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Entrevistas

Entrevista a Juan Cottet, protagonista de La gaviota

ENCONTRAR LA FORMA DE ESTAR VIVO

Por una cuestión de generaciones y escuelas, hay algunos autores que se vuelven esenciales a la hora de pensar en la escena teatral de Buenos Aires. Autores que gracias a sus textos se convirtieron no solo en maestros para directores, autores y actores, sino que además siguen vigentes en nuevas reformulaciones y mutaciones de sus concepciones, tramas y personajes. Podemos nombrar entre ellos a Armando Discépolo, Tennessee Williams, Shakespeare y, especialmente, Anton Chéjov. Chéjov es un esencial aún hoy día en las escuelas de actuación, en los talleres de dramaturgia, en los escritorios de los directores. Por eso no resulta extraño que siempre haya en Buenos Aires versiones directas o libres de sus obras más célebres. Esto mismo sucede con una de sus obras maestras, La gaviota, la cual, en este este 2025, tuvo varias puestas en la ciudad: “Que hermoso era todo antes”, la versión de Lisandro Fiks que se vio en el Centro Cultural Borges. La versión de Carlos Scornik en Patio de Actores, la de Guillermo Cacace y Juan Ignacio Fernández en Apacheta Sala Estudio, o la de Dani Bañares en el teatro El ojo. Por eso es entendible que cuando se anunció que Rubén Szuchmacher iba a hacer su propia versión (junto a Lautaro Vilo en dramaturgia) en la sala Casacuberta del Complejo Teatral San Martín, el mundo del teatro se viera convocado por esta nueva propuesta. 

Hacer La gaviota de Chéjov en el San Martín es una tensión entre lo que se espera de un texto clásico en un espacio oficial, y la necesidad de brindar nuevas lecturas a un material que puede caer facialmente en interpretaciones heredadas: su supuesta poca acción, su melancolía innata, su bucólica lentitud. Pero además esta nueva versión traía una novedad: los cuatro personajes más jóvenes de la obra saldrían de un laboratorio que el director llevaría a cabo junto a 32 actores seleccionados para vivir una experiencia de laboratorio. 

Para suerte de los espectadores y la sangre teatral de la ciudad, el espectáculo es desafiante y polémico. Así como resulta exquisita su adaptación dramatúrgica por el fino trabajo en las palabras, en las pausas, en el ritmo de lo dicho, también resulta discutible la clara intencionalidad de volverlo, a casi todo, una comedia repleta de gags, sabiendo incluso que es el mismo Chéjov quién así la clasifica. ¿Pero no deberíamos entender la comedia rusa, tomemos a Gogol a modo de ejemplo, como algo más parecido a la expresión del grotesco, donde comedia y drama se confunden en un solo gesto trágico? Más allá de esto, es en el elenco donde esta puesta encuentra lo más destacado: la llamativa interpretación que hace Muriel Santa Ana de la egoísta actriz Arkádina, la sobria y admirable presencia de Diego Cremonesi como el talentoso Trigorin, la calidad escénica de Vando Villamil y de Pablo Caramelo como Sorin y como el doctor Dorn. 

Pero sin lugar a duda quién más llama la atención en este talentoso conjunto es el joven actor Juan Cottet, uno de los elegidos del laboratorio, quién tuvo la tremenda responsabilidad de dar vida al torturado Tréplev, el joven autor que sufre en carne propia el deseo de ser reconocido, el miedo al fracaso, la necesidad de un amor verdadero y la consciencia de una insobornable soledad como destino final. Juan se destaca por su asombrosa calidad técnica y a la vez por su genuina espontaneidad. Una creación que sin lugar a duda quedará en la memoria de muchos futuros Tréplev aún por llegar. 

Entusiasmados con la aparición de semejante talento en la escena porteña, nos hemos tomado el tiempo necesario para hablar con Juan y conocer su historia, su proceso, sus sueños y temores. Simpático, hablador, seguro de lo que hace y también seguro de sus propias dudas, Juan es un artista que brilla por su sinceridad y hondo sentido reflexivo. Los invitamos a conocerlo.

***

– Tu ingreso a la obra fue mediante al laboratorio que armó el director junto al Complejo para seleccionar a los protagonistas jóvenes. 

– Sí, fue un relindo trabajo. No solo por estar junto a un montón de compañeros y compañeras del ambiente con los cuales muchos ya nos conocíamos, si no por la experiencia en sí. El otro día hablaba con Muriel del taller. Ella estuvo presente todo el proceso, porque es parte de la producción de la obra, el proyecto fue gestionado por Rubén y Muriel desde hace mucho tiempo. Muriel estaba ahí, observando un montón, sin darnos devoluciones, pero presente, atenta. El que daba las devoluciones era Rubén. Ahora, fíjate que las devoluciones eran muy generales, para todos a la vez. Entonces, cada uno tenía que ir midiendo la devolución que se bajaba, como un juego de límites. Nunca vi una devolución puntual y personalizada. Eran más cuestiones como: “Para mañana fíjense bien la estructura del texto” o “Cuidado con la exageración en las manos”. Muchas cosas que poco a poco te iban limitando. Y eso estuvo bueno porque generó un trabajo muy poco competitivo. Estos espacios suelen ser muy complejos, sabiendo que estamos por los mismos roles. Por supuesto, el nerviosismo era gigante y todos teníamos ganas de quedar, pero se armó un espacio de verdadero trabajo. Una semana entera, seis horas por día, dedicándonos por completo al texto, a trabajar una escena para el día siguiente, de trabajar y trabajar la misma escena con profundidad. 

– ¿Cómo se fue articulando esa semana? ¿Qué fueron haciendo día a día? 

