengar de un ser que les robó todo el dinero? ¿Por qué la acentuación de la diferencia entre venganza y revancha en boca de uno de los damnificados? La propia narración tiene un direccionamiento que busca borrar lo sembrado; el robo no es contra un sistema que arruinó la vida de miles de ahorristas sino contra un sujeto particular que planeó una jugada para quedarse con un dinero como consecuencia de lo que fue el llamado “corralito” financiero, que generó la debacle social y económica de Argentina. Fabian Bielinsky hizo, en Nueve reinas, probablemente el mejor retrato de este momento, y lo hizo tan solo en una escena… en el 2000. Sí, la famosa escena del banco en la que Marcos busca cobrar el cheque y que, además, debió ser el verdadero final de la película. Borenzstein no tiene la menor intención de proponer una polémica sobre los acontecimientos históricos, pues estos solo representan un disparador del plan de robo. Lo cuestionable resulta la manera en la que el sistema bancario, como categoría política incluso, es borrado en una sola línea de diálogo para jamás ser mencionado en otro momento de la trama.
La progresión dramática no colabora para ser indulgentes con el desaprovechamiento de la premisa porque, como heist movie, La odisea de los giles tiene la liviandad de una tira costumbrista de mediados de los 90, y como verosímil hay que tolerar, por ejemplo, el espacio físico donde está el dinero de estos “giles”. Se torna imposible no preguntar: ¿Por qué está esa cantidad de plata guardada en ese lugar?, ¿Por qué el villano se toma semejante trabajo y no mueve la caja fuerte?, ¿Por qué vemos siete escenas casi consecutivas de él manejando por la ruta desesperado? Los géneros como fórmulas presentan dificultades bien complejas en su concreción; el error más común es no apelar a una singularidad, así sea un pequeño desvío narrativo o al menos algún atisbo de novedad. Más allá de estas inseguridades, las de apelar a un modelo hermético, hay un problema de raíz y es el texto fuente. La novela está escrita por Eduardo Sacheri, un artesano de los retratos de “buena gente del interior” a la que embadurna de costumbrismo e idealismo. Hay además un puñado de giros en el guion para lavar las culpas por el delito perpretrado, como si fuera poco. Los obstáculos más significativos que sufren los personajes pasan por las miserias internas; la duda persiste hasta la última instancia del plan, como si se autopercibieran como delincuentes casi a la par de los verdaderos ladrones de la película.
Darín hace de pueblerino entrañable, Brandoni de anarquista que tira one liners antiperonistas, Belloso repite una vez más sus tics de personaje con problemas mentales pero que luce gracioso, Daniel Aráoz está en modo peronista unplugged, Verónica Llinás en un rol de partenaire femenino del protagonista, Rita Cortese es una empresaria fuerte pero muy rigurosa con su hijo, Chino Darín es la pulsión joven del grupo, Andrés Parra es el extranjero infaltable de toda co-producción pero que interpreta a un argentino con acento imposible, como deber ser. Este es un elenco de individualidades, no se percibe un ensamble porque la propia historia tapa con el codo el concepto de colectivo cuando hace mover a cada personaje por carriles individuales, cada cual hace su gracia y se retira. Solo este elenco all star de actores y actrices funciona como una sinécdoque del mainstream argentino y como una marcada de cancha que planea ejercer Artear para regresar a las grandes ligas de la industria que otrora supo ocupar con Pol-ka. También hay una presencia de poder en la posibilidad de armar un repertorio de rock nacional, que salpica y remarca las escenas. Entre otros desfilan hits de Divididos, Spinetta y una increíble elección de “Los desfachatados” de Babasónicos, canción que funcionaría solo si se tratara de una comedia pues esos forajidos que describe Adrián Dargelos en la canción no podrían estar más en las antípodas de estos personajes de bien, honestos, derechos, amables, laburadores, etc., etc. etc.
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