Hace un par de noches, y después de tomar carrera por semanas, con el Chuchi nos mandamos a ver Joker. Debí prepararme porque sabía que la película me iba a pegar fuerte y no tenía ganas de hacer esa clase de despliegue emocional que me deja agotada. Sin embargo, en un arrebato de coraje, sacamos las entradas en la mañana del lunes y fuimos a la función de las 21:30 del cine antes conocido como Village Recoleta. No les voy a mentir, a eso de las ocho, cuando faltaba poco para tener que salir de la casa, me arrepentí. Pero como ya habíamos pagado las entradas, al diablo, fuimos igual.
Nos sentamos en las dos butacas que dan al pasillo, de la última fila a la derecha de la pantalla y llevamos unos nachos con queso, de esos que ahuyentan al más pintado con la baranda, así que estábamos solos en nuestro sector. Casi completamente.
De la película se han dicho muchas cosas ya, así que trataré de enfocarme en el encare de este Joker que crearon a la medida de Phoenix. Porque, no se engañen, si hay algo que queda muy claro es que este personaje está diseñado como un traje de bodas, para el cuerpo de su protagonista. Por supuesto algunos comentarios sobre la película me serán imposibles de guardar, así que la cosa será, o se volverá, medio sui generis.
Es un buen film, sin lugar a dudas, aunque para nada original. Ya vimos Taxi Driver y ya vimos El rey de la comedia, para no meternos de lleno con Psicosis y para no irnos al carajo con El club de la pelea, o con Cisne negro. El proceso de caída en la locura lo hemos visto una, y otra, y otra vez en el cine. Pero Joker retrata este proceso y siembra una semilla de malignidad, creo yo que involuntaria, maquillándolo de revolución y revancha. Acercándose con la lente a Arthur, dándole orden a su caos, armándole una justificación y un proceso, convierten al Joker, un personaje que debió ser el caos encarnado, la sinrazón en acción, en un enfermo mental que enraíza su comportamiento en la enfermedad, el desamor y el resentimiento.
La película alfabetiza, pone lenguaje donde no lo había. Fundamentando un camino que no debió tener fundamento. Y en ese proceso, con la enorme capacidad interpretativa de su protagonista, pone la trampa más feroz. A la larga uno no puede evitar quedarse con la idea de que el personaje no se enoja con el sistema, si no con el hecho de que no pertenece a él, de que queda fuera. Y eso achica su capacidad de mal, su intelecto y su condición de villano inmerso en un universo mucho más grande que él y para el que debe dar la talla. Este personaje vive en la tierra en la que coexisten Batman, Superman, The Flash, La Mujer Maravilla… ¿Donde está el tipo que debe combatir a esa gente? A este Guasón, Batman lo exterminará como a una cucaracha. Su amenaza está tan reducida, que no se puede más que pensar en que este camino de humanización solo nos deja una película sobre un hombre y no sobre un villano. Si estuviéramos hablando de alguien real, ese sería el camino hacia la verdad. Pero en este caso, ese proceso enraizado en el desconocimiento y tal vez el prejuicio sobre el mundo del cómic, daña al personaje y a la película. Y queriendo hacer una buena película, olvidaron sobre quién era la película, de quién se trataba. Me pregunto por qué los fanáticos la alabaron tanto.
Los levantamientos en Ciudad Gótica le dan algo de visibilidad y de poder, pero sabemos que esa es la misma gente que acabará llamando a Batman a los gritos y el hecho de que él se identifique con ellos, que tenga compasión por ellos, que se sienta reivindicado por esa masa social, lo convierte realmente en otra cosa. Lo convierte en un hombre común.
El Joker de Heath queda lejano ahora, intocable.
El hombre que quería ver al mundo arder, con Nolan, con Ledger, queda ahora reducido con Phoenix y con Phillips a un pobre enfermo que será crucificado más adelante. Un hombre que, empastillado, tal vez pueda ser encausado, reducido, adaptado. Hasta ahí llega su peligro. Un hombre que quería ser hijo de alguien, amigo de alguien, novio de alguien. Reproducir a un hombre de carne, en un universo de fantasía, con un sentido de la justicia que valida al vigilante súper poderoso es, como mínimo, inmoral. Un pobre diablo que, encima, pronto, será aniquilado por el súper héroe más perfecto de todos los tiempos: Batman. El súper humano que sangra en rojo. Está película no solo no entiende a su villano protagonista, tampoco a su héroe antagonista. No me hagan ni hablar de la caricatura meritocrática de Thomas Wayne porque prendo fuego todo. ¡Por Dios, es el padre de Batman, idiotas!
Más escribo más me indigno.
¿Dónde está la inteligencia superdotada del Joker? ¿Dónde está su voluntad? El Joker jamás hubiera fracasado en un escenario de comedia. Jamás. Hubiera sido levantado en andas, cargado hasta la calle sin tocar el piso. Este personaje es un despliegue de hechos fortuitos, de temor, de impotencia y miseria. Una pasarela de acciones para que su protagonista haga lo que mejor hace: sufrir. Claro que la rompe haciendo esto, por supuesto. Pero, a la larga, ¿qué nos deja esta interpretación si no es el estigma subrepticio sobre la enfermedad mental? Es una película de súper héroes que termina refrendando que hay que temer al enfermo y hay que aniquilar al loco. Y de la forma más horrible que es disfrazando todo de la revolución de los marginados. De la revancha del impotente. Todas acciones que nos distraen de un tipo que se ofrece a si mismo en holocausto total. Nada quiere más este Joker que pertenecer al sistema, no lo critica, solo lo castiga, como un hijo que choca el auto del padre pidiendo atención. Nada más lejano al Joker, nada más ajeno. Es una reducción maliciosa, enferma y complaciente. Pero también involuntaria.
El peligro del Joker de Ledger, su ferocidad, tenía asidero en su voluntad de caos. Y en su locura sin justificativo: en cada escena narraba una cosa diferente, un trauma distinto, falseándolo todo, dejando en evidencia que no había orden posible para él. La locura real, no la enfermedad. El mal real, no el brote. No había narrativa lineal que nos dejara en paz, que nos tranquilizara. Está película ordena el caos del Joker, lo debilita, le da una razón, un origen organizado. Lo destroza.
Phoenix usa el cuerpo de The Master, fuma como Mick Jagger, baila como Elaine Benes, mata como Norman Bates y termina por llegar al programa de Tv embebido en Michael Jackson. La voz, los gestos, absolutamente todo, son de Michael Jackson. Una imitación salvaje y efectiva que termina electrizándonos a todos. De Niro no cuenta para nada, su rol podría haber sido interpretado por cualquiera, no hay duelo, ni provocación allí que no haya podido ser traída a la palestra por cualquier otro intérprete, confirmando así que la película es absoluta y redondamente de y para Phoenix.
Y él lo logra, es enorme e inolvidable en su papel: pero no es el Joker.
© Laura Dariomerlo, 2019 | @lauradariomerlo
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