– El primer día hicimos un trabajo físico con Marina Svartzman, que después nos hizo el diseño de movimientos en la puesta final. Después hicimos un primer trabajo sobre unos poemas, de lectura e interpretación. Creo que ya para el tercer día empezamos con las escenas. Era gracioso, porque éramos treintaidós actores y hacíamos dieciséis duplas. Entonces veíamos todos los días todas las duplas, varias pasadas. Habremos visto ciento treinta pasadas de la misma escena, con todas las combinaciones posibles de Medvedenkos y Mashas, como de Ninas y Tréplevs. Era muy espectacular ver eso. Todas las mezclas posibles, todas las formas que un mismo texto se puede interpretar. Fue muy emocionante eso, tanto que cuando el taller terminó fue Rubén el que terminó llorando, porque decía que era muy lindo el espacio que se había generado, más allá de quienes iban a quedar. Se vivió todo de una manera muy intensa. Intensa además por la ansiedad, porque yo conocía a Rubén y sabía cómo era de su trabajo con el texto. El respeto que le tiene al texto, a lo que dice, a como está escrito. Entonces me pasaba de llegar a las siete de la tarde a mi casa y ponerme a repasar, quedarme dormido, despertarme repitiendo el texto, empezar a estudiar otra vez y así durante todo el taller. 

– ¿Y te dabas cuenta de que algo pasaba con vos en medio del taller? ¿Qué te iban mirando de otra forma, de que podías ser elegido? 

– Mirá, eso también lo pensé mucho… Yo me sentía muy cómodo, muy tranquilo. A mí me pasó algo que también hablé después mucho con Muriel. Yo creo que lo que a mí me ayudó un poco es que, si bien para todos era un sueño estar ahí, y hoy en día estoy seguro de que es el proyecto más importante que hice y que posiblemente haga, yo tengo una formación más de escuelas de improvisación, muy lúdicas, como Nora Moseinco. Entonces me parecía muy lejano hacer un personaje como Tréplev, o hacer una obra como La gaviota o directamente hacer un clásico. Y yo creo que algo de esa relajación me hizo pasarla muy bien en el taller, estaba menos nervioso que, capaz, otros u otras que no, que deseaban más ese personaje, que habían depositado en ese lugar mucha más expectativa. Entonces, sí, hubo un momento donde tuve esa especie de sensación de que se podía dar. Pero después, en los últimos días, empezaron a pasar cosas, sentía que ciertas parejas empezaban a tener más atención, se les acercaban más. Yo veía todo ese movimiento y decía: “Che, no estoy siendo la opción”. Pero al final de todo, cuando me abracé con Muriel, me acuerdo que ella me dijo: “Bueno, me gustó mucho lo que hiciste, me gustó mucho tu trabajo”. Y eso para mí fue una tranquilidad, porque era una linda respuesta, muy amorosa, a mi trabajo. Así que al final confié mucho en todo lo que había hecho yo por afuera del taller, en tantos trabajos anteriores. 

– ¿En qué sentido esos trabajos te ayudaron? 

– Yo tengo una experiencia audiovisual que no me encanta, muchos trabajos más de tipo comercial, que es de lo que vivo pero no creo que muestre por ahora lo mejor de mí. Además tengo una carrera de teatro que si bien es corta, ya tiene más de seis años. Yo arranqué casi a los dieciocho y ahora tengo veinticuatro. Todos esos trabajos me dieron mucha elasticidad, estar con muchos directores distintos, con obras y con rodajes muy distintos entre sí, me dieron cierta confianza. Y eso era un poco lo que pedían en el taller, tener experiencia. O sea, estábamos todos más o menos en la misma. 

– Lo divertido es que se trata de La gaviota, donde en la historia hay muchos artistas que compiten entre sí… 

– ¡Totalmente, totalmente! Pero por suerte cuando terminamos el taller nos juntamos todos a comer una pizza, y después vinieron a vernos al ensayo general casi todos los que hicieron el taller, todos muy contentos, con una energía relinda. 

– Alguno te debe odiar… 

– Alguno me deba odiar, seguramente. (Risas) Me parece que también hay algo del teatro que es muy distinto a las experiencias audiovisuales. Mi experiencia es más del lado comercial, donde es un ambiente más competitivo. Seguramente en una película independiente el equipo sea más parecido a un equipo teatral. En lo comercial el tema de la envidia y de la competencia es más duro. Sobre todo porque es un trabajo del que todos vivimos, por fuera de la ambición actoral. Acá se jugaba por otro lado, todos tenemos ganas de actuar y de trabajar, de vivir de esto, pero además se juega otra cosa, algo que pasa también por el amor. Y en el taller, lo que se terminó viendo, y que para mí fue lo más lindo, es que éramos treintaidós personas jóvenes enamoradas de una obra clásica. 

– En eso debió ser muy importante el director para que la experiencia no se convierta en una carnicería entre ustedes. 

– Totalmente. Por eso Rubén fue muy inteligente con no ser tan puntual con la marca a cada uno, porque todos éramos muy distintos, de lugares muy distintos, con formas muy distintas de encarar las escenas. 

– ¿Pero para vos fue un taller o un casting largo? 

– (Se ríe) ¡La pregunta que nos hicimos todos durante esa semana! Mira, a mí me costaba un poco menos que otras personas tomarlo como un laboratorio. Pero en definitiva era un casting, y nosotros estábamos yendo a que nos tomarán o no para esos personajes. Yo creo que esto mismo que te decía antes, esa sensación de estar un poco fuera de lugar, fue lo que me ayudó. Tenía la idea de que no me merecía mucho ese lugar. Se lo merecían las personas con un trabajo previo en textos clásico que yo, por mi formación, no había tenido. 

– ¿Y cómo fue tu formación? 

– Yo empecé en la escuela de Nora Moseinco a los dieciséis años. Y en el 2020 entré a la UNA, justo el año de la pandemia, así que fue un año de formarme virtualmente. Después abandoné por un rodaje y, a partir de ahí, mi formación fue extraña, porque, de pronto, hacía un taller un mes y quedaba en una serie, y grababa tres meses, y después volvía y así una y otra vez. 

– ¡Tenías la culpa del éxito! 

