Hace días que tengo que comenzar a mover las cachas y, por alguna misteriosa razón, ni el cuerpo ni la voluntad me responden. Es un tema que me rodea la cabeza como pajarito casi permanentemente debido a que soy una mina y, por tanto, tengo algunas obligaciones de tipo “ornamentales”. Debo decir que encuentro mi figura muy bella, más allá de los defectos y de las virtudes y que considero que lo más importante y hermoso, es un cuerpo sano y, sobre todo, vivo. Pero con todo no puedo escapar, aún con esta inteligencia superdotada que Dios me dio, a ciertos mandatos sociales y presiones estéticas que van carcomiéndome la mente y fagocitando mi seguridad. Aún cuando todo se vea joven y bello, el hecho de que deba permanecer así hasta el fin de los tiempos, me obliga a incluir en mi sosegada vida de contemplación y maravilla, una rutina de ejercicios que mantenga firme la mercadería.
Las mujeres (como he mencionado un millón de veces en esta columna) hemos estado sometidas al yugo de la juventud y la belleza desde los albores de la historia de occidente y nos hemos quejado, despotricado y acomodado a eso, más o menos desde el principio. Las que se dejan arrastrar por la corriente del fitness sufren por hacerlo y las que no, sufren también. Es cierto que el buen ejercicio se disfruta muchísimo pero, la obligación de llevarlo a cabo, rara vez representa goce. La verdad es que a nadie se le perdona ser feo, ser gordo y ser viejo en este mundito caníbal que nos hemos armado para vivir y pastar. Es una mierda rematada, pero es así. Y la lucha de las mujeres por ganar espacios no ha incluido de manera saludable la conquista del derecho a envejecer y dejar caer hasta la última cacha como Dios manda. Hoy las mujeres y los hombres más exitosos del planeta son en su mayoría flacos, lindos y “doriangraymente” (ya sea natural o de manera quirúrgica) jóvenes. Pero no se preocupen mis queridos y atesorados lectores. No voy a volver con la perorata infernal e interminable acerca del yugo machista, la misoginia de la tele y bla bla. Hoy voy a hablar desde el otro lado del espejo, desde la dimensión opuesta, desde la esquina en la que el banquito que te ponen cuando suena la campana, es el trono de una reina.
Acá estoy, tomándome unos mates en esta mañana maravillosa de jueves. Escribo la columna regodeándome en el placer que me produce golpear tecla por tecla de esta Mac viejita y fiel que tengo. Todo es goce. Hasta esa lejana sensación angustiosa que me provoca tener que entregar la columna a tiempo y jamás saber a ciencia cierta si lo lograré. No hay nada más maravilloso que disfrutar del hecho de que uno es uno. No hay sensación mas intoxicante que la de creer, aunque sea por breves segundos, que la piel que se habita es la mejor de todas.
Anoche estuve de tertulia con amigas, planeando una despedida de soltera. Nos reímos tanto que me asusté de que no nos quedaran risas para la fiesta que estábamos planeando. Por supuesto, de lo que más hablábamos era de qué carajo iba a ponerse cada una. De cómo nos peinaríamos y de si llamábamos maquilladora, de si había que bajar o subir kilos, de si los soquetes acortaban las piernas y de que si medias semitransparentes o ultra opacas y la mar en coche. Todas estábamos ebrias de ese estado que provoca hablar entre mujeres de pilchas, zapatos, sobres, carteras, pelos aclarados, peinados altos, lencería erótica, cremas lujuriosas y perfumes hechizantes. Es que deben saber que lo que nadie nunca se ha atrevido jamás a decir sin pagar el precio de la frivolidad, es que sentirse bello es lo más poderoso que puede pasarle a un ser humano. Pocas cosas se comparan con caminar paso a paso en la calle, sintiendo ese poder fluyendo rojo en las venas y atizando la voluntad de manera tan dulce como ingobernable.
Pueden encontrarse tentados a tildarme de superficial o de cabeza hueca pero sepan que, en este caso en particular, estarían equivocados. La belleza es señoras y señores, la joya más destellante que una persona puede poseer. Ustedes me dirán que con el tiempo se desvanece y es verdad; que lo que hoy se considera bello, tal vez mañana no lo sea y tendrán razón. Pero yo estoy hablando de una belleza que no envejece, que no pasa de moda y, sobre todo, que no es cuestión de gustos. No se preocupen, no estoy hablando de la belleza interior, ni del alma refinada ni de todas esas paparruchadas que dice la gente cuando se decide a aburrir y transitar lugares comunes. Estoy hablando de un tipo de belleza que se conquista, que se gana, que se monta y que se amansa. Una belleza que viene de la mano de una batalla contra muchas cosas, incluso a veces, contra nosotros mismos y nuestros impulsos más miserables.
