Proyecto infrecuente, Edición ilimitada, que se exhibe fuera de competencia en el Festival de Mar del Plata, representa la reunión de cuatro escritores que además son cineastas. O de cuatro cineastas que además escriben. La película dirigida por Edgardo Cozarinsky, Santiago Loza, Virginia Cosín y Romina Paula viene de presentarse, dos meses atrás, en el Festival de San Sebastián. Los antecedentes de los cuatro autores son diversos. Algunos tienen detrás toda una obra, en ambos campos (el caso de Cozarinsky, de quien Mar del Plata estrena su último documental, Médium; también el del muy prolífico Loza), otras son todo un nombre en el ámbito de la literatura, pero recién están empezando en cine (Romina Paula) o desarrollan una múltiple actividad en el campo literario y de la crítica cultural, pero debutan en esta película. Es lo que sucede con Virginia Cosín, que tiene un par de novelas publicadas y colabora frecuentemente en medios de tanto prestigio como los suplementos Ñ y Radar, así como en el notable sitio de crónicas online Anfibia. Tal como suele suceder en los casos de películas en episodios, el resultado de Edición ilimitada es desparejo. Pero como eso se dice de cada nueva película en episodios, trataremos de evitarlo.
Un eje vertebra los cuatro episodios de Edición ilimitada: todos ellos hacen referencia a la escritura, la lectura, la docencia o la formación literarias. Que tenga esto en común justifica, suponemos, que a los cuatro episodios se los califique como “capítulos”, aunque a diferencia de estos no son parte de una misma ficción. Cozarinsky fusiona los dos campos en los que había repartido su obra: el documental y la ficción. Con el propio autor como protagonista, es de los cuatro el que más se ciñe a la forma del cuento. O del cuentito, dada su brevedad, falta de pretensiones y carácter lúdico. Como viene sucediendo con frecuencia en películas de terceros (recordar entre otras Cassandra, de Inés de Oliveira Cézar, o Ficción privada, de Andrés Di Tella), Cozarinsky aparece delante de cámara, esta vez como protagonista. O sea que su episodio bien puede considerarse una autoficción y un autodocumental al mismo tiempo. Este paso al centro de la escena extrema la presencia del yo que el autor se había permitido en los documentales, al comienzo reservada a la voice over (Citizen Langlois, 1995, Fantasmas de Tánger, 1996) y más recientemente en cámara, como investigador de la novela familiar (Carta a un padre, 2013).
El “cuentito” de Cozarinsky yuxtapone ambos planos narrativos. En cierto bar histórico (Los Galgos), un señor cuyo ojo derecho viene dando signos de deterioro (Cozarinsky) acepta la propuesta de una bonita señora (Eugenia Alonso) para leerle, por un rato, el libro que al caballero le estaba costando seguir. Él comenta que cree tener cataratas, y cuando consulta al oftalmólogo (¡el doctor Fernández Sasso, que es también mi oftalmólogo!), éste le confirma el diagnóstico y lo opera. Después de la operación el protagonista vuelve al bar y se repite la situación, pero ahora… puntos sucesivos (que, dicho sea de paso, es el título de la primera película de Cozarinsky), porque el final de un cuento jamás debe revelarse. A la vez que fusiona, Cozarinsky diferencia los fragmentos documentales (la filmación de la operación, reconstruida para la cámara) con los de neta ficción. O vaya a saber si tan neta, ya que el autor bien puede haber vivido esa situación, por lo cual este plano también representaría una reconstrucción de lo real.
A propósito, no debe dejar de mencionarse que, a la manera de Godard, Cozarinsky “mete por la ventana” un tercer espacio, el de lo filosófico o político, cuando la invitada lee en voz alta un pasaje del libro de Mark Fischer, en el que éste hace una crítica de lo que llama “realismo capitalista”. Estética a la que Cozarinsky opone la suya, modernamente híbrida y abierta. Los pasajes de ficción están expuestos con una combinación de planos largos (la distancia entre el ojo del protagonista y el de la señora que lo observa) y otros algo más cortos, cuando los dos coinciden en la misma mesa. A su turno, la operación está narrada en planos detalle del ojo y el equipo de microcirugía, incluyendo unas subjetivas falseadas muy bonitas, en las que como consecuencia de la acción quirúrgica sobre el ojo lo real parece volverse abstracto. Creo (es una opinión) que el cuento hubiera sido redondo, terminando con una nota de picaresca inusual en el cine de Cozarinsky, si hubiera finalizado una escena antes de donde termina. Pero Cozarinsky eligió un final abierto, más “moderno” si se quiere. Al fin y al cabo el autor es él, no yo.