– No sé si la culpa del éxito, pero no dejaba de pesarme, sentir que esa falta de formación era algo que se iba a terminar notando. Me acuerdo que pensaba: “Bueno, che, no sé si lo voy a alcanzar, el San Martín, Rubén Szuchmacher, este personaje recomplejo”. 

– ¿Pero esa semana de taller a vos te sirvió para ganar sobre eso que te sentías inseguro? 

– Si, esa semana me dio mucha confianza. Yo entré muy nervioso el primer día. Yo había tenido una experiencia de taller con Rubén, que por esas cosas de la vida tuve que bajarme. O porque sentía que no estaba preparado. Fue uno de esos talleres cortos que él hace. Fui a dos clases. En una de las clases nos hizo aprendernos un verso, y había que repetirlo, mientras un compañero contaba una anécdota de diez minutos, y después vos repetías la anécdota. Yo me frustré un montón con ese ejercicio. Y cuando empezó el taller yo tenía miedo de que nos haga otra vez el mismo juego. ¡Me quería matar! Pero no lo hicimos, por suerte. (Risas). Lo que hubo fue un trabajo muy profundo en el texto, en las escenas, en la escucha. Eso es lo que más destacado de la mirada de Rubén, ese proceso de dos meses y medio de ensayo, donde se podían probar cosas nuevas, donde se podía hablar y escuchar. Y en ese sentido es que yo empecé a sentir confianza con probar, no tuve miedo en meterme en lugares que, capaz, me resultaron incómodos. Y también es cierto que estudié mucho, y creo que eso, contra los fantasmas, fue lo que me dio mucha confianza. 

– ¿Y cómo te enteraste del papel que te habían dado? ¿Quién te llamó? 

– Yo me enteré porque me llamó uno de los productores de la obra. Me dijo: “Hay una buena noticia y una mala noticia”. Yo, si me decía que quedaba no entendía que podía ser una mala noticia. La mala noticia es que yo estaba con un proyecto del año anterior que se llama Amadeo, también en la Casacuberta, y ese proyecto se iba a reestrenar, y por La gaviota tenía que elegir entre uno de los dos. Amadeo era una obra infantil increíble, de Daniel Casablanca, una experiencia hermosa. Pero del otro lado era La gaviota, posiblemente la experiencia más importante de mi vida. 

– ¿Y si te salía una película o una serie? 

– (Lo piensa) No, no, ya estaba… Yo creo que no… Sí, sí, ya estaba. Primero porque ya había una cuestión de selección muy avanzada. Pero además… Lo que a mí me encanta es el teatro. 

– ¿Por qué decís que te encanta lo teatral?

– Porque todavía no tuve experiencias en lo cinematográfico y en lo audiovisual que me hayan marcado tanto como para poder poner una balanza, pero el teatro tiene algo de peligro, de lo vivo, que a mí me atrae mucho. El cine, definitivamente, también lo tiene. Pero, bueno, hay algo inevitable en salir al escenario y tener que resolver, sí o sí. Eso me parece fascinante.

– ¿Vos tenías todo ese mito actoral con el San Martín, la Casacuberta, Szuchmacher? 

– Un poco sí, y también por lo que me decían, que Rubén era un loco con el texto y no sé qué. Después terminó siendo cierto, es muy estricto, pero no fue algo que se sufrió. En la Casacuberta yo ya había actuado, en el infantil. Y eso me dio cierta tranquilidad también, porque es un escenario difícil: hay gente a los costados y que hay que estar siempre atento a muchas cosas. Lo que pasa con Rubén es que después lo conocés, tomás un café, charlás, te cuenta anécdotas y es muy gracioso, entonces un poco terminás bajando a la figura. Obviamente que es un genio, su puesta y todo lo que nos dijo me pareció siempre una genialidad, pero yo digo bajarlo en el sentido de que estamos trabajando todos juntos, y es una persona más. Pero creo que eso nos pasó a todos los del elenco, porque todos teníamos nerviosismo. Los jóvenes y los adultos teníamos la sensación de que esto era importante, de que era algo grande. Lo sentíamos en los ensayos, lo sentimos en el estreno. Hace poco tuve una charla con Carolina Kopelioff, que hace de Nina en la obra, y hablábamos de eso: la emoción de lo que estamos haciendo, que un día iba a ser una anécdota, “cuando yo hice La gaviota”, pero que ahora es el presente. Y cuesta mucho darse cuenta de lo importante que es algo cuando se lo está viviendo. 

Pese a la insistencia de Juan en que su formación es errática (cosa que no desprestigia en nada su talento natural) también es cierto que su crianza fue en una casa de reconocidos artistas. Conocer de su familia y su infancia, también es conocer su verdadera escuela. 

Juan: Siempre hubo algo artístico en mi familia. Mi papá es músico, mi mamá es profesora de expresión corporal, mi hermana es actriz. A mi desde chico me gusta actuar. Yo veía lo que hacía mi hermana, lo que hacía mi mamá, y a mí me llamaba la atención. Entonces me anoté en mi primera escuela de teatro, la de Nora Moseinco. Y a los pocos meses vino una persona a ver las clases. Esa persona era Nacho de Santis, después director de Gallo, mi primera obra. A nosotros solamente nos habían dicho que iba a venir alguien a mirar, entonces no me dio nada de nervios, hice toda la clase, siempre me encantaron las clases de Nora. Y, efectivamente, el que nos estaba mirando era un director que estaba buscando actores. Y me eligió a mí. 

– Por tus propias raíces ya estabas condenado. 

