La estabilidad del baqueano.
Luego de la extraordinaria Birdman (2014), el “segundo acto” en la reconstrucción personal de Alejandro González Iñárritu como director es El Renacido (The Revenant, 2015), una película por encargo que el mexicano transforma en una epopeya prodigiosa tanto a nivel humano como visual, circunstancia que pone de relieve el talento del señor en lo que atañe al difícil arte de combinar la sensibilidad mainstream con su laconismo y su virulencia seca, características por antonomasia desde el inicio de su carrera. El film en esencia propone un balance narrativo sustentado en dos extremos, correspondientes al western de venganza y al drama de supervivencia en la naturaleza indómita, pero sin dudas -a medida que transcurren los minutos- ésta segunda opción de a poco va tomando más fuerza y termina prevaleciendo gracias al registro minucioso de la lucha del protagonista por resistir en un contexto feroz.
Basada a lo lejos en una novela de Michael Punke, inspirada a su vez en la historia real de Hugh Glass, un mítico trampero estadounidense del siglo XIX, la trama abre con un pelotón de mercenarios/ traficantes de pieles, comandados por el Capitán Andrew Henry (Domhnall Gleeson), siendo emboscados por un malón de la tribu Pawnee, quienes se llevan parte del botín de la expedición para entregarlo a tropas francesas a cambio de caballos y armas. En plena huida, los norteamericanos se ven obligados a retrasar su marcha cuando el cazador más experimentado del grupo, Glass (Leonardo DiCaprio), es atacado por una hembra de oso pardo que vagaba con sus dos crías. Henry decide dejar al herido al cuidado de su hijo Hawk (Forrest Goodluck) y los colegas Jim Bridger (Will Poulter) y John Fitzgerald (Tom Hardy), lo que eventualmente deriva en el abandono de Glass y el homicidio de su vástago.
Si bien el opus de González Iñárritu toma como pivote una premisa prototípica del western revisionista, la centrada en un personaje misterioso que es dado por muerto y luego regresa en pos de una revancha que ajuste los tantos, a decir verdad el guión de Mark L. Smith y el propio realizador esquiva el molde del “antihéroe” bucólico símil spaghetti para exacerbar el derrotero de autoconservación (una vez que dejan al susodicho enterrado vivo y con la única posibilidad de arrastrarse para avanzar), el origen mestizo de su familia (su esposa indígena fue asesinada en una razia militar) y una coyuntura majestuosamente caótica que destruye cualquier certeza (a la implacabilidad del clima y las mutilaciones corporales, se suma el peligro latente de ser capturado). La crónica además obvia el simplismo maniqueo del western clásico y la levedad bufonesca y palurda del cine de aventuras de nuestros días.
Aquí nuevamente el genial Emmanuel Lubezki demuestra por qué es el mejor director de fotografía trabajando en la actualidad: al explotar con inteligencia la profundidad de campo, apabulla a través de un ballet óptico apuntalado en tomas secuencia, travellings etéreos y primeros planos que enfatizan la carga emocional de los protagonistas en el momento justo, sin caer en las redundancias del Hollywood más conservador. Al negar la dialéctica de los cortes abruptos y constantes para las escenas de acción -o la misma progresión narrativa- desaparece esa impronta higiénica de buena parte del cine contemporáneo, el cual esconde la sangre y la brutalidad para garantizar que hordas de adolescentes y adultos infantilizados consuman el mismo producto estéril, reproduciendo el esquema de la necedad acrítica y los caprichos individualistas que conducen a una cacofonía de pavadas en la industria cultural.
El poderío de la obra recae en una naturaleza que se va helando mientras avanza el metraje (con locaciones bellísimas en Estados Unidos, Canadá y Argentina) y en la gran labor de DiCaprio (un intérprete con un profesionalismo exquisito que gusta de elegir proyectos que impongan un quiebre con respecto a los anteriores). En El Renacido se destacan muchos momentos de una enorme calidad y audacia; sobre todo la secuencia de la arremetida inicial contra el pelotón, el asalto en sí que sufre Glass, el encuentro con el Pawnee en el camino al Fuerte Kahowa, la “escena del caballo” y el desenlace en su conjunto. El grado de ambición que presenta el film es francamente admirable, por un lado recuperando el desparpajo del Nuevo Hollywood de la década del 70 y por el otro construyendo un adagio acerca de la “estabilidad” necesaria para fijar nuestra trascendencia, seamos o no humildes baqueanos…
Por Emiliano Fernández