JUGATE CONMIGO
El juego del calamar es una serie cobarde. Cobarde porque, paradójicamente, no se la juega. La visión del mundo que se tiene es casi paquiderma, contenidista en el peor espectro de la palabra y tan obvia que cualquiera que haya visto películas al estilo Carrera contra la muerte (1987) adivinará los resultados con los ojos tapados como los viejos timberos del bingo.
La historia es la siguiente: un (gran) grupo de inadaptados, perdedores, lacras, irresponsables y varios etc, son engatusados eficazmente para participar de un juego. El mismo consta de 456 participantes los cuales deberán sortear a vida o muerte las distintas pruebas que consisten en juegos más viejos que el ñaupa para la cultura coreana, porque estos eran los mismos que se jugaban hace añares cuando los celulares y las redes sociales solo eran cosa ‘e mandinga para la ciencia ficción. Lo atractivo para los participantes y principal incentivo es la cantidad de guita que se acumula con cada prueba superada y con cada jugador que va cayendo. Con caer nos referimos a morir. Sí, mientras vayan muriendo (ahora vamos a esa parte, esperen) de a poco (o muchos, dependiendo la hazaña) la suma del participante se va repartiendo para los que sigan de pie. Entonces, dicho esto, ya podemos o se podrán imaginar el resto. Pero vamos por partes, no se impacienten. Esto recién empieza.
El protagonista es Seong Gi-Hun, un chanta lleno de deudas que vive con su madre y que no sabe muy bien cómo es eso de ser padre y menos aún ser responsable. Hace lo que puede con su modo de vida que es bastante poco si viene al caso. Seong no repara en quitarle la tarjeta bancaria a su madre, escondida para su seguridad, y hacer extracciones solo para probar suerte en las carreras de caballos. Pero debajo de esa superficie arribista existe un tipo que intenta a su manera cambiar de vida, soñando con ayudar a su vieja y darle a su pequeña hija lo que se merece. Especialmente teniendo en cuenta la noticia que lo altera más que cuando nos enteramos de la vuelta de Tinelli a la televisión: la niña se ira a vivir a los Estados Unidos con su madre y su padrastro. Seong, rendido ante un espiral de mala racha que lo abate cada vez más, se encuentra en el subte a un extraño de traje que lo reta a un juego. Si Seong gana, el extraño le pagará una suma generosa de dinero. De lo contrario, por cada jugada perdida, el protagonista recibirá una tremenda cachetada, que una vez iniciado lo deja más zonzo de lo que ya es. Seong termina ganando y es premiado, sin darse cuenta de que picó el anzuelo para algo más gordo y maquiavélico. Porque ese jueguito con premio es la punta del iceberg que hace caer a este tipo de personajes, los cuales son inducidos hacia esa maratónica carrera contra la muerte y hacia el éxito, dependiendo de lo que el destino les depare. Así, es conducido con los 455 participantes restantes hacia una isla que funciona como sede. Cada uno llevando una historia y cargando a cuestas dramas personales; algunos más lacras y despiadados que otros y que fluctúan entre la camaradería instantánea y el antagonismo más despiadado. Los juegos, uno más mórbido que otro, se cargan pilas y pilas de cadáveres que harían realidad el sueño de toda funeraria.
Habrá varios personajes que se unirán al protagonista y que se debatirán entre la avaricia carroñera y la empatía instintiva. Pero las aves de rapiña están latentes en cada uno, en varios momentos, y se perciben como la carga moral y ética a la que apunta la serie. A eso hay que sumarle un temerario policía que va tras los pasos de este extraño evento, buscando a su hermano desaparecido hace tiempo y que sospecha pudo caer en esta artimaña. Contar más arruinaría las vueltas de tuerca que guarda cada tanto, más allá de sus efectivos resultados en esta especie de Telematch sanguinario, que intenta ser aleccionador y reflexivo.
Como advertimos desde un comienzo, la cosa no pinta bien. Para nada. Porque fuera de que pueda ser entretenida por momentos y tener algunos momentos inspirados de suspenso, El juego del calamar es una serie a la que se la olvida apenas finaliza el último capitulo. Porque más allá de su crítica social amenazantemente alegórica, de su moralina vetusta, existe algo peor, algo que el cine o en este caso las series jamás deben padecer: el mal proceder narrativo, con todo lo que conllevan las formalidades que comprenden la historia. Porque todo en ella es subrayado, explicado al espectador menos exigente y cayendo en un didactismo que expresa en palabras cada acción en pantalla. Hawks se revuelca en su tumba (¡Pero Daniel, como hinchás las guindas con Hawks!).
El humanismo que atraviesa la obra es de un regodeo novelístico tan barato y lacrimógeno que hacen parecer a Andrea del Boca uno de los temerarios marines de Depredador (1987). Con decir que el protagonista podría batirse a duelo en llantos con nuestra queridísima heroína televisiva ya suponemos lo alarmante que se vuelve con el pasar de cada episodio. Hay revelaciones de culebrones; sí, otra vez, como los que dejaban a del Boca con la jeta abierta a lo Macaulay Culkin en Mi pobre angelito (1990): ridículas y una más fea y poco creíble que la otra. Principalmente porque el tono de la serie no deja lugar a la autoconciencia, que podría identificar las guarradas de un guión irresponsable y volverlos puro disfrute; goce sano y para nada pretencioso, pero nada más alejado ya que todo se vuelve demasiado dramático, tremendista y lineal. Ya con ver a los poderosos cargando máscaras de animales doradas, ostentosas, vamos a las piñas contra la alegoría más barata que se les pudo ocurrir. Los juegos a los que son expuestos van perdiendo eficacia y algunos se vuelven por momentos soporíferos hasta que nuestro interés se evapora como cada cuerpo ametrallado, calcinado u otrora forma espantosa de estirar la pata. La violencia es gráfica y no molestaría de no ser por lo efectista que resulta como recurso reiterativo hacia el clímax final de cada escena: No me jodan, si yuxtaponemos esto con cualquier Martes 13 (1980) por su cavernícola necesidad de acumular toscamente fiambres (muertos) como recurso efectista a la vez que ético ante la mirada moral del protagonista de turno, sabemos que sale perdiendo por goleada. Lo que cambia es la pulsión narrativa y que, a esta altura, tomarse enserio una Martes 13 es como creer que La masacre de Texas (1974) está basada en hechos reales. Pero basta de citas que después me acusan de volver esta crítica un panfleto banal sobre mi ego “cinéfilo”. Puede que lo sea al fin y al cabo, quién sabe. Suponer mayor profundidad en el análisis de una serie como esta es gastar pólvora en chimangos.
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