– ¡Si, estaba condenado! Mis primeros recuerdos son de ir todos los viernes a la función de mi vieja, porque si me tenía que cuidar, me iba con ella, y veía la misma obra una y otra vez. Y hay cosas que me quedaron, que yo identifico ahora con esa época. Por ejemplo, lo de las toses, que es muy tremendo. ¿Pero vos te diste cuenta lo que son las toses en el público? (Risas) Además en la Casacuberta hay algo con la acústica, con el sonido, en algunos puntos del escenario sentís como si te estuvieran tosiendo al lado. Esto lo digo porque yo tengo como un nerviosismo con los sonidos en el teatro, y creo que eso me quedó de ver tanto teatro de chico. Porque me acuerdo de estar sentado en una butaca y, de pronto, mirar mal a una persona que hablaba, como una cosa de la solemnidad del teatro, que evidentemente la heredé de muy chiquito. Me imagino mi vieja diciéndome: “Acá no hay que hablar, no hay que hacer ruidos”. Entonces, para mí, era como una ley del teatro. Y, después, también me quedó el hábito de observar mucho. A mí me interesa la iluminación, incluso me anoté para estudiar iluminación pero me tuve que bajar por trabajo. Y eso también lo relaciono con mi infancia, porque yo me acuerdo de chico, de ver tantas veces las mismas obras, de prestar atención a las luces, a la escenografía, a empezar a observar otras cosas. Entonces, yo creo que eso me dio como una profundidad en el amor por el teatro, pero que se despertó muy tarde. 

– A los dieciséis años no es tarde. 

– Bueno, pero yo de muy chico también estaba con mi papá en el estudio de música, grabando canciones, escuchando a papá y yendo a sus shows. Y en un momento me decidí un poco por la línea de mi viejo, y empecé a tocar el piano, a cantar, a hacer mis canciones, pensar en mi disco y en mi show. O sea, era lo que veía que iba a ser mi vida. No ser un rockstar, porque yo de chico me hacía el rebelde y no quería parecerme a mi viejo, Lautaro Cottet, que es un gran rockero y estuvo como baterista en bandas como Man Ray. Así que como él era muy amante del rock, yo tuve una época, de chico, de escuchar mucho pop teen fácil, muy comercial, o electrónica. Después se me fue fusionando, por suerte, con muchos otros géneros, pero, hoy en día, me gusta todavía mucho el pop y lo experimental. Y sigo componiendo, no estoy desconectado con la música. Pero es cierto que a partir de los dieciséis años, dije: “Bueno, basta, arranco con clases de teatro”. Y a partir de ahí todo sucedió muy rápidamente, esa cadena de trabajos uno detrás de otro. Haciendo obras de teatro independiente, me di cuenta que a esos espacios iban muchos directores de casting, directores, productores. Fue así como me llamaron para hacer una cosita en Canal Trece, que fue lo primero que hice, de ahí me llamaron para una serie, y de ahí para otros castings. Y así fue arrancando mi carrera actoral, que hoy en día es mi trabajo principal. Y la música es lo que disfruto un montón, ya tengo canciones grabadas y sé que arranca el verano y me pongo con eso, porque cuando no tengo nada actoral estoy a full componiendo y grabando. 

– ¿Pero vos sentís que es para no abandonarlo, por culpa hacia tu padre, o sos realmente un ser doble, actor y músico? 

– No… yo… (Piensa) ¿Viste? La típica pregunta sobre que se elige. ¿A quién querés más? ¿Qué elegirías entre la música y la actuación? Y yo creo que hay un poco de las dos cosas, o sea, hay un poco de la conexión con mi viejo a través de la música, que siempre me parece muy dulce y muy hermosa. Grabo un tema, se lo muestro, él graba un tema y me lo muestra. Y me lo muestra esperando que de verdad le diga lo que pienso, es algo adulto, de parte de los dos, aunque tengamos experiencias muy distintas, y la mía mucho más corta, por supuesto. Pero hay otra parte que disfruto muchísimo, en la que siento que es mí proyecto, y ahí creo que es lo diferente con la actuación. La música es algo mío, porque salió de mi habitación, de adentro mío. Hace un año tuve el primer show, que era lo que más miedo me daba. Mi viejo se reía: “Estuviste en la Casacuberta y ahora tenés miedo”. Pero es muy distinto. Completamente distinto. Soy yo, es mi proyecto, es mi música, es mi voz, se juegan muchas cosas. Y lo redisfruté. Entonces, creo que cuando me subí y canté mis canciones, me dije: “Esto no es solo un hobby, como pensé que era”. Así que hoy en día, si tuviera que decidir, realmente, no sé por cuál de las cosas decidiría. 

– Y bueno, tendrías que hacer un musical. 

– El año pasado tuve una secuencia de trabajar en varios musicales, cosa que nunca había hecho en mi vida. Y el ambiente del musical formal es… particular. Yo tengo amigos y amigas que estuvieron desde los seis años estudiando canto, actuación, danza. ¡Y yo no sé bailar, soy un desastre con la danza! Siento que canto bien, pero nunca tuve una técnica vocal de musical. Y el año pasado me tocó hacer varios musicales y fueron experiencias buenísimas. 

– Yo siento que eso que para vos son debilidades, en realidad son bendiciones. En el sentido de que el hecho de que lo consideres tan lejano por no estar preparado, te termina relajando. En definitiva te ayuda a ser más natural en escena. 

– Totalmente. La verdad es que sí. Y era un poco mi miedo también con el personaje de Tréplev, porque es un texto que, si te alejas demasiado, también corres peligro. Hay que apropiárselo, tenerlo, y es difícil apropiarte de un texto tan lejano al día a día y tan cercano también por otra parte. Pero, bueno, eso se pudo afianzar gracias al proceso de ensayos. 

Para un actor, ensayar suele un trabajo duro, sacrificado, de mucho aprendizaje y crecimiento, pero también de mucho miedo, incertidumbre y dudas sobre las propias capacidades. Escuchar a Juan hablar sobre su proceso creativo alrededor de Tréplev con el objetivo de hacer el mejor estreno posible, demuestra la seriedad y pasión con que encara su trabajo. 

– Entonces, llegaron los ensayos. 

