Inmediatamente después de Birdman, el mexicano Alejandro González Iñárritu -con El Renacido– duplica la apuesta que arrancó ya en su ópera prima. El prólogo se asemeja mucho al de la película anterior: un puñado de planos que intentan sintetizar lo que se verá en el terrible “tour de force” del personaje Hugh Glass (esfuerzo extraordinario de Leonardo DiCaprio). A continuación llega un intento por imitar el fantástico comienzo de Rescatando al Soldado Ryan, en el que Spielberg y su fotógrafo Janusz Kaminski adoptaban una estrategia documental para representar el desembarco de Normandía. Iñárritu, en cambio, utiliza el efectismo más torpe y menos expresivo en la invasión de un malón de indios a un campamento de cazadores. El baño de sangre deja más bajas en los blancos, liderados por un joven Capitán (Domhnall Gleeson) que confía en Glass para llevarlos seguros nuevamente a casa; el contrapeso villanesco lo pone el mercenario John Fitzgerald (Tom Hardy), conocedor del pasado oscuro del guía.
En el inicio del segundo acto llega la secuencia icónica, de la que se habló y se hablará mucho: el ataque de la osa al pobre de Glass, una larga situación dramática que el director decide estirar hasta la tolerancia máxima del sufrimiento. Al mismo tiempo se puede leer esta secuencia como el inicio del enfisema con el que Iñárritu enfermará a todos los personajes, desde los que se esfuerzan por ser los villanos más desalmados hasta los que tienen un pequeño rapto de misericordia. Ni siquiera desde la narración se propone un camino de caminos paralelos, todo es unidimensional. Las situaciones por las que atraviesa Glass tras “volver de la muerte” son azarosas, es así que la motivación para seguir con vida -la venganza contra Fitzgerald- se difumina entre los diferentes retos de supervivencia que debe afrontar. Esta única línea narrativa carece de sustancia, los conflictos dramáticos son chatos y la consecuencia de ello está en el exceso de postales que abren y cierran las secuencias. Donde Iñárritu no supo aprovechar lo inconmensurable del escenario natural -por ejemplo, acortando la profundidad de campo en la batalla inicial- aparece la majestuosidad visual reproducida por la cámara de Emmanuel Lubezki. El envoltorio retórico (igual que en Birdman) emerge para ser un parche de los huecos inventivos que la débil historia presenta. Los momentos de mayor reposo, esos en los que el director aprovecha para dejar su huella con flashbacks pretenciosos, son los que dejan entrever el estilo fotográfico más contemplativo, el mismo que Lubezki explotó en las películas de Terrence Malick, especialmente en El Nuevo Mundo, con la que El Renacido posee muchas similitudes narrativas.
La historia de supervivencia en un escenario hostil, más aún para un hombre que debe reaprender a movilizarse por sus propios medios, tiñe a la historia de venganza, la cual cobra fuerza recién en la media hora final. Este vía crucis por lo salvaje es una reverberación de un Herzog más maduro, suelto y poseedor de un pulso firme para el retrato de un escenario incompatible con el paso del hombre; incluso los intentos poéticos del director esbozan una precariedad en la sutileza, los cuales se evidencian en los flashbacks de Glass junto a su esposa o en los diálogos políticamente correctos de los indios. La formalidad más técnica es el único dispositivo que aparece bajo una configuración que se vincula con el escenario natural casi virgen en el que se desarrolla la película, pero lejos está de armonizarse con situaciones dramáticas, desde el punto de vista narrativo. La contemplación representa un problema para Iñárritu, porque ante la hostilidad del derrotero de Glass se interponen innecesariamente momentos perfectamente planeados para exprimir el sufrimiento; un estadio (como enunciado) que se cuela para transmitir que la supervivencia ante semejantes aberraciones opera como el derecho ganado para el acceso a la preciada venganza.
Por José Tripodero