“Dios le había vuelto el rostro. Y, ¿por qué no?, ese horror también era obra de él”.
“Carrie” de Stephen King.
Hay películas que nos conquistan como si fuéramos planetas vírgenes, o que descubren en nuestras profundidades sentimientos que eran desconocidos hasta para nosotros mismos. Carrie es una de ellas.
No es difícil definir un clásico cuando ha pasado el tiempo y allí está, persistiendo. Lo difícil es definir por qué una película “va a convertirse” en un clásico. Y lo que hace esencialmente que una obra sea clásica es el nivel de contundencia con el que define temas ineludibles para cualquier ser humano. Es por eso que todos quedamos prendados de ellas, a veces sabiendo explicarlo, a veces desconcertados, y otras no queriendo reconocerlo por pudor, sorpresa o miedo.
Hay elementos que definen a los clásicos del Terror, son arquetipos y tópicos que articulan la llegada de lo siniestro como amenaza. Pero Carrie rompe con el esquema, porque ella (el personaje, no la película) es quien encarna lo maligno. Ella aniquila a todos y prende fuego todo. Ella es el Mal… O… Pensándolo bien… Quizás sea diferente. O no sea ella la única que lo encarne. O quizás haya varios males… O quizás en todo este embrollo sea que está la clave de por qué Carrie es un clásico.
La película comienza con una construcción de la belleza y del mundo ideal al que, aunque no lo hubiéramos pensado (y una vez que vemos esas imágenes) queremos pertenecer. Es lo que le sucede a Carrie, o eso vamos a saber. Pero nada ni nadie tiene esos planes para ella. Mientras las demás viven la vida ideal, ella se desangra. No sabe qué le sucede, entonces, se desangra. Sale de la ducha así, chorreando sangre, desesperada, convertida en monstruo invasor del mundo perfecto. Las perfectas se horrorizan y huyen. “Help me”, les pide Carrie. Ellas le arrojan tampones para que no entienda ni para qué sirven.
“Yo no he pecado”, le dice a la madre. “¿Por qué no me dijiste?”. Su hogar, que debería ser un resguardo, se transforma en cárcel. Carrie debe pagar por el simple pecado de ser. Un Cristo con los pelos y ojos de su madre la observa inquisidor. Cristo, otra vez, ahora en el espejo de su habitación, la sigue observando. Ella rompe el espejo con el poder de su mente. El Cristo partido continúa observándola, al otro lado del espejo, quebrado. A pesar del poder que tiene, Carrie se siente una freak. Lo es. Todos se ocupan de señalarlo.
Comenzamos a temer por Carrie, no de ella. ¿De Palma quiere hacer un film de horror? ¿O está llevándonos a otro viaje?
El libro original de Stephen King plantea una suerte de ficticio non fiction, con citas de falsas entrevistas, extractos de juicios inventados y libros apócrifos, que ponen el punto de vista en las víctimas de Carrie. Pero lo que hace inteligentemente (aunque a King no le gusten los adverbios terminados en “mente”) es construir alegatos sobre alguien que ya no puede defenderse. Son testimonios de un futuro que intenta superar una tragedia de la cual pocos sobrevivieron. Y Carrie no es uno de ellos, al contrario, es señalada como victimaria.
La verdad cinematográfica es otra. El acoso contra Carrie es constante, la violencia imparable, nada es bueno para ella. Nosotros, los espectadores, nos incomodamos como quien espía, aunque con la tranquilidad de saber que el dolor es ajeno. La invitación al baile no cambia la cosa. Todos, Carrie y nosotros, suponemos que lo de Tommy Ross es una jugarreta. No importa que la propuesta haya sido de la culpógena Sue Snell. Algo está tramando Tommy, no está invitándola simplemente por compromiso. ¿Es posible que un sueño se haga realidad en una vida de pesadillas? Carrie se niega, él la obliga y ella termina aceptando. Nada en Carrie (el film, no el personaje) se da por deseo. Todo es obligación, castigo y represión, pero también es culpa y ambición perversa (como el plan de Chriss y Billy para el bullying definitivo).
“Soy rara y quiero ser normal”.
“Tienes el poder de Satán”.
“No, soy yo”.
Carrie llega al baile con Tomy Ross. Parecen la pareja perfecta en el baile perfecto. Todo es ternura. Carrie ya no es un monstruo, es la que siempre quiso ser.
No por mucho tiempo.
“Bates High School” rebautiza a la escuela De Palma en su adaptación. Bates, como el hotel que devoraba gente en Psycho (Hitchcock, 1960): esta escuela no instruye estudiantes, está invertida, los reprime y convierte en acosadores y asesinos. Basta ver cómo se divierte Chriss mientras Billy mata a martillazos al cerdo, cuya sangre ahora espera en un balde sobre una viga. Mientras tanto, vemos feliz a Carrie y, sabiendo que todo fue un plan que desconoce, nos entristece, sentimos pena por ella. Pero, ¿podemos sentir pena por alguien que personifica al Mal? O mejor dicho: ¿Podemos seguir pensando a esta altura que Carrie personifica al Mal?
El Mal en un film de horror debería irrumpir para darnos miedo, pero cuando el balde con sangre de cerdo se vacía sobre Carrie y ella, humillada, despliega toda su rabia telequinética, no sentimos miedo, aplaudimos la venganza. Es, al menos, curioso donde nos mete De Palma. Aplaudimos la muerte, agradecemos que Carrie pueda destruirlo todo. Festejamos, aunque no vayamos a reconocerlo, lo hacemos. Y, entonces, De Palma logra un hito cinematográfico. Firma un clásico.
Lo que sigue es trágico, no necesariamente terrorífico. Entramos esperando terror, nos vamos con un sangriento coming of age cuya salida no es una nueva vida, sino la muerte. Carrie camina ensangrentada entre el fuego, tranquila. Como si habitara eso. Como si habitara el infierno. En la prisión que debiera ser casa, la espera su madre escondida, vestida de blanco y dispuesta a matarla. Pero Carrie decide que el fin llegue para las dos, y que ese infierno con techo caiga ardiendo sobre ellas.
Carrie es la verdadera víctima de esta historia y De Palma nos engañó, pero se lo agradecemos. Fue un engaño necesario, una lección, para descubrirnos viviendo el acoso con Carrie sin habérnoslo propuesto, para sentirnos diferentes y excluidos, para vivir el horror de la adolescencia, la deformación, la hostilidad del mundo adulto y la incomprensión del dolor. Pero sobrevivimos, como Sue. Y también como ella tendremos pesadillas con Carrie, como si encima de haber sufrido a su lado, debiéramos pagar por ser testigos, por ser un poco como los acosadores en nuestra comodidad al otro lado de pantalla.
Carrie White burns in hell. Carrie White arde en el infierno. Y nosotros ardemos con ella.