Hay películas que nacen en las sombras, se escabullen entre grietas para emerger e impregnar todo a su paso. Son como una epidemia, primero hay pocos contagiados y luego empiezan a mutar, se expanden y ya no hay forma de detenerlas. The Thing (1982), de John Carpenter, es una de ellas. Como su horror invisible, fue cambiando según el tiempo en que se la observaba. Para algunos es la cumbre del cine de terror de los ’80; para otros. una clase magistral de paranoia; y para otros —entre quienes me incluyo— es ambas cosas. Pero también es algo más potente: The Thing es el puente más sólido entre el lenguaje del cine y el horror cósmico de H. P. Lovecraft, dos conceptos que no necesariamente son fáciles de hacer convivir.
El punto de partida es conocido: Who Goes There? (1938), la novela corta de Joseph Campbell, instalaría para siempre una de las ideas más fascinantes del género fantástico: un enemigo que puede imitar a la perfección a cualquier ser vivo. La premisa parece simple, pero en 2025 sigue siendo casi una provocación filosófica. La criatura no es solo un monstruo: es una hipótesis llevada al extremo. ¿Qué pasa con la identidad, la confianza, el lenguaje, cuando cualquiera puede no ser quien dice que es?
La novela de Campbell propone un experimento científico: hombres racionales, aislados en medio del hielo, intentando resolver un problema cuya naturaleza está más allá de los instrumentos tecnológicos que tienen. Porque lo que despierta la intromisión extraterrestre es un profundo e inevitable estado humano: la paranoia.
En 1951 tuvo su primera adaptación cinematográfica, The Thing From Another World (Christian Nyby, 1951), producida y coescrita por Howard Hawks, el maestro de John Carpenter. Es una de las películas que los niños de Halloween (Carpenter, 1978) ven en la tele. En aquella adaptación, la criatura humanoide es el principal antagonista. Pero como discípulo que supera al maestro, The Thing de Carpenter potencia el espíritu del texto original: no es la criatura lo que destruye el grupo, sino la sospecha. Lo que aterroriza es la imposibilidad de verificar la identidad del otro, incluso cuando ese otro es un amigo… o uno mismo.
La genialidad de Carpenter no está en traducir la historia punto por punto, sino en comprender qué clase de terror propone. Y los efectos de Rob Bottin, aún hoy insuperables, hacen algo que en literatura sería imposible: convierten lo indescriptible en visible. Y ahí empieza la paradoja que vuelve a The Thing una obra tan singular. Porque se dice que el Terror es la mejor expresión de esa definición del cine como “el arte de no mostrar”. En lugar de ocultar al monstruo, Carpenter lo expone con brutal claridad. Cada criatura es una pesadilla anatómica y, al mismo tiempo, un acto de declaración artística: mostrar lo que no puede ser mostrado.
Para todo esto, Carpenter está claramente yendo más atrás de Campbell en la literatura de horror. Va a las bases, a las que fueron inspiración para Who Goes There? Carpenter va en busca de H.P. Lovecraft.
Es imposible hablar de The Thing sin hablar de ese fantasma literario que sobrevuela toda su estética. Su influencia está en cada criatura, en cada espacio vacío, en cada silencio. Lo lovecraftiano no es únicamente la presencia de un ser ajeno a toda lógica biológica. Es, precisamente, la imposibilidad de narrarlo.
Lovecraft construye su horror siempre por fuera de campo (lo que no se ve, pero que domina lo que se ve). Sus personajes ven algo, se enfrentan a una entidad que sobrepasa los límites de la percepción humana, y vuelven sin poder describirlo. O mejor dicho: lo describen por negación, dando vueltas, sin poder nunca ponerle palabras precisas a lo que vieron. El lector jamás ve el horror; solo escucha (lee) la voz quebrada de quien lo vio.
Carpenter construye los lovecraftiano (o ya deberíamos decir los carpenteriano) haciendo exactamente lo contrario. Porque en The Thing, el fuera de campo tradicional se redimensiona. El monstruo está ahí, frente a cámara, sin vueltas. Sin embargo, esa explicitud produce un efecto muy particular: el espectador se encuentra en la misma posición que los personajes de Lovecraft. Carpenter nos convierte en uno de ellos. Estamos viendo el horror, pero no podemos describirlo. Lo estamos observando, pero no podemos darle un nombre. La saturación visual produce un nuevo tipo de fuera de campo. El horror ya no está fuera del plano, sino fuera de los límites del lenguaje.
Me gusta volver siempre al concepto del maestro del teatro Peter Brook, quien en su libro El espacio vacío plantea que el hecho artístico se da cuando lo invisible se hace visible. La magia es que, cuando vemos un hecho escénico, nuestra imaginación se dispara y nos permite visualizar lo imposible. Y la magia de Carpenter está en mostrarnos el horror más indescriptible para que imaginemos lo que hay detrás, lo que en realidad no podemos definir. El horror más profundo. La misma fórmula que define la imposibilidad de ponerle un nombre a lo malvado. Con Diablo, Demonio, Lucifer o Mefistófeles nunca alcanza. Es el lenguaje el que no alcanza para definir una emoción tan terrible y profunda. A veces la llamamos muerte, otras veces ni eso es suficiente.
Hay algo más que une a Campbell, Lovecraft y Carpenter: la obsesión por el grupo cerrado. Algo que Matías Orta ha desmenuzado tan bien en su libro Encerrados toda la noche: El Cine de John Carpenter, un espacio donde la comunidad humana es forzada a confrontarse a sí misma.
De la base antártica de The Thing, nadie puede escapar. No hay afuera. Todo sucede en un espacio sellado, donde el miedo se respira, se contagia, se reproduce. La criatura no destruye el grupo: solo revela que el grupo estaba roto desde antes. El enemigo no es la Cosa: es la desconfianza. La criatura es apenas el catalizador de esta terrible metáfora de nuestra especie y de lo que hacemos con nuestras sociedades.
Por eso el final es perfecto: dos figuras mirando el fuego, dudando el uno del otro. Carpenter no necesita mostrar nada más. La criatura ya está instalada para siempre, no en el plano, sino en el espacio intangible que existe entre dos personas que dejaron de creer en lo que ven (en quién ven). Y aquí da toda la vuelta, porque después de cerrar la película con la monstruosidad más explícita de la Historia del Cine, termina con una escena que define por completo el fuera de campo. Ese momento final, es la síntesis del lenguaje cinematográfico: el arte de no mostrar. Y Carpenter nos paseó por lo más indescriptible para dejarnos ahí.
The Thing no fue un éxito en su estreno. Llegó en el peor momento posible, opacada por el optimismo de E.T. (Spielberg, 1982) y un clima de época que prefería héroes luminosos. Pero es una película inoxidable, y se quedó esperando. Como una criatura lovecraftiana del Espacio Exterior durmiendo por siglos en los hielos antárticos, esperando ser descubierta para meterse en la forma animal que la descubra, y poseerla.
Todos los que vimos The Thing llevamos esa monstruosidad impregnada. Sabemos que el Mal existe y que se disfraza de lo más conocido. Por eso, The Thing, más que una película, es una advertencia, una forma de observarnos y comprendernos como humanidad. Algunos clásicos, como éste, perduran por traernos malas noticias: no somos tan buenos como pensábamos.








