Lovecraft Country toma el mito, pero no la forma y esencia que caracterizan las obras a las que se refiere, y fuerza todo a ser parte de una época a la que le sobran horrores varios como para endosarle otros, desconocidos y cósmicos. Acá la suma parecía atractiva: década del 50, plena supremacía blanca, segregacionismo y la lucha de la sociedad de color en un país en pleno derrotero político gracias a las luchas progresistas lideradas por Martin Luther King. Sumado al espíritu sociopolítico tenemos referencias sobrenaturales, horrores ancestrales y fantasías varias como símbolo de una Norteamérica oscura y sumida en la inminente destrucción del American Dream. Parece no cuajar del todo.
El protagonista es Atticus Freeman, un joven romántico y estoico, excombatiente en la guerra de Corea, que emprende un viaje hacia los abismos desconocidos de Estados Unidos para hallar respuestas sobre la misteriosa desaparición de su padre. Se le suman su tío George, tan soñador como el joven, y una amiga, la tenaz Letitia Lewis. Los tres cruzarán gran parte de los territorios más peligrosos que los blancos hayan marcado como “propios”, solo por tratarse de negros viajando e intentando ganarse la libertad y el respeto que se merecen. Todo influenciado por las pistas que Atticus recopiló en libros, mapas y cualquier cosa que se le cruce en medio y que oficie de guía para hallar a su progenitor.
Lovecraft Country arranca con todo. El primer episodio es tan salvaje como esa Norteamérica a la que observa entomológicamente a la distancia y que a su vez parece no haber cambiado tanto. En los tiempos que corren, y si bien el Black Lives Matter puede ser acusado de corrección política, no está de más contraatacar con estos relatos de contenido sociopolítico. El problema con la serie, o al menos con la primera temporada (compuesta por pocos episodios, lo cual se agradece), es el rotundo cambio que ejerce en el segundo capítulo, donde pasamos de una especie de road movie brutal, oscura, misteriosa y sanguinaria (el capítulo inicial tiene tanto de corrección política como de gore) a castillos encantados, magia, poderes sobrenaturales banalizados por situaciones ridículas y malos que parecen salidos de una película de Harry Potter. Que mucho de lo que se pueda ver en la obra sea parte (solo parte) de un supuesto imaginario Lovecraftiano no es sinónimo de un buen resultado artístico. Desde este segundo capítulo las cosas que se suceden irán cuesta abajo ya que todo misterio se revela de lo más fácil; todo atisbo por emular el universo Lovecraft y su reino de lo desconocido parece tener explicación y es justamente todo lo contrario que debería hacerse con el citado escritor. No solo eso: ese temerario arranque con una huida digna de Bonnie and Clyde se anula en medio de un mar de tontas situaciones de aventuras que a su vez se sortean de episodio en episodio (el tercero levanta apenas la puntería y vuelve a refugiarse en el horror; el cuarto es una especie de The Goonies meet Indiana Jones sin la gracia de estas películas, claro).
Jordan Peele, realizador de la excelente Get Out! y la fallida Us, oficia acá como productor; y la verdad es que, fuera de los regulares resultados, sabe muy bien hacia dónde quiere ir cuando de una visión del mundo se trata. El discurso es claro y directo. Eso es innegable. El mayor problema no es “lo que se narra” sino el “cómo”. Podemos encontrar lecturas a obras literarias importantísimas, citas a las mismas, a sus autores, o bien simbología para nada desdeñable. Pero ese universo intelectual, digamos, no alcanza para reforzar las ideas narrativas y estéticas que se aprecian al final, que se tornan aburridas, llanas y previsibles. Una lástima ya que la serie prometía. Ya lo dije antes, lo sigo sosteniendo: el único que entiende el universo de Howard Phillip Lovecraft es un realizador que jamás lo adaptó directa y oficialmente. Para los que sientan lo mismo, sabrán a quién me refiero.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.