La costa Mosquito, de 1986, es una película que hoy obnubilaría por su calidad, como lo hizo ayer, pero nunca fue popular. Su presupuesto ascendió a veinticinco millones de dólares, pero la taquilla descendió a catorce. La vida no le sonrió ni siquiera en su posterior trayectoria en el mercado hogareño vía el VHS, QEPD. La recepción crítica generalizada fue gélida, como si transcurriera sobre la nieve de Alaska y no en la selva del Caribe. Quizás haya resultado demasiado tenebrosa y pesimista para la década (la novela de Paul Theroux lo era, cuestión agravada por un nihilista como Paul Schrader, que adaptó el guion). Recuerdo que la oscuridad de la psiquis inestable del personaje interpretado por Harrison Ford, un paterfamilias al borde del desquicio, ahuyentó como el Raid a los fans de Han Solo e Indiana Jones, dos íconos resplandecientes del cine que por esos años vibraban en el imaginario del público con presencia, mito y taquilla. La costa Mosquito es una suerte de proto-eco-thriller dirigido por el australiano Peter Weir, que sabía de eco-thrillers fatalistas (La última ola es otro de sus magisterios), sobre la estela de un gran éxito previo con Ford, Testigo en peligro. Pero ni la costa ni los mosquitos corrieron la suerte de su predecesora.
El caso de la película que nos ocupa, Edén, es similar, aunque distinto. Se basa en hechos reales ocurridos a partir de la década del veinte del siglo pasado. Una familia –otra familia– intenta escabullirse de la infección burguesa de la vida mundana para ir a parar a un destino aciago que aparentaba ser la mesa de entrada al Paraíso. Este destino es la Isla Floreana, la sexta isla más grande del archipiélago de las Galápagos (aunque la película completa fue filmada en Queensland, Australia; otro nexo con Peter Weir, aunque la de Weir se rodó en Belice). La familia protagonista es un matrimonio sin hijos integrado por Friedrich Ritter y Dora Strauch. O sea que la familia, o el matrimonio, fue a parar con sus huesos a Ecuador.
La estabilidad ambiental que les brinda este punto del mapa dura menos que el romper de las olas. Al toque se les suma otro matrimonio, los Wittmer, y una baronesa salida de no sabemos dónde que proclama que esa tierra es suya, como haría cualquier caprichosa baronesa ensoberbecida sólo por el hecho de ser baronesa. La situación acá empieza a ponerse espesa como los guisos que comen para sobrevivir porque la baronesa desconoce cualquier atisbo de pacifismo. Ella quiere imponer su baronazgo por medio de la violencia, si es necesario. Tiene dos guardaespaldas-amantes-chongos-asistentes que son su sombra, pero sombras armadas, para convencer a los no convencidos de que esta isla es su señorío por derecho nobiliario. ¿Pero a quién demonios le interesan los papeles de este tipo en un territorio lejano y salvaje, a leguas de caserones y castillos citadinos? Con esta pregunta empiezan las disputas de los Wittmer con Ritter y Rauchg contra la baronesa, interpretada con prepotencia estelar por Ana de Armas, que en esta ficción es de su apellido tomar, como ya dijimos.
La violencia se agazapa en esta película porque, en realidad, ni la baronesa ni los Wittmer ni Ritter ni Rauch tienen pleno derecho sobre el lugar y todos en el fondo lo saben, pero no les conviene aceptarlo. Son todos europeos, y su eurocentrismo es insoportable para la tensión existente. La olla a presión estalla en el tercer acto de Edén y la onda expansiva pareció afectar el taller de la abundancia de la taquilla de la nueva película de Ron Howard, que también es eso: lo nuevo de Ron Howard: alimento balanceado para las expectativas. Howard es un cineasta irregular pero capaz y talentoso. Mete una de cal (flojas o malas) y dos de arena (buenas o excelentes). Desprovisto de códigos y de da vincis para garantizarse la explosión del box-office del primer fin de semana, Howard con Edén se jugó el prestigio, sinónimo de pellejo, o viceversa, y concluye esta narración antiépica, desastrosa para sus protagonistas y para su bolsillo, pero de alguna manera digna, por sostenerse sobre la mugre humana y por elegir un reparto de primera línea para que se empape en esta mugre. No hay personajes positivos, sino algunos gestos menos negativos que otros. Una salsa cloacal de caracteres gobernados por la ambición mediocre y la codicia desnivela la atmósfera de un relato que pudo ser vitalista y aventurero porque transcurre bajo el sol ecuatoriano pero que se oscurece como en un castillo transilvano conforme avanzan los egos y el descontrol de las apariencias, porque cuando la guerra es guerra no importan los modales, aunque seas barón, baronesa, rey o bufón.
La diferencia principal que existe entre La costa Mosquito y Edén es que en la película de Weir, el ocaso de la pretendida nueva civilización deviene de la otredad cuasi-mítica de la selva; el envoltorio impenetrable de lianas y frondas empaña la a priori resquebrajada mentalidad de Ford y lo envuelve de falsas creencias y de un mesianismo contaminante, parecido a lo que sufre Jack Torrance/Jack Nicholson dentro de la fantasmagórica construcción ilegal del Hotel Overlook en El resplandor. En Edén no es la selva centroamericana lo que vuelve locos a todos porque la locura ya venía en el barco, como las ratas innumerables a bordo del Demeter que viajaba de Transilvania a Estados Unidos. La selva solo es testigo, se frota las manos y espera la carnicería. Una impronta fallida tiñe de gris una película que sin embargo se puede recomendar, no porque contenga a la actriz del momento (no, Ana, no sos vos: es Sydney Sweeney) sino porque el oficio all inclusive de Howard basta para dar abasto. Esperaremos mientras tanto su próxima ración de arena.
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(Estados Unidos, 2024)
Dirección: Ron Howard. Guion: Noah Pink, sobre una historia de Noah Pink y Ron Howard. Elenco: Jude Law, Ana de Armas, Vanessa Kirby, Daniel Brühl, Sydney Sweeney. Producción: Brian Grazer, Ron Howard. Duración: 129 minutos.