– Si. La primera semana fue buenísima porque todos teníamos nervios. Rubén se sentó y dijo: “Toda esta semana van a ser lecturas”. ¡Okey! Yo, por esta idea del texto y de Rubén, llegué con la obra aprendida, casi entera. Fue hermoso porque fue como repetir un poco algo del proceso del taller: lectura, lectura, lectura, anotaciones, comentarios muy interesantes. Rubén nos empezaba a dar su interpretación. Y también a hablar mucho de la puesta, nos mostró cómo iba a ser la escenografía, las ideas de vestuario, nos empapamos todos de su visión, porque de esas lecturas participaban todos, desde los asistentes hasta el productor. Fue una previa que estuvo muy buena para desestructurar todas las ideas que teníamos de lo que iba a ser montar esta obra. Porque una cosa muy curiosa que me pasó a mi es que la primera vez que leí la obra solo en casa, ¡me cagué de risa! La leyó mi viejo y tuvo otra lectura, como de una obra densa, seria. Y yo tuve una interpretación distinta desde el principio. Entonces cuando Rubén explicó como la veía él, a mí me puso muy feliz, porque para él también era una comedia en cuatro actos con un final trágico. Vos la lees y hay cosas que están escritas como gags de comedia. Entonces desde un principio Rubén hizo un trabajo de desdramatizar la obra por completo, y eso ya se sentía en las lecturas. Como la escena de Arkádina y Tréplev, una escena que tiene una gran intensidad, pero, también, tiene una cosa muy patética, ese chico que entra con una venda en la cabeza porque se intentó suicidar y le viene a pedir a la madre que se la cambie. Y mientras tanto tienen esa relación de envidia y de celos y de amor y ella le pregunta llorando si va a volver a hacer “¡Pum Pum!” con el arma sobre su cabeza. Los primeros ensayos no podíamos dejar de llorar de la risa, hasta Rubén medio que se terminó enojando, porque no podíamos salir de eso. Y es que son personajes tan patéticos, complejos, interesantes, hermosos y, como decía Rubén, con toneladas de amor. Porque esta obra además de hablar de teatro constantemente, habla de amor, de desamor, de desencuentros, porque todos son personajes que se desencuentran amorosamente, todos. Entonces, esos trabajos de profundizar el texto por un lado y de leerlo como una comedia fue lo más importante en esa primera semana. Después él ya se dedicó a montar las escenas. En dos semanas tenía armada toda la apuesta, que después se modificó muchísimo, porque esto lo ensayamos en una salita del San Martín, que media un cuarto del tamaño de la Casacuberta. Así que se modificó mucho, pero él armó toda la obra en dos semanas, y eso fue increíble, porque a partir de ahí empezamos a hacer pasadas, una tras otra. También fue empezar a entender un código común para la comedia, la forma de hablar, la forma de decir esos textos, que, hasta el día de hoy, inclusive en funciones, seguimos ajustando. Rubén nos manda anotaciones y hay cosas que seguimos descubriendo. Es una obra que cada vez que la lees, entendés cosas nuevas, y eso es muy hermoso, hacer ese trabajo. Rubén también nos habló muchas de las emociones. Ahí me pasó algo muy especial, que lo hablamos mucho entre los jóvenes. Yo muchas veces me emocioné con obras que hice, pero nunca me había pasado al nivel de no poder ocultarlo. Me acuerdo qué cuando empezamos a ensayar la última escena con Nina (y yo soy cero de los actores que dicen: “Me metí tanto en el personaje que no pude salir” más sabiendo que mi formación es más lúdica que otra cosa) y me ponía a llorar y a llorar, desde un principio, un montón. Y Rubén, creyendo que lo hacía adrede, decía: “Bueno, no llores tanto”, pensando que era una decisión mía. Le tuve que decir: “Mirá, necesito llorar hasta que se me pase, y pueda, por lo menos, controlarlo”. Porque cuando Nina me decía por Trigorin: “Yo lo amo a él, lo amo más que antes” sentía una angustia tremenda, y creo que eso todavía se conserva, algo de la obra que nos atraviesa. Es muy raro de explicar, es muy intensa. Estos personajes son muy intensos, entonces controlar eso fue como un segundo trabajo que todavía seguimos haciendo. 

– Se conoce el trabajo del director con el texto y cómo encararlo. ¿Cómo fue tu experiencia con ese trabajo tan detallado con la palabra? 

– Si, nosotros trabajamos mucho el texto, la perfección del texto. Es una traducción muy particular, que se acerca mucho a la actualidad en ciertas decisiones, como en decir centavos en vez de kopeck, o en decir kilómetros y no verstas, y así muchas otras cosas. Entonces hubo un trabajo muy específico con respecto al texto y con los signos de puntuación. ¿Cómo hay que leer una coma, de qué forma se actúa? Y además, para sumarle un poco a la complejidad, yo, en los meses previos al taller, estaba trabajando La gaviota con mi compañía, una versión que reestrenamos el año que viene. Se llama Chayka y es una relectura del primer estreno de La gaviota en Rusia. Entonces yo ya tenía esa gaviota, con otros textos, o sea, dos traducciones distintas. En los ensayos logré separar bien las dos versiones. Hasta que una semana antes de estrenar, con los nervios, Rubén viene y me dice: “Juan, dijiste medio monólogo con un texto que no está”. Yo dije: “¡Chau, ¡la puta madre!” 

– Bueno, pero es interesante, porque quiere decir que ya tenías el personaje, que ese personaje podía pasar de un texto a otro porque era el mismo. 

Sí, sí, totalmente. Pero, en otras obras, cuando al texto lo llevás al inconsciente y estás enfocado en la actuación y en el estar vivo y en el estar presente, si ese texto se te confunde una palabra, no pasa nada. Pero acá sí pasaba, si se te confunde una palabra, te desacomoda, tenés que trabajar para volver a ordenarte la cabeza. Yo creo que tiene que ver con ese trabajo tan fuerte que hicimos con la palabra. 

– Claro. Además, un autor como Chéjov donde una pausa, un silencio, según su duración, tiene un efecto muy distinto para toda la escena. 