El episodio de Loza confronta a un veterano profesor de literatura con su alumno principiante. El profesor luce un aspecto al que antes se le llamaba “a la violeta” (expresión que le debe encantar a Cozarinsky, que ama los anacronismos): saco bordó y pañuelito al cuello al tono. Las clases se toman (o deberían tomarse, como veremos) en el piso del profesor, uno de esos departamentos que como sus dueños tienen sus años, decorados con una elegancia también algo passé. El profesor, que más parece un gurú literario (o así se considera al menos él, y parecen considerarlo otros), es un tipo pedantón y bastante autoritario, que decide que su alumno todavía está demasiado “verde” para empezar siquiera con las clases. En consecuencia hace que éstas consistan en paseos y tés con masas (seguramente en Las Violetas, para hacer juego consigo mismo), cuestión de cultivarlo un poco en la vida urbana. La verdad es que razón no le falta para pensar lo que piensa del candidato. Éste, tal vez impulsado por la abuelita, de la que no para de hablar, parece creer que podría aspirar a un futuro literario, aunque sus “poemas” parezcan composiciones tema “La vaca”.
El otro motivo por el que el profe lo saca a pasear es, como tal vez algunos habrán adivinado, porque se lo quiere levantar. No le va a ser fácil, con un pibe tan abombado como éste. Con un sentido del humor con el que hasta ahora no se lo relacionaba (aunque ya asomaba en la anterior Breve historia del planeta verde), Loza caricaturiza a dos manos, tal vez planteando, en el fondo, que la literatura no se aprende (y el cine tampoco). De la ligereza de los dos primeros episodios se pasa a la angustia del tercero, protagonizado por una treintañera, aspirante a escritora, que acaba de publicar su primera novela. Pero no lo vive como si lo hubiera hecho. Durante una fiesta en una casa, en la que el que no escribe es crítico literario, y el que no es crítico literario es artista plástico, no puede dejar de sentirse sapo de otro pozo, reflexionando en off que ahora que llegó al mundo al que aspiraba encuentra que en ese mundo no había nada. Tal vez sea porque no quería escribir, sino acceder ese mundo.
Habitado por personajes que muy posiblemente formen parte de su círculo cultural, el episodio de Virginia Cosín es ombliguista y asfixiante. Esa asfixia se pone en escena acudiendo al espacio cerrado del departamento, el tiempo real que la puesta construye y la voice over de la protagonista, que transmite la sensación de que no puede salir de su cabeza. Cosín maneja muy bien las tres instancias, especialmente el tres por seis en el que transcurre casi todo el episodio. Se siente el encierro, pero a la vez la cámara capta el movimiento y la vivacidad efímera que pueblan el cuadro detrás de la protagonista. La melancolía de ésta, su depre, su incapacidad de disfrutar, su tristeza de niña (no tan) rica, recuerdan a cierto cine argentino angustiado de los 60 (Los jóvenes viejos, Los venerables todos) y en particular a una de sus actrices icónicas, Elsa Daniel, generando, como aquéllas, una sensación de solipsismo lánguido y pegajoso.
Después de su magnífica ópera prima De nuevo otra vez (2019), Romina Paula también parece acudir a una realidad que conoce. Como (casi) todo el episodio de su vecina Cosín, su aporte transcurre en un decorado único, el del salón en el que tiene lugar la clase de un taller de escritura. Tal vez siguiendo los pasos de Matías Piñeiro, quien la dirigió en tres de sus películas, Paula intrinca varios planos de ficción, en un juego de cajas chinísimas. Todo gira alrededor del texto escrito por una de las alumnas, en el que un grupo de teatro ensaya el guion de una película. Por inexperiencia o tal vez deliberación ese texto no da las pìstas necesarias para que sus compañeros (y el espectador) puedan entender muy bien en qué plano se juega cada diálogo: si en el de la “realidad” de ficción, en la segunda ficción o en la tercera. El mareo resulta juguetón y quizás algo trivial, pero agradable. Donde Paula se diferencia de Piñeiro es en la puesta en escena. Mientras que la del autor de Violae Isabella (que se estrena en esta edición virtual del FICMDQ) es calculada, sofisticada y brillante, la de RP es clásica, sencilla, fluida y de aire espontáneo. Se tiene la sensación de ser parte de esa clase. A diferencia del encierro de Cosín, los planos de Paula fluyen de manera aireada. Lo cual es todo un logro, teniendo en cuenta que está enteramente filmada en un único decorado.
Vista en su conjunto, Edición ilimitada aparece como un film colectivo resueltamente menor (más por las ambiciones que por los logros), en líneas generales leve (salvo el denso episodio de Cosín) y discretamente disfrutable. Nada que aporte demasiado a las carreras de Cozarinsky y Loza (aunque en ambos casos aparecen giros nuevos), y que a sus compañeras de elenco seguramente les servirá como sendos ejercicios de estilo.
(Argentina, 2020)
Guion, dirección: Edgardo Cozarinsky, Santiago Loza, Virginia Cosín y Romina Paula. Elenco: Edgardo Cozarinsky, Eugenia Alonso, Camila Fabbri, Juan Manuel Casavelos, Alan Cabral, Katia Szechtman, Cynthia Edul, Pablo Sigal.Fotografía: Daniel Ortega, Eduardo Crespo y Lucio Bonelli. Duración: 74 minutos.