Ninguna persona se percibe fea en la infancia. Nadie tiene por qué sospechar que no es bello jamás, a no ser que desde afuera le den las malas noticias. Es por eso, que la belleza de algunas personas tiene más que ver con cómo fueron educadas, que con el mero hecho físico de si lo son o no. Los padres tienen un rol fundamental en esto. Recuerdo que yo no tuve dudas de que era bella jamás, hasta que se lo pregunté a mi vieja y ella me dijo que era más bien “interesante”. Es que a la hora del famoso “espejito, espejito quién es la más linda del reino” nadie quiere escuchar la verdad. Imagínense las peripecias espantosas que se hubiera evitado la reina de Blancanieves si el espejo hubiera sido un poco más benévolo y le hubiera dicho hasta que se muriera que era ELLA la más bella de las mujeres porque, después de todo y en cuanto a belleza se refiere, nada es más inútil que la verdad. No hay nada que se relacione menos en todo el mundo con la verdad que la belleza. La belleza de la que yo hablo vuela por encima de la verdad, de la realidad, de la historia, de la ciencia, de la edad y de la razón misma. Está escondida en todos los espejos y es tan esquiva como preciosa pero, si se la consigue, jamás nos abandona. Nos acompaña de manera tal que sustenta cualquier artificio y es capaz de presentar de manera verosímil ante el mundo, cualquier alucinación conquistadora que pongamos en práctica.
Esta belleza se esconde en el descubrimiento revelador de que la fealdad no existe. El cuerpo humano es perfecto y el espíritu humano es voraz, la combinación de los dos es exquisita y, por tanto, nunca podrá ser nada menos que perfecta. Una vez descubierto esto, la certeza de la belleza se vuelve natural en cualquiera y eso hace que el cuerpo entero asuma la forma de dicha certeza.
En este momento y con el ánimo de simplificar las cosas, alguien desde la multitud enardecida de lectores de esta columna, podría decir que la belleza es un estado mental. Pero eso es solo la punta del iceberg. La belleza es una idea, una modificación permanente de la propia energía, un ritmo celular, un sueño en vigilia, un espejo interno y generoso, un aire entre los huesos que nos vuelve invencibles. Es tan innegablemente nuestra, tan propia de la condición humana, que a veces y con tanta civilización encima, la perdemos de vista. Pero no hay que olvidarla y, sobre todo, no hay que dejar de perseguirla.
El Espejo tiene dos Caras se estrenó en el año 1996 con éxito rotundo de público y crítica. Dirigida y protagonizada por la genial e irrepetible Barbra Streisand, la película narraba la historia de una profesora de literatura inglesa de la Universidad de Columbia que se enamoraba de un colega y accedía a casarse manteniendo un vínculo platónico, solo porque estaba segura de no ser lo suficientemente linda para él. Una mujer inteligentísima, peculiar, creativa y llena de vida que todavía no había descubierto que era hermosa. Por supuesto, una hermana escultural y vanidosa y una madre narcisista y algo “malvada” no le allanaban para nada el camino. Rose (Streisand) se casaba con Geoffrey (Jeff Bridges), pactando una relación en la que el sexo no estaba fuera de la mesa, pero si totalmente postergado. Los protagonistas se enamoraban irremediablemente y tenían que pasar por un mar de sufrimiento, antes de quedarse juntos para siempre. Todo el argumento giraba en torno de esta mujer que descubría su fuerza y su hermosura y las sacaba a la luz casi simultáneamente. Desde ya, no sabía que su hombre se había enamorado de ella mucho antes de que todo ese cambio maravilloso sucediera. En esta cinta la belleza está retratada, básicamente, como una elección y se deja claro de manera poética que el amor es, por excelencia y sin lugar a dudas, su descubridor absoluto. La belleza está en nosotros y aunque así lo parezca por formas que asume el cuerpo, jamás se manifiesta de manera obvia. Sí, claro que la tierra está plagada de hombres y mujeres que rajan el cemento de lo fuertes que están, pero eso es nada más que truco de la genética, la belleza real no se obtiene sin lucha, sin conciencia, sin autoconocimiento y sin amor. Y una vez que se gana esa batalla, el cuerpo asume la forma y la hace brillar de manera contundente. Esa forma no nos abandona. La otra queda y quedará siempre a merced del tiempo, de las enfermedades, de los temperamentos y de las desgracias.
Lauren Bacall (nominada a un premio de la academia), arrullada por la música del maestro Marvin Hamlisch, representaba en la película a una mujer que había sido tan hermosa que no había tenido tiempo de darse cuenta desde dónde provenía el secreto de su belleza y, por eso, la daba por perdida. Déspota y un poco amargada, había decidido no darle permiso a su hija para que fuera linda, ella era el espejo malvado de Blancanieves. Pero la maldición no duraba. En el guión de Richard la Gravenese, Rose descubría que su propio espejo escondía una cara arrebatadora, poderosa y, más que nada, eterna.
Una vez que esto sucedía por supuesto, se internaba en el gimnasio, en la peluquería y arrancaba la dieta, al cine siempre le gustaron los makeovers…
Es verdad, la belleza es un secreto que todos estamos obligados a descubrir tarde o temprano en nosotros, en nuestros cuerpos, en nuestros rostros y en nuestra sangre. Morirnos sin hacerlo constituiría un verdadero pecado. Pero, mientras eso sucede, es bueno cazar la joggineta y rajar para Yôga. No vaya a ser que el traste nos pise los talones y los albañiles dejen de gritarnos guarangadas.