– Totalmente, pero no solamente para afuera, para adentro también, te golpea distinto en vos. Eso nos pasa todavía mucho en relación a la comedia. Esas pausas, esos tiempos hacen efectos distintos. De pronto, la función del estreno, me pareció graciosísima, pero hay funciones con energías muy distintas en el público. Gente que viene a ver la obra clásica, seria, con un final súper triste, predispuestos a algo muy distinto a lo que terminan viendo, y eso es complejo de llevar, porque no viene abierto a ver una comedia. Y hay funciones, como la última, que estuvo llena, que la gente tapaba nuestros textos con la risa. Entonces las pausas del texto o si estamos más lentos o más acelerados, dispone de forma muy distinta la comedia. Y también hay pausas que no están para nada previstas, y que hay que dejarlas, porque si no esperamos que el público se pare de reír, no se escucha lo que sigue. Es todo un trabajo tener tantas variables a la vez. O también el problema de como encadenar las escenas y saber administrar las energías. Hay algo de la cadena de escenas, que si una cosa se hace de una forma distinta, más o menos intensa, la escena que le sigue cambia, entonces hay que tener mucho cuidado con eso. Rubén nos ayudó mucho con ese cuidado de los tiempos y de los ritmos internos de las escenas. Fue muy específico, muy puntilloso. 

– Que la obra se haga como una comedia, por más que Chéjov la considerase también así, es por lo menos tan polémico como interesante, ya que es un concepto clarísimo de dirección. Es una apuesta. 

– Si. Para nosotros como elenco también es una cuestión. Porque parte del trabajo que hizo Rubén fue buscar eso. De hecho, nos habló mucho de como los rusos entienden el llanto, que no es como nosotros lo conocemos, sino que es un llanto cortito y listo, a otra cosa. A los actores es un trabajo que nos cuesta, sobre todo, cuando empieza a suceder este fenómeno de que el público venga, y que sean públicos muy distintos, que a veces se ríen y a veces vienen predispuestos para un drama. Pero nuestro trabajo es dejarnos llevar. Lo que Rubén buscaba es que no vayamos a buscar más densidad de la que el texto ya tiene de por sí, que es lo que todo actor o actriz quiere sumarle a su escena. Si uno se enganchaba demasiado con que una escena era muy tremenda y se largaba a llorar, Rubén iba y te decía: “Dejate de joder, caminá”. Parte del trabajo de la comedia es no actuar sabiendo al final. Si todos actuábamos sabiendo que yo me iba a pegar un tiro al final, era, no sé si un bodrio, pero era lo más esperable del mundo. Pasa en muchas funciones que cuando yo hago el sonido del disparo final, porque lo hago yo, con una madera detrás, hay una gran sorpresa del público, muy tremenda. Yo escucho detrás de escena como la gente dice: “No te puedo creer”. Y esa sorpresa sucede porque la obra se armó para que sucediera eso. Si yo fuese un Tréplev todo el tiempo deprimido, no sucedería. Y eso para mí fue un trabajo que me recostó, porque yo arrancaba la obra triste. Los primeros ensayos yo hablaba de mi mamá triste, angustiado por los celos con Trigorin. Y Rubén me dijo: “Pará. Vos estás feliz. Vas a estrenar tu obra, estás enamorado de Nina, Nina solamente te conoce a vos”. Entonces, aunque sea muy corto ese momento, hay un momento de enamoramiento, de felicidad. 

– ¿En ese principio, ¿Arkádina tiene razón en tratar a tu obra de decadente? 

– Para mí, hay algo muy lindo, y es que el mismo texto que seguís al principio, Nina lo repite al final. Eso es lo que a mi más me mueve de la escena, me emociona que ese texto que había escrito, podía ser bien actuado, podía generar algo más profundo de lo que generó al principio. Es una batalla entre el simbolismo y el realismo, entre las “formas nuevas” y las “formas viejas”. Es una batalla que está constante todo el tiempo. Me parece que es muy interesante que esté esa batalla. Sobre si tiene razón o no, yo creo que es hermoso el texto de Tréplev. 

– Pero se resignifica por todo lo que hace Chéjov a su alrededor, porque lo vemos bajo el reclamo que hacía Nina: toda obra debe tener mucho amor. 

– Es verdad, es verdad, pero creo que también hay un trabajo de Rubén, y que tiene que ver con el trabajo de taller y las edades de nosotros. Hay algo de la inocencia de ver a esos jóvenes, de ver a esa joven interpretando un texto de un joven escritor, que Rubén le parecía muy interesante y poco común. Por lo general son personajes que los interpretan actores más grandes. Pero él acá quería que se vieran esas diferencias de edad, que se viera esa lucha real entre “lo nuevo y lo viejo”, entre lo inocente y algo que está muy cargado de experiencias de toda una vida. Esa envidia y atracción que tiene Arkádina por la juventud de Nina. En definitiva es una batalla constante entre la juventud y los adultos, donde estos terminan matando.

La gaviota es una obra de artistas jóvenes luchando para abrirse paso. Contame un poco sobre tu compañía teatral. 

– Yo tengo una compañía, un poco liderada por Valentino Grizutti, que es un amigo mío con el que nos conocemos desde Gallo, la primera obra que hice. Digo liderada porque él es el que suele tomar el rol de director y dramaturgo, y él fue, además, un poco el que creó ese grupo desde la primera obra que hicimos. Es una compañía que venimos trabajando todos los años con proyectos nuevos. Somos cinco jóvenes actores: Valentino Grizutti, Miranda Di Lorenzo, Violeta Postolski y Patricio Penna. Y un detalle importante: nosotros tenemos una especie de reunión anual en la que decimos cuál va a ser nuestro próximo proyecto para el año que viene.

– Muy maduro todo. 

