Postales de la vida en Junín, provincia de Buenos Aires. Ruidos de pájaros y de escobas que barren, gente que pasa en bicicleta. Papelito busca, desde el inicio, un emplazamiento, un espacio familiar y cotidiano, un lugar de pertenencia para aquello que va a narrar.
Esas postales son planos fijos: la fachada de un club con sus reminiscencias déco, una vieja casona pintada de amarillo que funge como pollería, un garaje de portón oxidado donde descansa una vetusta pickup Chevrolet, la pared descascarada de un taller mecánico, un local de chacinados con forma circular (también de estilo déco) y la decrépita portada de un bodegón. El encuadre se posa sobre la ventana de una casa para contemplar tímidamente su interior; allí, detrás de una cortina floreada, un hombre mira televisión y toma mate. La cámara se queda quieta, por momentos apenas avanza, intentando no alterar con su presencia ese ambiente apacible. Cuando ingresa a los hogares, observa silenciosamente las habitaciones (una cocina, un comedor, un living) sin tocar nada, aunque reteniendo todos los objetos y detalles decorativos que otorgan identidad al mundo construido por el relato.
Habitantes del lugar cuentan cómo, con palos de acacio y bolsas de arpillera, Papelito (también conocido como Carlos Brighenti, su verdadero nombre) empezó a armar la carpa de su legendario circo criollo hace 45 años. Para financiarlo tuvo que vender una guitarra. Su estructura era tan pequeña que los miembros del público debían llevar sus propias sillas para ver el espectáculo. Papelito hacía y hace todo a pulmón. Se rememoran sus disfraces e imitaciones, precursores de aquellos de los Midachi en Santa Fe, solo que “mientras ellos fueron más vivos y juntaron la plata, Papelito la tiraba”.
De pronto, uno de los entrevistados se disfraza y asume otra personalidad, la de Juan Moreira. Según nos cuenta, ahora es empleado textil pero en el pasado integró el elenco del circo de su padre. En ese momento, los testimonios cambian de naturaleza; pasamos de la tercera a la primera persona cuando se revela que estos sujetos son familiares y artistas que trabajaban con Papelito. Sus apariciones anteceden a la del personaje principal y la historia de su “circo pobre”; historia que explora la pasión y el talento de toda una vida recorriendo pueblos en vehículos destartalados, independientemente de cualquier motivación material o económica y pese a todos los obstáculos que, para un proyecto itinerante de enorme corazón pero escasos recursos, los hay y muchos. Así veremos pasar, uno tras otro, los muñecos y disfraces elaborados artesanalmente por Papelito y su familia. Al film parecen fascinarle esos objetos humildes y entrañables: la cámara se fija por varios segundos en el funcionamiento de una vieja pochoclera, o en una máquina de algodón de azúcar.
Papelito tiene más de 70 años y su circo no existe más. No obstante, sigue recorriendo los pueblos con su auto, presentándose como solista en escuelas, salones, clubes de barrio y circos de terceros. Reparte su tiempo entre esas actuaciones y el programa de radio que graba desde su casa; rutina que abarca la última media hora del film. Allí contemplamos al hombre tocar una melodía con botellas, maquillarse la cara y disfrazarse de payaso mientras el escenario (un circo de Bragado) es preparado para el show. La mirada de la cámara procura captar los pormenores de ese oficio que tiene mucho de ritual. Resulta particularmente destacable el número musical donde el protagonista imita a una vitrola, ya que entonces se nos da a observar, por primera vez, la reacción genuina del público; esas risas tibias y expectantes que, con el correr de los segundos, devienen carcajadas de todas las edades.
“No me arrepiento de nada, y si tuviera que volver a comenzar, haría lo mismo que hice hasta el día de hoy, exactamente igual”, confiesa Papelito sobre el final. A esta declaración se suma una vieja grabación de VHS que muestra cómo, junto a su familia, levantaba la carpa y preparaba el show en otras épocas. Con este epílogo bello y feliz la película de Sebastián Giovenale completa su retrato, no solo de este artista popular y luchador incansable sino también de algunas costumbres socioculturales de los pueblos de la provincia de Buenos Aires; tradiciones que, afortunadamente y lejos del bullicio de las grandes ciudades, perduran hasta el día de hoy.
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(Argentina, 2019)
Guion, dirección: Sebastián Giovenale. Música: Periplo Periplo. Fotografía: Lucas Bibel. Duración: 97 minutos.