La cámara se introduce en un living de los 50. En la tele pasan algo muy parecido a La zona desconocida. El guiño es forzado, se siente torpe, una impostura: la primera señal es mala, justo en una película que habla de la radio. Pero se trata solo de eso, una mala decisión que se pierde rápido en el eter. Ese prólogo deja paso a una escena de una vitalidad impresionante. Everett llega al gimnasio de la escuela y en apenas unos minutos la película presenta un mundo en ebullición: el protagonista entra y resuelve problemas mientras se mueve por el lugar y saluda a conocidos, todos esperan algo de él. El tipo es lo más parecido a un técnico y a un locutor de radio que pueda tener Cayuga, Nuevo México, y su fastidio apenas disimulado sugiere que goza de una especie de prestigio, una módica fama de pueblo. Everett deja todo listo para la transmisión de un partido de básquet entre la escuela local y otra vecina y se va a la estación a preparar su programa, pero justo lo intercepta Fay, una chica más joven que necesita ayuda con su nuevo grabador. En ese momento, la película alcanza un estado de gracia: los dos se mueven por el estacionamiento entrevistando a la gente que va a ver el partido. Las preguntas son en verdad la excusa que les permite probar el grabador de Fay y burlarse de la estrechez pueblerina de los adultos que ellos, que ya barajan estrategias de fuga, no serán.
La habilidad del director para retratar ese mundo se siente enseguida, es como una ráfaga que nos cuenta de un lugar y de una gente conocidos; todo se percibe denso, táctil, con un espesor que resiste las pinceladas apuradas o los estereotipos fáciles. Los minutos pasan y Andrew Patterson sigue con el dúo a cuestas, los acompaña en una larga caminata hasta la central telefónica en la que trabaja Fay mientras escucha con un oído atento las líneas de diálogo que se lanzan entre ellos a velocidades lumínicas. El entusiasmo de Everett y la sobreexcitación de Fay señalan también la relación que la película mantiene con su propio universo: el director se muestra fascinado con Cayuga y sus habitantes y se demora en la presentación, en el paseo de los protagonistas, en la descripción de sus trabajos. La operación es clara: Patterson se apropia del universo suburbano de las películas terror (el mismo al que hace poco volvieron Stranger Things o Tales from the Loop) y lo somete a toda clase de pruebas, como si quisiera verlo bajo el brillo de una luz nueva, borrar de un golpe décadas de historia y decir que todo lo que nos gustaba de ese cine de terror no tenía nada que ver con monstruos, asesinos o invasores, sino que ya estaba todo expuesto al comienzo de cada película, cuando la cámara alcanzaba a ver a un chico cualquiera recorrer las calles de algún pueblo en bicicleta. El peligro de ocasión apenas importaba, era solo un instrumento del guion que nos comprometía con la historia porque venía a desgarrar ese lugar de ensueño.
Claro que esas películas eran máquinas narrativas, unos artefactos diseñados para contar historias que ahora ya no se quiere o no se puede fabricar. Los problemas de The Vast of Night empiezan ahí, cuando finaliza el comienzo y la película tiene que tomar a su cargo la gestualidad del peligro y de la aventura. Patterson sabe que ese no es su fuerte y hace lo que puede por prolongar el suspenso la mayor cantidad de tiempo posible sin avanzar hacia la resolución. Eso le permite producir algunas escenas correctas pero que carecen del pulso anterior: como el plano de diez minutos con Fay atendiendo llamadas en la central y descubriendo una amenaza todavía incierta. Sierra McCormick hace todo bien, logra desenvolverse con una naturalidad extraordinaria, pero se nota el artilugio, como si el truco se sobrepusiera al drama. La película quiere cautivar al espectador exagerando la sugerencia, como si un montón de escenas que trabajan sobre lo sonoro en vez de sobre la imagen indicadores de quién sabe qué clase de sofisticación. Patterson queda preso de sus aciertos anteriores: la escena en la radio y el llamado de un oyente se prolongan indefinidamente y el director no sabe cómo construir el momento. De ratos los filma a Everett y a Fay en posición de escucha pero, tal vez temiendo que eso no alcance, que sea poca cosa, agrega efectos visuales y hasta llega a virar a negro la imagen. El malestar se confirma: la incapacidad narrativa ahora trata de pasar por alguna especie de elegancia o de experimentalismo de poca monta.
The Vast of Night pasa así a engrosar la tendencia de un nuevo cine de terror que privilegia el despliegue de gimmicks por sobre la eficacia narrativa; un cine que le habla a un público distinto al del del género, a un espectador que no disfruta de la truculencia ni de la exhibición de monstruosidades y que prefiere en cambio la sugerencia, el indicio, un espectador que gusta de juegos visuales y climáticos y que rechaza o ignora los placeres de la sangre. Un cine mayormente tenue, mild, que no ofende ni molesta, que no revuelve la herida ni las vísceras y que seguramente hayamos olvidado en los años que vengan,tal vez con la honrosa excepción de un comienzo extraordinario y de la vida nocturna de Cayuga, cuando la película filma algo parecido a la felicidad.
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(Estados Unidos, 2019)
Dirección: Andrew Patterson. Guion: James Montague, Craig W. Sanger. Elenco: Sierra McCormick, Jake Horowitz, Gail Cronauer, Bruce Davis. Producción: Adam Dietrich, Melissa Kirkendall, James Montague. Duración: 89 minutos.