– (Rápido y orgulloso) ¡Sí, sí, sí, sí, sí! Tenemos un trabajo potente. También tenemos un trabajo sobre el texto muy importante, porque Valentino es dramaturgo, está muy cerca de dramaturgos, y nos interesa ese trabajo con el texto. Siempre tuvimos la idea de trabajar con gente que se acerca a nosotros no porque somos una compañía de jóvenes frescos, sino con gente que nos tome con el profesionalismo con que nosotros tomamos nuestros proyectos, sean gente joven o grande. Las primeras obras que hicimos están muy teñidas de una especie de lucha por ser tomados en serio. Ahora ya empezamos a avanzar a otros universos. Así aparece Chayka, que trata sobre un grupo de actores que tienen una suerte de pesadilla con el grupo que estrenó La gaviota en Rusia. Chayka para mi es una obra muy especial, que sucede a la par con todo esto de La gaviota en el San Martín. Vamos a volver con Chayka el año que viene, en febrero, así que si quizás pueda suceder que en algún momento coincidan ambas a la vez. Me encantaría, sería muy interesante poder hacer el mismo personaje en dos concepciones de obra distintas. 

– ¿A qué te referís puntualmente con una lucha de tu compañía? 

Nosotros tenemos un interés sobre la actuación, sobre esto a lo que nos dedicamos. Y en el mundo teatral hay una significación con respecto a los jóvenes. Algo muy obvio, que hasta a veces no es intencional. Una lectura de que los jóvenes, por no haber tenido tantas experiencias de vida, solo puede hablar de ciertas cuestiones, de ciertos temas, y de otros no. Y hay algo en esa mirada que limita. Primero, en los espacios a los que podemos acceder, porque para llegar tenés que haber tenido primero reconocimientos o experiencias. Capaz esto que te digo ya no forma parte tanto de nuestra actualidad, porque ya tenemos veinticuatro años, no dieciocho. Pero de esas cuestiones surgimos, de lo que significa para un joven hacer teatro en Argentina, donde, por suerte, también hay vocación y mucho amor. Pero los prejuicios siguen. Un lugar común: los jóvenes y la mala dicción a la hora de actuar. En todo se nos reduce a eso. Hay algo de cierto, pero no es todo. Valentino, nuestro dramaturgo, tiene un trabajo muy serio con el texto, con la palabra, con lo que se dice y como se dicen. Entonces, pese a todo el trabajo, siempre hay un prejuicio. 

– Pienso esto que me decís con ese momento terrible donde Tréplev decide romper sus últimos manuscritos antes de suicidarse. ¿Qué te pasa en ese momento? 

– Mirá, es muy fuerte. Desde el primer ensayo, Rubén me dijo: “Juan, eso no lo vamos a ver ahora, estamos viendo otras cosas, no me voy a poner a pensar ahora cómo vas a romper esos papeles”. Pero para mí siempre fue una pregunta importante, porque determinaba muchísimo, no sólo la última escena, sino todo lo previo del personaje. En los primeros ensayos, yo rompía los papeles sacado, muy angustiado. Después me acordé de dos cosas, de dos situaciones. La primera fue algo relacionado con mi abuelo. Los momentos previos a la muerte, mi abuelo ordenó todas las fotos. Hubo un momento en el que no se podía levantar, pero un día se levantó y ordenó las fotos, avisó donde estaba la plata, acomodó los libros. Dejar las cosas en orden antes de partir. Y después algo que sucedió en el taller terminó de concluir como quería yo hacer ese momento. Un día nos dejaron solos a los varones y nos dijeron: “Ármense una secuencia de ocho minutos, solo física. Imagínense como era Tréplev dos años antes de que arranque La gaviota”. Yo estaba nervioso, porque estábamos todos y nos veíamos mientras creábamos, y veía que todos estábamos haciendo más o menos lo mismo. Entonces agarré un papel y lo empecé a doblar muchas veces, y lo tiraba al piso, y volvía, y lo miraba, y lo abría, y lo volvía a doblar. Esas dos experiencias, esos dos recuerdos, fueron lo que me trajeron la propuesta para mostrarle a Rubén: que fuera muy ordenado romper esos papeles, ponerlos en un cajón, irme a tirar un tiro. Además de respetar lo más posible lo que pide Chéjov, que sean dos minutos de él accionando en silencio. Yo en el último acto me sensibilizo mucho, sobre todo cuando ingresa Nina. Hay una imagen que, desde mi lugar, es muy fuerte, que es Nina repitiendo el monólogo, y todo el público detrás, y yo viendo todo ese público, y a Nina de espaldas, y después, me quedo yo solo mirando al público mientras ella se va. Hay ahí una experiencia. Yo no soy de esos actores que separan al personaje de sí mismo, que se olvidan de sí. No, si hay algo que a mi actor me moviliza, no lo niego, lo incorporo. Lo que más me toca es estar viendo a ese personaje, con ese texto, delante de esa gente que la escucha con tanta atención. 

– No deja de ser una fantasía de Tréplev. 

– Totalmente. Pero a mí me encanta desde el lugar de la experiencia viva, de la gente atenta, especialmente atenta a esa escena. Y romper esos manuscritos al final, es justamente volver a esa sensación tan fuerte de ella diciendo esos textos. 

– Para mí uno de los aciertos grandes de la puesta es haberle dado peso a las didascalias de la obra. Toda pausa, silencio y velocidad que Chéjov marca de forma explícita, ustedes lo trabajaron, lo revisaron, buscaron el sentido que lo podía sostener. Preguntarse por qué el autor pone algo y no tomar la decisión por arriba de sacarlo o de actuarlo sin una imagen clara. Todo eso se nota que está muy estudiado, con mucho detalle. Por ejemplo, se nota el paso del tiempo sobre Treplev. Ya no sale corriendo como un nene, hay una gravedad en la acción que de por sí da una imagen del tiempo vivido. 

– Qué bueno que eso se vea. Si, ese ritmo y esa pesadez del caminar es la misma pesadez de las manos y de cómo rompe el manuscrito. Hay mucho trabajo en ese paso de dos años del cuarto acto. En eso tengo que dar las gracias mucho a lo que aprendí con mi vieja y lo que hicimos con Marina, en el plano físico. Pero también, algo que es más sutil pero que a mí me modifica mucho: el vestuario. Los actos anteriores yo estoy casi siempre igual, el mismo pantalón, todo más simple. Pero en el cuarto acto el vestuario me modifica mucho el cuerpo. La corbata apretada, el saco, los colores, todo me monta en otro lugar. Yo en los demás actos tengo pausas largas para repasar texto, para concentrarme. Pero en el último, donde más tiempo pasa de un acto a otro, es el más drástico porque los cambios de vestuario no nos dan mucho tiempo. Así que ahí tengo que concentrarme mucho. Lo que me pongo a pensar es que en esos años él se calma, que ahora es un escritor que lo empiezan a publicar, que le va un poco mejor. Y en el acto tengo varios espacios donde no hablo pero estoy en escena, entonces ahí aprovecho mucho para trabajar la mirada. Es algo que propuso y hacemos con Muriel. Los cruces de miradas con Arkádina, con Trigorin. Nos cargamos de emoción gracias a esas miradas. Son detalles que me ayudan mucho para lo que va a venir después. 

– ¿Y cuándo crees que Tréplev toma la decisión de suicidarse? 

– Se debatió mucho también eso. Y te diría que a veces depende mucho de la función. Lo primero que pensé cuando leí la obra fue con el: “Lo amo, lo amo más que antes”, de Nina. Que es un momento de ruptura muy fuerte. Pero a Rubén le parecía que era muy lindo quebrarlo cuando vuelve a escuchar el monólogo de Nina. Cuando escucha que algo de lo que todos lo convencieron de que era una basura, de pronto es un texto profundo y hermoso. Y Rubén me dijo: “Bueno, ahí, cuando escuchas eso, te terminás de romper”. Ahí se pierde por completo la esperanza. Yo creo que es en ese momento cuando yo… cuando Tréplev toma la decisión. 

– Bueno, Juan, lo último que quiero decir es que estás teniendo y vas a tener una excelente carrera. Creo que trajiste un poco de aire fresco a la escena, y no por ser destructivo con lo anterior, sino al contrario, porque sos una persona muy joven, muy de esta época, pero también con formas que parecen de otra, por tu forma de actuar, de hablar, de expresarte arriba de un escenario. Yo sí creo que hay un problema en tu generación con la voz, la articulación, la expresión. Y eso a vos no te sucede, entonces sos una gran combinación de espontaneidad, de improvisación, y a la vez de un trabajo físico e intelectual muy serio, lo que te vuelve muy original y disfrutable. 

– Si, yo sé que los jóvenes también tenemos nuestras realidades de las que hacernos cargo. Para mí, aún esta obra, la improvisación es algo clave. Porque siempre hay que encontrarle un lugar donde seguir creando, donde poner el cuerpo para jugar, como ese momento de romper los papeles y emocionarse con lo que sucede ahí. Cuando hay tantas estructuras es más difícil, pero siempre se le puede encontrar la forma de estar vivo y presente. Porque si no pudiera hacerlo, yo creo que sería un Tréplev muy distinto, más estructurado, menos vivo.

– Más del San Martín. 

Risas

Juan: Yo te lo confieso, y se lo decía a mis viejos, que, además de la emoción por hacer esta obra tan preciosa en un espacio como la Casacuberta, con este elenco, con este director, además de todo eso, y esto puede sonar muy egocéntrico, pero lo siento así, además de todo eso, a mi lo que me emociona mucho es que se me acercan actores, actrices, compañeros o no compañeros o gente conocida o no conocida, que viene y me dice como los tocó mi trabajo. Para mí este trabajo es un sueño cumplido y un desafío logrado. Hacer esto me rompió muchas estructuras sobre lo que yo pensaba de mí como actor, de lo que era capaz o no de hacer. Porque este es un personaje con el que todo actor sueña, y yo no trato de pensarlo mucho, pero hay gente que se me acerca y me dice: “Yo este personaje lo hice cuando estudiaba y siempre fue mi sueño, y ahora puedo cumplir mi sueño viéndote a vos”. Entonces es un lugar de mucha responsabilidad también. 

– Claro. Ahora hay muchos pibes que te están mirando a vos y el día de mañana quizás sean actores por verte actuar.

– (Lo piensa, habla en voz baja) Sí, total… Por eso es algo que agradezco mucho. 

Agradecimientos: Prensa Complejo Teatral San Martín. Espacio Encuentro Argentores. 

La gaviota, de Anton Chéjov, se presenta en:

Teatro San Martín

Sala Casacuberta

Av. Corrientes 1530

Funciones de miércoles a sábado 20:30. Domingos 19:30.

Traducción: Alejandro González. Versión: Rubén Szuchmacher y Lautaro Vilo. Escenografía y vestuario: Jorge Ferrari. Diseño de iluminación: Gonzalo Córdova. Música y diseño: Jorge Haro. Diseño de movimiento: Marina Svartzman. Asistencia de dirección: Pehuén Gutiérrez. Asistencia de escenografía y vestuario: Florencia Tutusaus. Grabación música entreactos 3 y 4: Cecilia Quinteros (Violoncello), Alex Elgier (Piano). Dirección: Rubén Szuchmacher.

Elenco: Muriel Santa Ana, Diego Cremonesi, Juan Cottet, Carolina Kopelioff, Vando Villamil, María Inés Sancerni, Mauricio Minetti, Pablo Caramelo, Carolina Saade, Diego Sánchez White, Fernando Sayago, Alejandro Vizzotti y Jimena Villoldo.

Las actrices Carolina Kopelioff y Carolina Saade y los actores Juan Cottet y Diego Sánchez White fueron seleccionados de entre 32 participantes del Taller-Laboratorio Chéjov dictado por el director Rubén Szuchmacher y con la participación de la actriz Muriel Santa Ana, la coreógrafa Marina Svartzman y la producción del CTBA, realizado en el Teatro San Martín entre el 18 y el 23 de abril de 2025.

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